Es sabido que dentro de 
los países desarrollados Estados Unidos se caracteriza por una marcada 
aversión hacia todo tipo de intervención del Estado. Esta actitud 
de desconfianza del ciudadano, reflejada ya en el legado institucional de los 
padres fundadores, se puede palpar en permanentes manifestaciones 
de la sociedad y de sus dirigentes: la defensa de la tenencia particular de 
armas de guerra (y hasta su apología como forma de vida), para evitar 
entregarle el monopolio de la fuerza al hermano mayor; la baja presencia 
de empresas estatales a lo largo de su historia (a diferencia de los países 
europeos o Japón); la ausencia de un documento nacional de identidad 
(que abriría las puertas a la intromisión estatal en la vida privada); 
el importante rol que cumple la filantropía privada en funciones que 
son asumidas por el Estado en el resto de los países desarrollados; y, 
por supuesto, la continua popularidad de medidas tendientes a reducir los impuestos.
Uno de los principales roles del Estado es ser una herramienta en la construcción 
de una sociedad más equitativa que la que surgiría del libre juego 
de las fuerzas del mercado. En este sentido, los EE.UU. son consistentes en 
su sesgo anti-Estado con sus convicciones que otorgan un gran valor al esfuerzo 
individual, y por ende, a la creación de riqueza más que a la 
forma en que ésta quede distribuida. En otras palabras, si el precio 
a pagar por más competencia y más riqueza es menos Estado y una 
sociedad más inequitativa, los norteamericanos son coherentes al elegir 
el modelo de país que desean. Del otro lado del Atlántico, los 
europeos optan por una fórmula que prefiere mayor equidad y acepta una 
mayor intervención estatal para lograrla a sabiendas de que esto pueden 
implicar in extremis menos riqueza. 
Son éstas algunas de las cuestiones de fondo que están en juego 
a la hora de pensar un modelo de país, ya sea para presentar el plan 
sustentable al FMI o para debatir internamente qué tipo de sociedad 
queremos ser. Podríamos afirmar que en EE.UU. encontramos un modelo con 
el mínimo nivel de Estado posible para una sociedad moderna, reconociendo 
la gran resistencia de esta nación hacia lo estatal. Vale la pena entonces 
repasar qué ocurrió al respecto durante el siglo XX en el país 
del Norte.
Mientras la población creció durante cien años a un ritmo 
del 1,3 por ciento anual, la economía lo hizo a una tasa del 3,3 por 
ciento, permitiendo un aumento de la renta per cápita del 2 por ciento 
anual. Este crecimiento hizo posible que la riqueza disponible para cada ciudadano 
se duplicase casi tres veces a lo largo del siglo, haciendo a cada persona siete 
veces más rica.
Si bien es ampliamente reconocida esta constancia del crecimiento económico 
norteamericano no lo es tanto la también persistente expansión 
del gasto público, que pasó de representar 8 por ciento del PBI 
en 1900 (el Estado mínimo o gendarme) a ser alrededor 
del 40 por ciento de su PBI a fines de siglo.
Esta expansión no se limitó a las políticas del New Deal 
posteriores a la gran depresión de 1930 sino que había estado 
presente desde inicios del siglo y continuó hasta finales del mismo: 
en todas las décadas del siglo XX el gasto público estadounidense 
subió más que el producto bruto, con la única excepción 
de los años 90 cuando ambas magnitudes aumentaron al mismo ritmo. 
Los primeros veinte años vieron crecer el gasto público a un ritmo 
del 6 por ciento anual, mientras la economía lo hacía al 3 por 
ciento por año. Durante la década de los años 20 
disminuye la tasa de expansión del Estado a la mitad (3 por ciento), 
mientras el crecimiento económico apenas baja unas décimas. A 
partir de la depresión y por espacio de 40 años el 
ámbito del Estado vuelve a crecer ininterrumpidamente a tasas cercanas 
al 6 por ciento anual mientras la economía también se aceleraba, 
pero a un ritmo del 4 por ciento por año. A partir de la década 
del 70 se modera el aumento del gasto público que llega a converger 
en los 90 con el crecimiento de la economía en el 3 por ciento 
anual. Vale la pena hacer notar que el discurso reaganista de disminución 
del Estado de inicios de los 80 fue más propaganda que realidad, 
ya que en la realidad sólo consolidó una tendencia que venía 
de 15 años atrás. Por otro lado, durante los doce años 
del gobierno republicano Reagan-Bush el gobierno federal presentó fuertes 
deficits (4 por ciento en promedio para el período 80-92), 
reafirmando una tendencia secular: durante 79 de los 100 años del siglo 
las cuentas del gobierno federal presentaron déficits, tradición 
a la que también honra ahora Bush hijo.
