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Domingo, 5 de septiembre de 2004
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NACE LA POLITICA COMO UN NUEVO SECTOR ECONOMICO

La hoguera de vanidades

El dinero mueve al mundo, dicen. Y el mundo responde con una nueva rama de la industria del entretenimiento.

Por Claudio Uriarte
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George W. Bush y su esposa Laura saludan en plácida ignorancia del carácter deficitario de las elecciones.
Cuánto cuesta una crisis internacional? Y, ¿cuánto cuesta una campaña electoral estadounidense? Más allá de las consecuencias económicas inmediatas de una crisis –una caída en las acciones o una suba del dólar, por ejemplo– o del costo de una campaña norteamericana –cada vez más desorbitante, teniendo en cuenta los “tesoros de guerra” de más de 200 millones de dólares acumulados por cada uno de los contendientes, a lo que hay que agregar el “dinero blando” proveniente de contribuciones indirectas a cada campaña–, hay una economía de las conmociones políticas para la cual no se han inventado instrumentos de medición fijos, quizá porque a nadie se le haya ocurrido, quizá porque esos instrumentos son demasiado diversos y complejos –costos y beneficios de comunicaciones por TV, radio y prensa gráfica, o incidencia en materia de desplazamientos físicos y ocupación hotelera, por ejemplo– como para que pueda establecerse una especie de patrón, un “índice de índices” –como el índice de los principales indicadores económicos, por caso– para que pueda ser válido en cada circunstancia.
En principio, tanto las crisis internacionales como las campañas electorales estadounidenses parecerían entrar derechamente en la categoría de despilfarro, ya que distraen recursos de los sectores productivos de la economía y los consumen en una hoguera de vanidades destinada a dejar sólo cenizas. ¡Cuántas cosas funcionarían mejor y más eficientemente si se dejara a la economía hacer su trabajo sin interrupciones ni sobresaltos políticos! ¿Acaso no andaría todo como sobre ruedas, en un movimiento continuo, si no intervinieran los constantes ataques de histeria de la política? De acuerdo con esta teoría, una sociedad cerrada, informativamente opaca y represiva como Arabia Saudita sería un modelo más eficiente que la estadounidense. Falso, responderían los que ven el vaso medio lleno: eso respondería a una visión crudamente productivista de la actividad económica, e ignoraría los beneficios colaterales que se obtienen de las crisis y las elecciones, como ingresos para lobbistas, asesores de imagen, publicidad, periodismo, líneas aéreas, hoteles, restaurantes, taxis, etc.; las crisis y elecciones, de este modo, engrosarían los bolsillos del sector de servicios de la economía, sin olvidar el sector financiero: no todos viven de fabricar acero o caramelos. En este sentido, la diversidad política e informativa de Estados Unidos haría juego con la diversidad de sus sectores económicos, que se resume en el viejo lugar común de que los norteamericanos hacen dinero de cualquier cosa. (Lo opuesto, por virtud de las mismas razones, se aplicaría a Arabia Saudita, que lo único que produce es petróleo y terrorismo.)
De todas maneras, e incluso para esta versión más civilizada y sofisticada de las actividades económicas, la campaña electoral norteamericana es un exceso que los neoliberales deberían prohibir por ineficiente y sobreinflado. Toma la mayor parte de un año, empezando en enero por las elecciones primarias en ambos partidos, siguiendo por las convenciones de nominación, con un penúltimo escalón en dos o tres debates televisados entre los candidatos para desembocar recién entonces en las elecciones propiamente dichas, que se realizan el primer martes de noviembre. Y aun así, lo primero que empieza a prepararse después son las elecciones legislativas de mitad de período. Pero quizá las elecciones mismas sean, por todo esto, un sector económico por propio derecho.

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