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Domingo, 6 de octubre de 2013
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El pillaje...

Por Federico Delgado *
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El objetivo del presente texto es modesto, y su naturaleza, exploratoria. Apunta a narrar las articulaciones y patrones de conducta que surgen de varios procesos judiciales fenecidos sobre el uso particularista del Estado durante la dictadura militar. Lo hemos denominado la “mercantilización del terror”, para describir cómo se utilizó el poder político para hacer negocios al amparo del plan general de reformar a sangre y fuego la sociedad. O, dicho más sencillamente, el pillaje organizado.

En la causa 12.071/07 se investigó la complicidad civil con el golpe. La pesquisa fracasó, pero allí existe evidencia sobre el denominado Grupo Perriaux, un conjunto heterogéneo que se las arregló para transformar –en términos simbólicos– sus intereses particulares en generales, y para situarlos en las instituciones a través de las que se exterioriza el Estado. Básicamente, atribuían los problemas del país a las políticas de sustitución de importaciones en materia económica y redistributivas en el área social. El proceso judicial, entonces, brinda información útil acerca de la naturaleza de los personajes que funcionaron como una especie de think tank de la época y que ocuparon importantes roles de gobierno luego de marzo de 1976. Hablamos de Guillermo Walter Klein, Adolfo Diz, Alejandro Estrada, Manuel Solanet, Roberto Durrieu, Alberto Rodríguez Varela, Jaime Smart, Raúl Salaberry, entre otros.

Quizá la estatización de la compañía Italo-Argentina de Electricidad sea donde mejor se cristalizó el trabajo del grupo, puesto que el Ministerio de Economía aparece subordinado a los intereses privados de los funcionarios a cargo del área.

La Ley 21.670 reglamentó la aplicación de esa medida que, a grandes trazos, exigía a las personas sospechosas acreditar la legitimidad de sus patrimonios. Si no lo hacían, el procedimiento preveía la transferencia sin cargo al Estado de esos bienes.

El Decreto 3245/77 creó la Comisión Nacional de Responsabilidad Patrimonial (Conarepa) como órgano de aplicación. Con grandes poderes, podía investigar la composición del patrimonio de las personas físicas o jurídicas sospechadas. La Conarepa fue una suerte de máscara para individuar a las personas que sufrirían la faceta particularista del régimen, que se tradujo en la explotación económica del terror. Su rasgo distintivo fue la arbitrariedad. Se convirtió en una jaula de hierro en la que de manera impersonal los funcionarios, protegidos por la opacidad derivada del culto al expediente, decretaban la muerte civil de quienes caían bajo esas redes para permanecer en un eterno “durante”, ya que rara vez hubo pronunciamientos sobre la inocencia o la culpabilidad del sospechoso. Por ello, a la Conarepa hay que abordarla como un concepto. Fue algo más que una comisión: fue un elemento decisivo a través del cual el Estado expresó su voluntad. Allí se alojan las premisas que identificó Eduardo Basualdo cuando rastreó el diseño y la implementación del modelo de valorización financiera del capital resultante del Proceso de Reorganización Nacional.

Es que nos hemos acostumbrado a reconstruir la última dictadura militar en forma de pirámide, con un vértice visible y un aparato estatal monolítico al servicio de una voluntad cegada para aplicar el terror. Sin embargo, el terror tuvo una finalidad, un norte específico, cuyas motivaciones constan en algunos expedientes judiciales. La peor de ellas se vincula con algunas prácticas culturales que permanecen intactas, y sobre las que volveremos.

Veamos algunos ejemplos.

En cierta ocasión, un funcionario pidió a sus superiores una opinión respecto de la continuidad de Metropol Compañía Argentina de Seguros SA, intervenida por la Conarepa. La duda se vinculaba con la contradicción entre la solvencia de la empresa y la intervención. El funcionario no sabía qué hacer. Rápidamente respondió el secretario de Hacienda, Juan Alemann, quien dijo que la medida adoptada por el Poder Ejecutivo significaba “muy probablemente la liquidación de la compañía”. En realidad, “la sola mención como empresa del grupo Graiver le hará casi imposible seguir operando”.

