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Domingo, 4 de diciembre de 2005
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Nota de tapa

La segunda Ley del Embudo

El Gobierno afirma que la designación de Felisa Miceli marca el inicio de la etapa de mejorar la distribución del ingreso. El desafío consiste en encontrar los caminos de reducción de la desigualdad sin afectar el crecimiento. Este escenario complejo no es un problema exclusivo de Argentina. Durante los últimos quince años, América latina se consolidó, según datos de la Cepal, como la región más desigual del planeta

Por Fernando Krakowiak
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En el Gobierno afirman que la designación de Felisa Miceli al frente del Ministerio de Economía marca el inicio de una nueva etapa que estará signada por una mejor distribución del ingreso. En los últimos tres años el Producto Bruto creció un 9 por ciento en promedio, superando las previsiones más optimistas. Sin embargo, los indicadores de pobreza y equidad permanecen en niveles similares o peores a los de 2001, sin haber modificado la tendencia regresiva que se consolidó a lo largo de las últimas tres décadas. El principal desafío consistirá en reducir la desigualdad sin afectar el crecimiento en un escenario donde se plantean varios dilemas. Si el Gobierno opta por incentivar aumentos salariales en el sector privado, corre el riesgo de que la inflación se dispare impulsada por empresas oligopólicas que no están dispuestas a resignar su ganancia. Si impulsa una reforma impositiva progresiva, la respuesta puede ser una caída en el ritmo de inversión privada. La expansión del gasto social a través del otorgamiento de beneficios universales podría ser otra opción, pero los recursos que se necesitan para pagar la deuda renegociada y los vencimientos con el Fondo operan como una fuerte limitación. Una baja generalizada del IVA serviría para mejorar el salario real de los que menos tienen aunque afectaría la recaudación. Otra posibilidad es dejar caer el tipo de cambio, pero se pondría en riesgo la reconstitución del entramado productivo y el superávit comercial. Esta situación plantea un escenario de desigualdad muy complejo, que tiene como agravante no ser un problema exclusivo de Argentina. Durante los últimos quince años, América latina se consolidó, según datos de la Cepal, como la región más desigual del planeta, incluso en comparación con zonas de mayor pobreza absoluta y menos desarrollo social como el sur de Africa.

En el país, el porcentaje de hogares pobres cayó del 42 al 28 por ciento en los últimos dos años, pero aún permanece por encima del 25 por ciento de octubre de 2001 y muy lejos del 4 por ciento existente en 1974. La masa salarial en relación con el Producto subió del 22,9 al 23,8 el último año, pero continúa 8 puntos por debajo de 2001 y 25 puntos detrás del máximo alcanzado a mediados de los ’70. A su vez, el índice Gini –que mide los niveles de desigualdad considerando el valor 0 como igualdad perfecta y el 1 como su opuesto– cayó de 0,54 a 0,50 en los últimos tres años incluyendo los planes de empleo, pero permanece en niveles similares a los de fines de los ’90 y muy lejos del 0,36 de 1974. Los datos muestran que más allá de la recuperación reciente, aún se mantiene la tendencia de largo plazo que convirtió a Argentina en uno de los países más inequitativos de la región.

La desigualdad vino empeorando desde la crisis de 1975 y se profundizó en los ’90, paradójicamente en la primera mitad de la década, cuando la expansión de la economía fue más acelerada. Un factor que influyó de manera decisiva fue el aumento del desempleo y la precariedad laboral generados por la apertura y la apreciación cambiaria, tal como ocurrió en México y Brasil. El crecimiento con desigualdad también es una característica del “exitoso” modelo chileno. Entre 1990 y 2004 la economía trasandina creció a un promedio de 5,5 por ciento anual, siguiendo las recetas neoliberales. Sin embargo, mantuvo la distribución desigual que se generó con la crisis de comienzos de los ’80. En la actualidad, el 10 por ciento más pobre de la población recibe sólo el 1,2 por ciento del ingreso nacional, mientras que el 10 por ciento de más altos ingresos concentra el 41,2 por ciento de los recursos, igual que hace 15 años, lo que posicionó al país trasandino en el ranking de las diez naciones más desiguales del planeta.

En el caso argentino, una vez fuera de la convertibilidad y luego del shock que generó la crisis, el cambio de los precios relativos permitió la recomposición de ciertos entramados productivos, un aumento del empleo y, consecuentemente, una leve caída de la desigualdad. El economista Roberto Frenkel defendió la velocidad de la recuperación y aseguró a Cash que “la manera más efectiva para ayudar a revertir la desigualdad es seguir generando empleo”. Sin embargo, según datos de la consultora Ecolatina, la elasticidad Empleo/Producto que llegó a 1,0 en 2003, se redujo a 0,7 en 2004 y a 0,2 en la actualidad. Eso se debe a que en muchos sectores la capacidad instalada se fue colmando, condicionando la incorporación de mano de obra a las futuras inversiones que se realicen. Además, algunos analistas sostienen que la especialización externa de la economía podría acentuar la desigualdad salarial limitando la demanda doméstica.

Frente a ese escenario también están quienes proponen intervenir con políticas activas en el mercado laboral. Javier Lindemboin señala que “es necesario que el Estado intervenga más activamente en la distribución primaria entre capital y trabajo”. El Gobierno lo hizo otorgando aumentos salariales por decreto hasta que la inflación comenzó a crecer a fines del año pasado. Luego se limitó a incentivar las negociaciones colectivas que, durante el primer semestre, comprendieron a casi el 27 por ciento de los trabajadores registrados y que tuvieron como resultado aumentos salariales en ocho de cada diez convenios renegociados. Valeria Esquivel, economista de la UNGS y autora de un informe reciente donde analiza la desigualdad en la posconvertibiidad junto a Roxana Maurizio, sostiene que “el aumento de salarios puede generar inflación en algunos casos, pero es una falacia decir que automáticamente genera un impacto de precios que imposibilita una suba del salario real, porque si no nunca se podría alterar la distribución del ingreso”.

Otras herramientas comúnmente mencionadas para mejorar la distribución de los ingresos son las políticas educativas, los impuestos y el gasto social. La inversión en educación puede ayudar, pues generalmente los ingresos de una persona crecen cuando aumenta sus años de escolaridad, pero los efectos se notan a largo plazo. También la mayor polémica se centra en torno de los impuestos y el gasto social. El Banco Mundial, por ejemplo, suele destacar la necesidad de eficientizar el gasto, pero desestima la efectividad de impulsar una reforma impositiva progresiva para mejorar la distribución. Alberto Barbeito, economista de Ciepp, destaca en cambio que “tomar por separado el gasto social y la política tributaria es una falacia de origen que busca sacar esta última cuestión de la agenda de reformas”. Hasta el momento el Gobierno ha concentrado sus esfuerzos en política social, sin llegar a ofrecer beneficios universales, pero no ha puesto en la agenda la reforma tributaria, pese a que en el país la renta financiera, las ganancias de capital por valorización de patrimonios y el impuesto a la herencia, por citar sólo tres ejemplos, están desgravadas.

En la actualidad, la distribución regresiva del ingreso ha vuelto a poner en la agenda pública la disyuntiva entre crecimiento y búsqueda de equidad. El conformismo respecto de lo logrado en los últimos tres años y el fantasma de la inflación amenazan con naturalizar una situación de pobreza y desigualdad que, si bien ha venido mejorando, continúa siendo muy grave. De la audacia del Gobierno dependerá la posibilidad de ir más allá de los logros actuales para comenzar a revertir la catástrofe distributiva que se consolidó en las últimas tres décadas.

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