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Domingo, 29 de junio de 2003
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¿Ortodoxo, yo?

Por Alfredo Zaiat
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No le habrá agradado mucho a Roberto Lavagna, como tantas otras cosas que se publican en los diarios, el interesante, por lo provocativo, artículo del economista Lucas Llach, en La Nación del domingo pasado. Se supone ese rechazo ante la incomodidad que expresa habitualmente por lo que él considera interpretaciones erróneas de la prensa. El último episodio de esa saga se desarrolló con el proyecto de Monotributo que contenía un aumento de las cuotas. En lugar de resolver puertas adentro sus diferencias con Alberto Abad, titular de la AFIP, buscó despegarse de ese ajuste culpando a los periodistas que difundieron la noticia de esos cambios. Y no lo hizo con un vulgar comunicado de prensa sino que utilizó la vía institucional mediante una carta enviada al Congreso de la Nación. Con referencia al Monotributo, Lavagna escribió: “creo necesario rectificar ciertas impresiones creadas por informaciones de prensa, que en algunos medios, demuestran apresuramiento y falta de consulta directa con las fuentes de preparación de esta reforma”. Con el mínimo conocimiento de cómo funciona el trabajo de la prensa sería innecesario aclarar que el cuadro de los nuevos valores no fue elaborado por los propios periodistas, sino que le fue entregado a ellos. La difusión de esos aumentos sirvió, en definitiva, para que el Gobierno corrija el apresuramiento de dar a conocer una reforma con defectos.
Esta prolongada introducción, imprescindible para evitar confusiones, sirve para no caer en falsos prejuicios. Y el artículo de Llach colabora para bucear en los hechos más que en los discursos. El hijo de Juan José señala en el artículo de referencia, ya en las primeras líneas, que “ningún habitante del país menor de cien años ha sido testigo de una política económica tan cerradamente ortodoxa como la actual”. Y pese a ello, se sorprende que Lavagna y sus opositores hablen de heterodoxia. Para sostener tal definición, Llach enumera principios de toda política ortodoxa, que la actual estrategia económica cumple con rigurosidad, como ser la apertura económica, el reducido gasto público en relación al Producto, la estrategia de tipo de cambio libre y flexible, una inflación baja sin intervención estatal con un nivel salarial que no afecta la rentabilidad empresaria, y superávit de las cuentas públicas.
En esa última materia se revela la ortodoxia en su máxima expresión, lo que debería provocar un profundo debate sobre cuál tendría que ser el destino de ese excedente fiscal. En una sociedad golpeada, cruzada por la pobreza extendida, la marginación, la falta de empleo e ingresos deprimidos, obtener y festejar el superávit fiscal primario –antes del pago de la deuda– es comer en una mesa donde los hambrientos miran el banquete. Llach precisa que “el Estado nacional pretende un superávit primario de por lo menos 2,5 por ciento, inédito en la historia argentina”.
La discusión con el FMI, entonces, se vuelve hueca, puesto que en la mesa de negociación no hay dos partes, sino una en la que se puja por un exagerado ajuste (Lavagna) o por uno salvaje (Fondo Monetario). Llach explica con claridad que “incluso en un país en default, el equilibrio de las cuentas públicas es una decisión deliberada y no una imposición de las circunstancias, ya que siempre puede emitirse dinero para cubrir el exceso de gastos. Pero las actuales autoridades consideran que el único objetivo de la política monetaria debe ser el control de la inflación, y no la financiación del déficit”.
¿Lavagna, entonces, es ortodoxo? ¿Su traje de heterodoxo le permite hacer mejor el “trabajo” en relación a aquellos que con chapa de ortodoxos en los ‘90 no pudieron? Abundar en ese debate servirá para que los periodistas no sean imprecisos en sus definiciones y se eviten apresuramientos por no hacer consultas directas con las fuentes.

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