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Domingo, 26 de marzo de 2006
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De las marchas globalifobicas a la revuelta de paris

Marx contra el progresismo

Las protestas en Francia contra la flexibilización laboral crecieron esta semana en intensidad y violencia. Pero el movimiento antiglobal que las inspira puede estar agonizando.

Por Claudio Uriarte
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Escena de la violencia que envolvió a París el jueves, cuando las patotas de delincuentes entraron en la protesta.

Frustrado por algunos epígonos irresponsables de su teoría, Marx le escribió una vez a Engels: “Si eso es marxismo, yo no soy marxista”. Otra vez, se desesperó: “¡He sembrado dragones y he cosechado pulgas!”. De levantarse ahora de su tumba, el filósofo alemán probablemente quedaría alelado por los nuevos bolsones de barbarie ideológica que han sido reconfigurados bajo la enseña de su nombre y de la izquierda en general. Esto es relevante en momentos en que Francia encabeza lo que posiblemente sea el último grito de los “globalifóbicos”, con la protesta contra el plan del gobierno de facilitar a las empresas pequeñas y medianas la contratación temporaria de jóvenes pobres y marginados.

Desde la caída de la Unión Soviética en 1991, todo lo internacional ha perdido abruptamente el prestigio del que antes gozaba en la izquierda. Desde el simultáneo triunfo del capitalismo neoliberal positivista, también lo científico ha perdido prestigio en esos mismos círculos. La nefasta conjunción astral de ambas constelaciones ideológicas no debería ser difícil de entender: la vieja izquierda, caído el imperio multinacional en que cifraba su existencia –fuera a favor o en contra, no importa–, se replegó a los conflictos nacionales; y también y al mismo tiempo, incapaz o renuente a examinar de modo científico y aséptico las razones de esa caída, proclamó la reivindicación de la “utopía”. Pero ésta es una palabra que debería sonar muy extraña a los oídos marxistas: Marx, después de todo, había sido muy preciso al diferenciar su “socialismo científico” de lo que llamaba despreciativamente “socialismo utópico” y aun “socialismo feudal”, aludiendo a las demagógicas visiones romantizadas del pasado social que elevaban las clases decadentes contra la formidable irrupción de la burguesía moderna.

Por vía del repliegue de la izquierda hacia el nacionalismo y el utopismo, quedó abierto el camino para la entrada a la misma de causas indigenistas y multiculturalistas, reivindicando en efecto el atraso, la miseria y la barbarie como “formas alternativas” a la detestada primacía del capitalismo. Pero Marx había sido el primero en alabar al capitalismo –y a su influencia corrosiva contra la religión y la familia–, y en defender el reemplazo, a menudo doloroso, de los talleres artesanales, por la moderna industria textil. Marx llegó a exaltar a la modesta burguesía de su siglo como una “gran fuerza revolucionaria”, en el sentido de haber revolucionado las relaciones sociales y proyectado el resultado hacia un todo universal, internacional.

Por cierto, las reivindicaciones de los indígenas y otros grupos minoritarios no eran suficientes para la vieja izquierda disfrazada de nueva, y cuyos profesores de Ciencias Sociales buscaban algo más para seguir justificando los generosos salarios y becas que les pagan las universidades del mundo occidental para denostar a Occidente. ¡Necesitaban ampliar su público! Entonces entraron entusiastamente a su bolsa ecologistas, islamistas, feministas, religiones alternativas, delincuentes, ludditas y, en general, cualquier cosa que pudiera ser vista como apartada de la norma. El clímax ideológico de esta operación se dio en el libro Imperio de Toni Negri y Michael Hardt –la “guía de un vago a la revolución”, según la memorable crítica del ensayista norteamericano Alan Wolfe–, donde incluso el piercing llega a considerarse una actividad contestataria.

Pero esos tiempos de marchas globalifóbicas en todo el mundo, que marcaron los ‘90, se encuentran en retroceso, en parte por el 11-S, en parte porque, con una economía mundial menos boyante, los niños ricos que tienen tristeza que las integraban ya no tienen el dinero para pagarse los pasajes de turismo revolucionario de una punta a la otra del planeta. Por eso, la revuelta parisina se parece a su canto del cisne.

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