En otros casos, y cimentada en las bases legales que la fundaban, la Conarepa intervino empresas o declaró la pérdida de valor de acciones mediante un acto administrativo para enseguida emitir otras a nombre del Estado. ¿La razón? Combatir la “subversión”... en su faz económica. Este latiguillo atraviesa una gran cantidad de actos administrativos emitidos por la institución.

Ahí residen las singularidades de la Conarepa como concepto. Pero hubo casos que revelan una mercantilización de la represión ilegal un tanto más literal, es decir, en los que la mediación institucional fue menor y la motivación particular más clara. Nuevamente recurrimos a ejemplos extraídos de causas judiciales. En este caso se trata de los puntos en común de expedientes que demuestran la disolución ilegal de grupos económicos, con efectos remunerativos para personas de algún modo relacionadas con la coalición de gobierno. Específicamente, las causas 8405/10 sobre el grupo Chavanne, 6073/03 sobre el grupo Oddone, 3260 sobre el grupo Defranco Fantín, 2.649/2006/3 sobre el grupo Gutheim, y 6279/97/11 sobre el grupo Saiegh.

Todas giraron en torno de un conglomerado de firmas ramificadas entre la actividad industrial y la financiera. Sus responsables fueron privados ilegalmente de la libertad, varias de sus empresas fueron intervenidas por un juez con competencia criminal de primera instancia del fuero federal de la Capital Federal y su giro comercial fue interrumpido de manera abrupta. Además, en todos estos casos el Estado intervino de manera alternativa o conjunta, a través de la Policía Federal Argentina (PFA), el Banco Central de la República Argentina (BCRA) y la Comisión Nacional de Valores (CNV). El recorrido fue siempre similar: algunas reuniones en las que se presionaba a la víctima por cuestiones privadas, pero invocando la autoridad del Estado. Luego, una tormentosa privación ilegal de la libertad. Más tarde, la judicialización del caso, que facilitaba la intervención de las empresas para conducir los negocios bajo un cierto paraguas legal, siempre contando con el amparo de los amplios tipos penales de la Ley 20.840, de subversión económica.

En otras palabras, se invocaba una política pública –combatir la subversión– para hacer negocios privados. Si la Conarepa aplicó una feroz intervención revestida de la impersonalidad de la esfera administrativa, desde una perspectiva paralela pero complementaria la Ley de Subversión Económica justificó una invasión aún más fuerte. Recordemos que ese texto se promulgó en septiembre de 1974 y fue modificado durante la dictadura. Era una ley de seguridad nacional para sancionar hechos que atentasen contra el programa constitucional. Contenía tipos penales de naturaleza política y económica. Durante la dictadura, se otorgó competencia a los tribunales militares para juzgar estos hechos. El caso Graiver fue uno de los más paradigmáticos. Si la Conarepa se constituyó en brazo administrativo del pillaje, la Ley 20.840 fue el elemento que viabilizó la intervención de los jueces.

Volviendo al recorrido que muestran los expedientes examinados, el círculo se cerraba con el aura de legalidad que proporcionaba el sistema judicial.

- Reinaldo Defranco Fantín era un empresario de medios. Editaba las revistas Tía Vicenta y El Libro Gordo de Petete. También estaba en el ramo financiero, a través de Casa Murillo y Boulogne SA. Había adquirido 360.000 segundos de espacios publicitarios por la suma de 3.400.000 dólares en Canal 13. Los compró a precio de televisión blanco y negro con el proyecto de venderlos a precio de color. El canal fue intervenido por la Armada y Defranco Fantín pretendió que se cumpliera el convenio. Mientras estaba reunido con el interventor, fueron allanadas sus empresas. Al día siguiente fue citado a una enigmática oficina para retirar la documentación secuestrada, pero era una trampa, porque fue privado de la libertad en julio de 1980 por la división Bancos de la Policía Federal. El disparador fue una denuncia anónima que alertó sobre la existencia de autopréstamos dentro del grupo. Luego, nació la causa B 31.370 del Juzgado Federal Nº 1, Secretaría Nº 2, por el delito de subversión económica. Defranco Fantín estuvo preso durante más de tres años. El BCRA nombró interventores en las empresas y participó activamente en los posteriores procesos judiciales de quiebra del holding. El juez colocó un interventor judicial, que actuó desde mediados de 1980 hasta mayo de 1988. Tras ello, el expediente naufragó por las densas aguas judiciales.