De esta manera, con un crecimiento del gasto público de 5 por ciento 
anual durante 100 años, mientras la economía se expandió 
exitosamente al 3,3 por ciento anual en el mismo período, en el presente 
el Estado (en los tres niveles de gobierno: federal, estadual y local) administra 
el 39 por ciento del producto.
En resumen, paralelamente al crecimiento de la economía impulsado por 
las fuerzas del mercado, se desarrolló un aparato estatal que administra 
una fracción muy importante de la riqueza generada. Este proceso fue 
permanente, no comenzó en los 30 ni se desmanteló en los 
90, y tampoco fue muy diferente del que puede observarse en los países 
europeos. Si realizáramos el mismo análisis para el resto de las 
democracias modernas, veríamos un comportamiento muy similar, pero con 
niveles de intervención estatal aún mayores, tanto en el tamaño 
del gasto (del orden del 50 por ciento del PBI) como en el tipo de actividades 
que desempeña el Estado y las regulaciones que establece.
El caso argentino
Ahora bien, comparando el desempeño de nuestro país durante el 
siglo XX podemos verificar que mientras en EE.UU. los ciudadanos han podido 
disponer de un crecimiento per cápita del 2 por ciento, los argentinos 
se han tenido que contentar con sólo el 1,2 por ciento anual. De otro 
modo: a fin de siglo, los argentinos eran unas 3 veces más ricos que 
a principios de siglo.
Por otro lado, a inicios del siglo Argentina destinaba 12 por ciento de su riqueza 
a financiar el Estado y, emulando las reformas estructurales en 
boga, el país fue expandiendo su gasto público con el fin de proveer 
a sus ciudadanos de los bienes públicos modernos, destinando al efecto 
18 por ciento de su PIB en 1950 y 32 por ciento en el 2000.
Se puede afirmar que Argentina, para financiar su Estado, ha utilizado una porción 
de riqueza similar a la que han destinado al efecto los países desarrollados. 
Ni ha sido exigua ni es exagerada: el 32 por ciento de gasto público 
en el año 2000 no aparece muy alejado del 30 por ciento de EE.UU. en 
1960 y es menor al 37 por ciento de los países europeos en 1970, años 
en los que se observan niveles equiparables de riqueza.
¿Plan sustentable?
Vemos entonces que la vía hacia el desarrollo ha sido construida sobre 
dos rieles infaltables en todos los países llamados exitosos: 
la liberación de las fuerzas del mercado como motor para la innovación, 
la competencia y por ende, la creación de riqueza, complementadas por 
un Estado cada vez más presente que entre otras tareas intenta 
equilibrar los resultados del mercado en aras de moldear una sociedad más 
equitativa.
Este segundo riel (el Estado como garante de la igualdad de oportunidades y 
de mayor equidad) es el que le ha dado la sustentabilidad a los 
planes de los países que hoy ya pueden reconocerse como desarrollados, 
incluido, como hemos visto, el país que suele tomarse como paradigma 
del esfuerzo individual y del mercado. Como no podría habersido de otra 
manera, la sustentabilidad de cualquier plan de desarrollo en una sociedad donde 
los habitantes gozan de igualdad política no pudo evitar cuidar a los 
menos favorecidos intentando nivelar al conjunto generación tras generación.
Obviamente que el tamaño del Estado no garantiza por sí mismo 
la igualdad de oportunidades y la inclusión social. De ahí que 
una vez definido su ámbito, la principal reforma estructural 
en el primer mundo sea cómo mejorar la efectividad del gasto, es decir 
cómo lograr que los fondos destinados se utilicen con la suficiente idoneidad 
y transparencia de manera de conseguir los objetivos prefijados.
Sería saludable que tuviéramos en cuenta estas enseñanzas 
a la hora de pensar un plan sustentable para Argentina.
* Economista.
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