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Domingo, 8 de marzo de 2015
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Desarrollo y distribución del ingreso

“La teoría del derrame”

Por Andrés Asiain

El neoliberalismo, como toda religión, suele prometer a sus fieles un futuro social promisorio si se aplican sus recomendaciones de liberalización del mercado. Fácil de aceptar por algunos grupos minoritarios que ven incrementar su poder y dinero de la mano de aquellas políticas, la promesa de un paraíso liberal es más difícil de aprobar para las mayorías que sufren el infierno social que provocan. Subsanando esa situación, la “teoría del derrame” pregona entre las mayorías populares que el escandaloso enriquecimiento de una minoría social es la condición necesaria para agrandar y mejorar la torta de la riqueza nacional. Si bien recibirá de ella tan sólo una pequeña tajada, su tamaño absoluto será superior al fifty-fifty de una torta mermada por la aplicación de recetas populistas.

La teoría del derrame presupone una relación positiva entre desigualdad y crecimiento económico, donde la inequitativa distribución de la riqueza provoca su acumulación a una mayor velocidad. Según el pensamiento ortodoxo, para invertir debe existir un ahorro previo, y como los ricos ahorran un porcentaje mayor de su ingreso que los pobres (que lo utilizan en su totalidad para subsistir), una desigual distribución de la renta generará que una mayor porción de la misma sea ahorrada y, por lo tanto, invertida. Como la inversión es la base material necesaria para una futura mayor producción, la desigualdad del hoy derramará en un mañana en el que el incremento de la riqueza terminará beneficiando a todas las clases sociales.

La principal crítica a dicha tesis del pensamiento ortodoxo es la denominada “paradoja de la frugalidad”, inspirada en las teoría de John Maynard Keynes. Desde la visión keynesiana, los empresarios sólo invierten si piensan que van a ver incrementadas sus ventas. De esa manera, como los pobres consumen una porción mayor de sus ingresos, una desigual distribución de la renta deriva en una merma en el nivel general del consumo, que deprime las ventas y la inversión. El resultado final es una economía empujada hacia el abismo de la recesión, con una riqueza disminuida y mal distribuida.

En economías periféricas como la Argentina, el incremento del consumo y la inversión inducido por las mejoras distributivas hace crecer el volumen de importaciones de insumos y maquinarias, los gastos de turismo en el exterior y las compras de dólares para ahorrar o para ser remitidos al exterior por las empresas, tendiendo a tornar negativas las cuentas externas. El consiguiente faltante de dólares suele ser señalado por la ortodoxia como una demostración de la imprudencia populista que, en su afán de ganar elecciones, embarca a la sociedad en un ritmo de consumo y producción imposible de sostener. Una devaluación “correctora” que redirija el ingreso de los bolsillos populares hacia las minorías exportadoras surge como la solución para establecer la estabilidad económica que, alguna vez, derramará en el pobrerío.

Dicha solución a los problemas del desarrollo es, en realidad, la administración del subdesarrollo, donde el consumo popular y la producción nacional se mantienen en los límites que nuestras estructuras económicas y sociales pueden sostener sin generar desequilibrios económicos. En esas condiciones no existen estímulos a transformar dichas estructuras y, por lo tanto, la promesa de un futuro derrame de riquezas es tan sólo una promesa.

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