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Domingo, 22 de marzo de 2009
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El fantasma de la Opera, una puesta monumental

Las cualidades de un clásico

Todas las prevenciones que pueden suponerse con respecto a una obra importada y recreada con precisión de relojería se desvanecen ante la potencia de la puesta local, que brilla en todos los órdenes, incluyendo un elenco impecable.

Por Alina Mazzaferro
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La obra impacta en lo técnico, pero también en lo actoral.

El espectáculo que puede verse en estos días en el Opera es un clásico de los musicales. Cuando Andrew Lloyd Webber y Harold Prince celebraron la opening night de El fantasma de la Opera en el londinense Her Majesty’s Theatre, el 9 de octubre de 1986, con Michel Crawford, Sarah Brightman y Steve Burton a la cabeza del elenco, el resultado de su trabajo parecía más bien todo lo contrario: una obra muy distinta de las que se veían por ese entonces, que venía a refrescar el género, con un formato más parecido a la ópera, un retorno al romanticismo propio de los musicales de la edad de oro de Broadway, pero con una temática mucho más oscura y una megaproducción de un efectismo pocas veces visto hasta entonces. El fantasma... se animó a cambiar varias reglas: si los ’70 habían sido los años de la ópera rock –Hair, Jesus Christ Super Star, The Rocky Horror Show–, la obra de Webber proponía retornar al musical orquestado como en una ópera tradicional, sin batería ni instrumentos eléctricos, y con coreografías de ballet en lugar de jazz dance. Seguía la línea inaugurada por Sweeney Todd de Stephen Sondheim –el musical oscuro de altísimo presupuesto propio de los ’80– pero redoblando la apuesta, como luego lo harían Miss Saigon o Jekyll & Hyde. Y proponía un modelo que luego sería un must para las grandes producciones de Broadway: el formato espectacular, con impresionantes efectos técnicos –una araña gigantesca que cae del techo de la sala hacia el escenario, una góndola deslizándose sobre un lago subterráneo–, que los musicales que le siguieron en los ’90, muchos de ellos producidos por grandes corporaciones, se esforzaron por superar, como en una competencia por ver quién hacía posible lo imposible sobre las tablas (en Miss Saigon un helicóptero desciende sobre el escenario).

La famosísima obra de Webber llegó a Buenos Aires bastante tarde, dos décadas después de aquel gran estreno, luego de que se convirtiera en el espectáculo con mayor permanencia en Broadway, lo vieran 127 ciudades del mundo, fuera llevado a la pantalla grande, sus canciones recorrieran el planeta en discos de Sarah Brightman y los nuevos espectadores llegaran al teatro conociendo de antemano los trucos escénicos. Sin embargo, aunque también en Buenos Aires todos estén a la espera de que caiga esa réplica del candelabro de la Opera Garnier que se eleva sobre el público en la primera escena, esto no le quita efectividad a la obra. Porque el ángel de El fantasma... está en otro lugar. Es producto de la combinación de grandes escenografías que cambian como cuadros cinematográficos, impresionantes vestuarios dignos de los más grandes teatros líricos del mundo, una música ultrarromántica con varios momentos cumbres; una pintura única, perfecta para insertar a los personajes de Gaston Leroux.

Si los propios realizadores confiesan que El fantasma... es el más complejo y difícil de los musicales, no es de extrañar que cualquier espectador más o menos entendido pueda haber tenido sus dudas respecto de si iba a ser factible una producción semejante con un elenco argentino. No porque no sea cierto que aquí podemos hacerlo, como insiste Pepe Cibrián (que intentó sin éxito, una y otra vez, seguir el modelo de “romanticismo entre las tinieblas” de El fantasma...), aunque aquí no exista la tradición de entrenamiento en comedia musical de Nueva York o Londres. Sino porque una buena parte de la gran cantidad de musicales importados que llegaron en los últimos años a la metrópoli porteña optaron por elencos conformados por figuras mediáticas y –si bien en muchos casos la producción salió adelante, por el gran despliegue escenotécnico– varios actores locales hicieron agua a la hora de cantar, bailar o ponerse en la piel de los personajes de Broadway.

