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Domingo, 30 de marzo de 2008
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El baul de Manuel

Por Manuel Fernández López

Guerras

El conflicto de intereses es tan antiguo como la humanidad. Desde Caín y Abel, alguien quiere lo que el otro posee, y para obtenerlo recurre a cualquier medio, incluso asesinar al otro. Y entre la condición de adversario y la de enemigo hay una línea divisoria muy difícil de trazar y de mantener fija. Dos adversarios compiten entre sí, hasta que uno obtiene el premio; dos enemigos guerrean entre sí, hasta que uno cae abatido. En el conflicto en su grado mayor, la guerra, todo medio sirve, aun el más execrado en la vida social normal, como mentir y matar, y desde luego los medios económicos. En este contexto, la guerra económica es la continuación de la política económica por otros medios, parafraseando a un famoso estratega. Cuando Napoleón, desde una de sus grandes ciudades conquistadas, decreta la prohibición –a todo europeo continental– de comerciar con Inglaterra, ¿hace guerra o hace política económica? Hace ambas cosas a la vez. O dicho mejor: continúa por un camino nuevo, el de la política económica, la guerra que ya venía haciendo. O si se prefiere: es la complementación –o sustitución– de la guerra por alguna forma de guerra económica. Las formas históricas de guerra económica han sido, según P.J.D. Wiles, el embargo, el bloqueo, el boicot, el contrabando, las sanciones, el monopolio del transporte, las listas negras, la planificación exterior hostil, los cuellos de botella ad hoc, el control de productos estratégicos y el embargo de bienes de uso dual (militar y civil). Cuando nuestra ciencia se sistematizó, supo definirse como una secuencia de momentos fundamentales: “economía política, o de cómo se producen, circulan y se consumen las riquezas”. De ahí que cortar la circulación, que vincula al productor o abastecedor con el consumidor, ipso facto priva al productor de recuperar el capital invertido, y al consumidor de acceder aun a los bienes más indispensables. El embargo comercial, usado en los siglos 19 y 20, tiene por fin derrotar al enemigo o hacerle aceptar las condiciones del que impone el bloqueo, impidiendo todo intercambio comercial por mar (caso Cuba). La única diferencia con la guerra del campo versus Gobierno nacional o el Ministerio de Economía (identificados como el enemigo) es el medio utilizado: el bloqueo de rutas, en lugar de las costas marítimas; rutas privadas de la alternativa del ferrocarril, gracias al Sr. Menem.

Ciclones

El 1º de abril evoca dos historias hasta cierto punto análogas y comparables: una, la marcha hacia la soberanía de las Malvinas; otra, la marcha hacia la gloria deportiva. Ambas concluidas en derrota: en la una, la bandera argentina atada al carro triunfal de un vencedor de la Tierra; en la otra, el descenso de categoría. La segunda comenzó hace un siglo, cuando los Forzosos de Almagro decidieron llamarse San Lorenzo de Almagro, lo de “Lorenzo” por el padre Lorenzo Massa. Mi afición por los azulgranas no data de aquel 1908, sino de cuatro décadas después, cuando mi padre, vuelto a la Argentina en 1946, me llevaba de la mano al estadio de Avenida La Plata (que para mí no era “gasómetro”, sino la cancha de San Lorenzo). Su afición al club, del que era socio, se debía a que al llegar al país vio en él a dos ex jugadores del seleccionado español, disuelto al estallar la Guerra Civil Española, en la que debió participar; ellos eran Isidro Lángara y Angel Zubieta. El cuadro campeón de 1946 lo formaban Blazina; Vanzini y Basso; Zubieta, Grecco y Colombo; Imbelloni, Farro, Pontoni, Martino y Silva. Aquél fue el punto más alto del equipo. Entonces sus jugadores eran “el ciclón”, además de “santos” y “gauchos de Boedo”. Luego serían llamados con un término de doble significado, y en todo caso despectivo: los “cuervos”. En 1981, anticipando la derrota en Malvinas, el ciclón se hace brisa y desciende a la B. Luego, ir a la cancha casi fue un ejercicio de masoquismo. El caso permite aplicar la teoría económica desde varios ángulos: uno sería la teoría del ciclo económico, o bien la teoría del ciclo vital, o también las ideas de Marshall sobre la evolución de las empresas. Sin duda la globalización hizo lo suyo: el jugador es exportable como una mercancía, y cuanto mejor es su calidad más alto es su precio, el cual pasa a ser el precio para el país y para el propio club, que no suele estar en condiciones económicas de pagarlo, y debe exportarlo, empobreciendo su plantel, como hoy ocurre. La corrupción tampoco es ajena: está todavía fresco el caso de aquel directivo que viajó a Europa para vender un jugador y con el dinero comprar otro y, al cabo de cierto tiempo, regresó... sin el dinero ni el jugador. Parece claro que un buen equipo se alcanza merced a una inteligente y honesta administración de los recursos. El club que lleva los colores de San Lorenzo, el Barcelona, es el mejor ejemplo de lo dicho.

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