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Domingo, 27 de noviembre de 2005
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Por Manuel Fernández López

Nosotros cartelizamos

Es evidente que aún estamos bajo el síndrome del 2001. La gran tragedia movió a abroquelarse a distintos grupos sociales en defensa de sus intereses: los indigentes a sus piquetes, los clase media a sus cacerolas, los políticos a sus listas-sábana, y las empresas a sus ganancias. Estas sólo buscan rentabilidad, y si no la obtienen por separado, buscan conseguirla actuando en bloque. La ganancia empresaria fluctúa igual que el poder de compra de los consumidores: en una crisis, el poder de compra de la comunidad se contrae; hay desempleo, todos miden más sus gastos y se suspende el consumo de algunos bienes. El mercado “castiga” a la empresa. Ahí aparece lo de “nos salvamos todos o no se salva nadie”. Es un hecho que las recesiones (1890, 1930, 2001) coincidieron con épocas de gran tendencia a la combinación empresaria. Esa “colaboración” o cártel sólo busca maximizar la ganancia del conjunto de sus miembros. También puede haber cárteles creados desde el Estado, como la asignación de zonas no superpuestas, para proveer de electricidad, gas o comunicación telefónica a mercados ya existentes y cautivos, a dos o tres empresas que no compiten entre sí. Tales organizaciones sólo atienden al mercado interno y en nada ayudan a obtener divisas. El viejo Adam Smith todavía merece leerse: “En todas las ramas del comercio y la fabricación –decía–, el interés de los comerciantes y fabricantes difiere siempre e incluso se contrapone al del interés público. Es preciso escuchar con el mayor recelo cualquier proyecto que proponga esa clase de personas. Proceden esas propuestas de una clase de personas cuyo interés no coincide jamás exactamente con el del público, de una clase de personas que tiene generalmente interés en engañar e incluso en oprimir al público, y que por ello lo han engañado y oprimido, efectivamente, en muchas ocasiones”. El tono de Smith sugiere que no sólo la clase empresaria emplea esos procedimientos sino que también los practican otros grupos sociales toda vez que pueden. No por azar el Diccionario de la Academia cita como cárteles al tráfico de drogas o de armas. El cártel empresario desarma al consumidor, al privarlo de su instrumento principal: la elección; lo educa para no elegir. Los totalitarismos fomentaron los cárteles. De igual modo, el cártel político y sus listas-sábana licuan la posibilidad del ciudadano de elegir a sus representantes.

El usuario gratis

En la ciencia económica se habla del problema del free rider. Nos tienta traducirlo por “polizón”, pero ésta es una palabra muy fuerte: embarcarse clandestinamente supone viajar sin todas las comodidades que disfruta el que paga, y somete al clandestino a la posibilidad de multas y escarnio público. Puede ser mejor usuario gratis: que denota al que se sirve de una oferta sin pagar por su uso, sin sufrir detrimento en su satisfacción ni arriesgar multas o castigos. Lo inquietante, me parece, es que acá no se hable del tema pues, como decía Ortega, de algunas cosas no se habla porque de tan sabidas se callan. Callar sería complicidad por omisión, acerca de una conducta en la que todos, en mayor o menor medida, estaríamos involucrados. El usuario gratis por lo general se asocia al consumo de “bienes públicos”, aquellos bienes y servicios cuya oferta es gratuita para todos: hay una plaza, voy, me siento y disfruto, aunque jamás haya pagado un centavo para la construcción o mantenimiento del lugar. Pero hay otros casos: por el frente de mi casa se pavimenta la calle por cuenta de los vecinos; y yo no colaboro, porque sé que alguien se hará cargo de mi parte. Este país, con un siglo de expansión estatal, de asistencialismo, de todo tipo de excepciones a las normas, ha educado a gran parte de la población a vivir como si todos los bienes fuesen públicos, y para disfrutarlos bastase estirar la mano, como Adán en el Paraíso. El tren circula de todos modos, conmigo o sinmigo: luego, entro a él y viajo. Por mi casa pasa un tendido eléctrico: me “cuelgo” a él y veo televisión sin pagar. Recordemos las protestas –tras privatizarse los servicios públicos– de aquellos a quienes cortaban la luz o el gas por falta de pago. Y la reacción pública: ¿cómo se va a cortar un suministro tan vital a gente carenciada? ¿En qué consiste el problema del bien público? En que, al no querer pagar nadie, se provoca un déficit de oferta del mismo. ¿Quién extiende hoy el agua corriente y las cloacas? A ello se añade hoy el maltrato de los bienes públicos existentes. “¿Necesito comer y no tengo un centavo? Voy a la calle, robo las tapas de bocas de tormenta y las vendo como hierro viejo.” La Argentina es nuestro barco, pero atentos si persistimos en comportarnos como polizones. No sea que la educación pública (en todo nivel), la salud pública, la justicia y la defensa terminen convirtiéndose en bienes privados.

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