Si en otras obras esto podría ser tan sólo un detalle menor, El Fantasma... no podía permitirse fallar en aquello que es lo que la sostiene: el despliegue vocal. Porque es un musical que en su trama tiene una ópera, lo que lo convierte en un híbrido. El equipo enviado por Webber para realizar la producción porteña no sólo tuvo esto bien en claro sino que también se encargó de hacer que esta versión fuera la estricta y fiel reproducción del original: hasta el más mínimo movimiento, una mano del fantasma sobre el rostro de Christine, una caricia, una mirada, está coreografiado. Y los expertos que se encargan de reproducir esta obra en el mundo encontraron al elenco que aquí efectivamente podía hacerlo: el tenor Carlos Vittori demuestra ser un sólido fantasma y, especialmente en el segundo acto, despliega su voz matizando la potencia con momentos de mayor intimidad, lo que le permite construir un personaje creíble, humano, complejo. La soprano Mirta Arrúa Lichi, perfecta para el papel de Carlotta, la Prima Donna, se luce, mientras que el resto del elenco tiene un preciso desempeño actoral y vocal. Pero es la mexicana Claudia Cota –que ya interpretó a Christine en su país– quien hace posible que los pasajes supremos de la obra cobren vida en toda su magnificencia. Christine es tal vez el personaje más complejo, pues debe poseer la capacidad vocal de una cantante lírica al tiempo que una voz cálida y suave propia de una protagonista ingenua de musical: Cota no sólo tiene ambos dones sino que, en canciones como “Cuánto quiero yo volverte a ver” y “Niña perdida”, comprueba que el ángel de la música existe y, cuando aparece –y lo hace especialmente de la mano de la orquesta dirigida por Gerardo Gardelín–, el teatro puede convertirse en un momento sacro.

Poner en escena esta obra significa una gran responsabilidad curatorial: hacer que permanezca con vida una pieza que nadie quiere que cambie, porque cada vez que se repone su ángel retorna. Ha habido polémicas respecto de los modos de producción del musical extranjero –fórmulas llevadas de aquí para allá, espectáculos montados bajo estrictas reglas sin la presencia de los creadores–; pero, si el teatro es creación, espontaneidad, compromiso con el presente, ¿por qué funcionan? Funcionan las que sobreviven al paso del tiempo. ¿Quién se queja de que La bohème se canta como hace cien años o que las bailarinas de El lago de los cisnes repiten cada vez la coreografía de Marius Petipa? Tal vez El fantasma... sea una más de esas inolvidables obras que quedaron para la posteridad y siguen reponiéndose porque en ellas el ser humano va a buscar, aunque sea en un solo pasaje, por unos segundos, un momento sublime, eso que los teatristas persiguen pero que pocas veces encuentra el teatro.

9-EL FANTASMA DE LA OPERA

Música: Andrew Lloyd Webber.

Letras: Charles Hart.

Libreto: Richard Stilgoe y Andrew Lloyd Webber.

Dirección: Harold Prince.

Orquestación: David Cullen y Andrew Lloyd Webber, con reposición en la Argentina de Kristen Blodgette.

Dirección musical: Gerardo Gardelín.

Escenografía y vestuario: María Bjornson.

Coreografía: Gillian Lynne, con reposición en la Argentina de Denny Berry.

Diseño de sonido: Gastón Briski.

Diseño de iluminación: Andrew Bridge.

Director asociado: Arthur Masella.

Con Carlos Vittori, Juan Pablo Skrt, Claudia Cota, Nicolás Martinelli, Mirta Arrua Lichi, Walter Canella, Ricardo Bangueses, Lucila Gandolfo, Santiago Sirur, Silvina Tordente y elenco.

Teatro Opera (Corrientes 960), de miércoles a viernes a las 20.30, sábados a las 18 y a las 22 y domingos a las 19.

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