- Eduardo Saiegh era vicepresidente y director delegado del Banco Latinoamericano SA y presidente de Inversai SA. Estaba a punto de cerrar una importante operación con el banco Crédit Lyonnais, y tenía una significativa participación en la línea aérea Austral así como fuertes vínculos comerciales con Defranco Fantín. El 25 de octubre de 1980, el presidente del BCRA ordenó una inspección en el Banco Latinoamericano que culminó el 16 de enero de 1981, cuando los directivos del grupo reclamaron a la autoridad monetaria la autoliquidación de la entidad con la inclusión de Inversai. Dicha autoliquidación benefició a empresarios vinculados con el BCRA. A la par, y sobre la base de una denuncia anónima del 27 de septiembre de 1980, nació la causa judicial que culminaría el 31 de octubre de ese año con la detención de Saiegh, quien perdió el control sobre el grupo. El expediente también quedó a la deriva.

- Federico y Miguel Gutheim comandaban el grupo textil Sadeco. Sufrieron de manera singular lo que hemos llamado “faceta particularista de la dictadura”. En octubre de 1976 recibieron una queja telefónica de la Secretaría de Comercio Exterior debido a un conflicto contractual con firmas de Hong Kong, que habría frustrado un crédito para el país. El propio titular de la cartera económica, José Alfredo Martínez de Hoz, recibió la mala noticia en una misión oficial. El 5 de noviembre de 1976, el presidente Jorge Rafael Videla y el ministro del Interior, Albano Harguindeguy, ordenaron la detención de los empresarios, alegando que su comportamiento comercial estaba ligado a las causas que motivaron el dictado del estado de sitio. Quedaron a disposición del Poder Ejecutivo nacional sin intervención de un juez. Desde la cárcel, los Gutheim debieron renegociar el contrato bajo la vigilancia de la Policía Federal y con la intervención de funcionarios públicos y empresarios de las firmas de Hong Kong. Cuando hubo acuerdo, fueron liberados, el 6 de abril de 1977.

- Luis Alberto Oddone controlaba el Banco Oddone SA y un grupo de firmas vinculadas. En febrero de 1980 fue citado por autoridades del BCRA. Recibió presiones relacionadas con el incipiente negocio de las tarjetas de crédito y varios reproches que se tradujeron en una suerte de persecución administrativa, hasta que el 23 de abril de 1980 fue obligado a solicitar la intervención de su banco. La continuidad del negocio de las tarjetas quedó en manos de una persona vinculada con el sector económico del gobierno. Una causa judicial paralela se inició el 28 de abril de 1980, por una denuncia anónima recibida en la división Bancos de la Policía Federal, que aludía a autopréstamos y derivó en un proceso por subversión económica. Oddone fue detenido y recuperó la libertad en 1982.

- El grupo Chavanne era un vector que conducía a un botín preciado: el patrimonio de la familia Graiver, dueña del Banco de Hurlingham y a la que se vinculaba con Montoneros. Los Chavanne compraron ese banco el 17 de diciembre de 1976. En septiembre de 1977, el BCRA no aceptó la transferencia, y en junio de 1978 vendieron sus acciones a la empresa Industrias Siderúrgicas Grassi, pero llegó la intervención estatal y los integrantes de los conglomerados fueron detenidos ilegalmente y desapoderados. Luego, el 13 de septiembre de 1978, se inició una prevención militar por orden del Primer Cuerpo del Ejército por infracción a la Ley de Subversión Económica basada en informes del BCRA y de la CNV. Tras la intervención judicial del Juzgado Federal Nº 3, se blanquearon detenciones y se sumaron otras. Todo terminó el 11 de febrero de 1986, cuando la Cámara Federal confirmó la nulidad del proceso.

La evidencia que suministran los expedientes judiciales permite construir –claro que con una licencia metodológica casi herética– una suerte de tipo ideal al estilo weberiano para definir el pillaje organizado como parte del plan criminal probado en la causa 13/84 de la Cámara Federal de la Capital.

