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Domingo, 30 de marzo de 2008
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Intenciones

Por Marcelo Zlotogwiazda
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El esquema de retenciones móviles para los próximos cuatro años que se anunció el martes 11 pretendía capturar parte de la mayor renta extraordinaria que recibía el agro por el reciente aumento en los precios internacionales, satisfacer la previsibilidad que le reclamaba el sector en relación a ese impuesto y desincentivar un poco el vertiginoso proceso de sojización para que recuperen terreno los productos que forman parte de la dieta alimentaria básica (trigo, maíz, carne, leche) y para que esa mayor oferta descomprima la presión inflacionaria.

Objetivos todos muy loables. Mucho más si se supone que la recaudación adicional será eficaz y equitativamente aplicada. Pero como dice el refrán, de buenas intenciones también está empedrado el camino del infierno. Y si en los días pasados el país estuvo teñido de imágenes acordes a la Argentina infernal de 2001 y 2002 pero insólitas para un país que exhibe record de crecimiento histórico, disminución a la mitad de la pobreza, a un tercio del desempleo, reservas por más de 50.000 millones de dólares, solvencia fiscal y superávit comercial, etc. etc., es porque hubo una reacción desmesurada por parte del campo, pero también porque las buenas intenciones quedaron sepultadas por los errores técnicos y políticos de la iniciativa oficial.

Ejemplo del primer tipo de error fue haber fijado precios para el productor (casi) máximos por los próximos cuatro años independientemente de lo que suceda con los costos. El nuevo esquema establece que, a partir de determinada cotización internacional (600 dólares la tonelada para soja, trigo y girasol, y 300 para el maíz), el 95 por ciento es retenido por el Estado. Al no contemplar los costos, queda incluso abierta la posibilidad de que éstos perforen el techo. La objeción fue respondida desde el Ministerio de Economía diciendo que, llegado el caso, lógicamente se revisaría el esquema, pero la palabra no escrita no fue suficiente para los desconfiados ruralistas.

También se argumentó que en el petróleo rige un esquema de retenciones parecido que funciona. La diferencia está en que el margen en el negocio petrolero es muchísimo mayor que el agrícola, y que sus costos no están subiendo al ritmo del de algunos insumos clave del campo: desde agosto del año pasado el glifosato aumentó un 60 por ciento y la urea y el fosfato diamónico, más del 50 por ciento.

El error político más grosero fue haber anunciado una medida que por su naturaleza afecta a todos los productores por igual, sin mecanismos compensatorios para productores pequeños o de zonas de menor rendimiento. La insólita alianza de la Federación Agraria con la Sociedad Rural y con CRA sólo puede ser consecuencia de suma torpeza.

Hasta este episodio, el manejo de las retenciones había sido el gran acierto tanto del kirchnerismo como antes del gobierno de Eduardo Duhalde, que sirvió para desacoplar los precios internos de los internacionales y como fuente de recursos fiscales. Pero más allá del uso de esa valiosísima herramienta, la política agropecuaria de los últimos años ha sido muy defectuosa. Por empezar, la sojización que ahora se quiere limitar es un proceso que cinco años atrás ya estaba en impetuoso desarrollo. A lo que se suman sucesivos fracasos para articular una política ganadera que permita abastecer de carne y lácteos a precios accesibles para los sectores populares pero también aprovechar la extraordinaria oportunidad que brinda la creciente demanda mundial de esos productos. Por supuesto que en esto también hay responsabilidad del sector privado.

Dado el carácter no coparticipable de las retenciones, su creciente importancia como fuente de recaudación hizo que se multipliquen los cuestionamientos a una excesiva centralización fiscal. La objeción es atendible en tanto distorsiona los históricos criterios de reparto entre la Nación y las provincias, y habilita el uso arbitrario y clientelar de los fondos. Pero la protesta por una supuesta apropiación de recursos por parte del poder central no es válida desde el momento en que los recursos son gastados en todo el país.

A propósito de los tributos al campo y el federalismo, es hora de que los gobernadores dejen de hacerse los distraídos con el cobro del impuesto inmobiliario rural, actualizando catastros y valores. Lo que de paso le facilitaría a la AFIP llevarse una mejor parte vía Bienes Personales.

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