Repasemos: empresas nacionales vinculadas con la actividad financiera, reuniones con funcionarios para presionar invocando la autoridad del Estado, requerimientos del BCRA o la CNV formalmente válidos pero anclados en motivos particulares, denuncias anónimas, posterior privación ilegal de la libertad, intervención en los patrimonios, más la envoltura judicial cimentada en la Ley de Subversión Económica. Tales los patrones y tal la dinámica.

En definitiva, con ciertas licencias metodológicas y una mirada crítica de los viejos expedientes judiciales, es posible presentar una dinámica singular dentro del plan criminal, que podría denominarse la “mercantilización del terror”. Se exteriorizó en la arbitraria clasificación de “subversivo económico” para hacer negocios privados invocando la reforma general que declamó la dictadura. Esa dinámica criminal se arropó bajo la universalidad de la ley, entendida como el lazo que une la voluntad general que encarna en el Estado con los ciudadanos; se cristalizó en el secreto de los expedientes y se movió en la esfera administrativa mediante la Conarepa y en la judicial con la Ley 20.840. Esos instrumentos permitieron despersonalizar el pillaje, porque desplazaron el proceso de colonización de la subjetividad desde el sujeto que torturaba en un centro clandestino de detención y la retórica moral del régimen hacia la ley desviada a fines privados.

Finalmente, todo ese entramado de mediaciones que velaba el terror confluía en el expediente. Allí se condensaban los horizontes normativos de perseguir a la subversión económica con los intereses materiales de los protagonistas cívico-militares, ávidos de obtener resultados remunerativos para su propio patrimonio. Los expedientes y la universalidad de la ley tienen una rara capacidad de permitir, en su nombre, la convivencia de los planos legal e ilegal. Todo ingresa allí y tras un trabajoso proceso se va depurando. Ahí yace la cuestión nodal, en ese “durante” en el que se realiza esa depuración de elementos, porque en ese lapso ocurrió el pillaje y ocurrió en nombre de la Ley de Subversión Económica o de las premisas morales que inspiraron la Conarepa. Mientras se amoldaban las relaciones económicas de acuerdo con el nuevo patrón de acumulación, también se hacían negocios turbios.

Por las propias características del trabajo, no podemos elaborar una hipótesis sobre la relación específica entre el pillaje empresarial y la política económica de la dictadura en términos de costos y beneficios. Aun con esas limitaciones, sí podemos afirmar que la revolución copernicana que se implementó en la economía del país a partir de marzo de 1976 permitió, a quienes elaboraron parte de dicho programa y ocuparon roles de gobierno para implementarlo, el saqueo de patrimonios ajenos, ya sea para destruirlos o para apropiárselos. Algunos latiguillos de los documentos analizados, como los “intereses superiores de la Nación”, la “amenaza al modo de vida occidental y cristiano”, junto a mecanismos penales como la Ley 20.840, de restauración moral como la Conarepa, cobijados por un culto a la formalidad típica de los expedientes, constituyen el fiel registro de una forma de ser estatal que amalgamó una fase legal con otra ilegal y viabilizó la confusión entre los intereses públicos y los privados.

La temporalidad hizo su trabajo y el Estado desplazó la opacidad del terrorismo de Estado hacia políticas públicas de reconocimiento y transformación de cuanto ocurrió en esos períodos. Sin embargo, algunos resabios calaron en las lógicas de la acción social. Hablamos de esa inercia que exhala arbitrariedad y se palpa en los juicios que las víctimas iniciaron tras sufrir el terror. Esa forma de ser estatal es fuente de culpabilidad gruesa por oposición a la fina, que recae sobre sujetos individuales.

Esta distinción es una herramienta analítica útil, ya que la gruesa señala la responsabilidad institucional que amparó esa convivencia entre una fachada legal y la ilegalidad real. Y es allí, en el funcionariado, donde se alojan las resistencias para implementar el reconocimiento estatal de responsabilidad. Es, en consecuencia, un campo por labrar

* Abogado y licenciado en Ciencia Política (UBA). Fiscal de primera instancia ante los juzgados en lo Criminal y Correccional Federal de la Ciudad de Buenos Aires.

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