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Miércoles, 28 de abril de 2010
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Gabriela Izcovich y su adaptación de Aráoz y la verdad

La verdad a través de las mentiras

“No quise hacer psicologismo, mi camino fueron la nostalgia y el humor”, dice la directora sobre su puesta del libro de Eduardo Sacheri, que se estrena hoy en el Paseo La Plaza, con Luis Brandoni y Diego Peretti enredados en un viejo entredicho futbolero.

Por Hilda Cabrera
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“Mi cabeza funciona teatralmente”, dice Izcovich respecto de la traslación de la novela de Sacheri.

Un suceso callejero o un texto literario es materia teatral para Gabriela Izcovich. “Mi cabeza funciona teatralmente”, dice, y recuerda sus primeros años en la profesión, cuando llevó a escena Poeta en la calle, sobre versos de Jacques Prévert, creación a la que siguieron numerosas obras propias y ajenas, como ahora la traslación de la segunda novela de Eduardo Sacheri, Aráoz y la verdad. La obra se estrena hoy en la sala Pablo Neruda del Paseo La Plaza, con Luis Brandoni en el rol de Lépori, y Diego Peretti en el papel del periodista Aráoz que llega a un pueblo en busca del ex futbolista Fermín Perlassi para aclarar una derrota futbolística del pasado. La propuesta de llevar a escena esta historia partió de Izcovich. Entusiasmada, llamó a Sacheri y entonces se enteró de que el realizador Juan José Campanella estaba filmando El secreto de sus ojos sobre la primera novela de este autor (La pregunta de sus ojos, de 2005). Tras un encuentro con Peretti, con quien trabajó en Tiempo de valientes (2005), película de Damián Szifrón, logró la aceptación del productor y de Brandoni. “Mis proyectos tienen destinos muy diferentes, van al Abasto Social Club, El Callejón de los Deseos, el Teatro Comedia, ahora a La Plaza, o viajan a España”, apunta la directora. Lo nuevo en su producción es que se trata de la novela de un autor argentino con “psicología y sabor local”, bien diferente de sus anteriores traslaciones: Nocturno hindú, de Antonio Tabucci; Terapia, de David Lodge; Cuando la noche comienza, de Hanif Kureishi; La venda, de Siri Hustvedt, y Ultimo encuentro, del húngaro Sandor Marai, sobre la versión teatral de Christopher Hampton.

–La psicología y la atmósfera son reconocibles, pero el nombre del pueblo es desconocido. ¿Existe?

–Mi primer impulso fue buscarlo, pero Eduardo me dijo que es una invención, que todo es producto de su cabeza, hasta las jugadas futbolísticas. “No busques”, insistió. (En la novela se menciona un partido entre Lanús y Deportivo Wilde, el perdedor. Entonces se dijo que el resultado fue producto de un arreglo.)

–Aráoz llega a O’Connor marcado desde niño por la derrota de su equipo y la supuesta traición de su ídolo. ¿Qué quiere saber?

–La verdad, aunque sea difícil definirla, porque la historia de cada uno está tan nutrida por la psiquis que lo más sensato en esas búsquedas parece ser ir a la verdad tomando en cuenta las actitudes. En esta obra encontramos a dos hombres intentando justificar sus actos, cada uno a su manera, y lo interesante es que ellos pueden llegar a eso que llamamos verdad, mintiéndose.

–Aráoz se presenta como periodista dispuesto a hacer un reportaje a Perlassi, pero éste no aparece. Siendo un niño no pudo entender la derrota de su héroe. ¿Lo ve como una cuestión no resuelta?

–Algunos hechos de la infancia nos acompañan siempre. Nuestro andar en la vida está totalmente ligado a nuestros pasos anteriores, a cuestiones que a veces no podemos explicar siendo adultos.

–¿La explicación alivia?

–El que se analiza sabe que no siempre ocurre. Uno dice “¡qué bueno, ahora comprendí”, y a los dos minutos está nuevamente sumergido en su angustia. De todos modos, entre los caminos alternativos, uno elige comprender.

–¿Apuntó a ese debate interior en su puesta?

–Sí, pero sin convertir a la obra en psicologista. Mi camino fue la nostalgia y el humor, que me nutren y son parte de mi personalidad. Soy de las que se internan en profundas nostalgias, que valoro, porque en eso consiste también la vida. En la obra, un recuerdo muy gratificante puede estar cargado de nostalgia porque pertenece al pasado. Esto lo escenifican muy bien Luis y Diego.

–Dos actores de fuerte personalidad...

–Sí, y en el buen sentido. Sus actuaciones y opiniones tienen un peso enorme. Una sabe que debe tomar en cuenta lo que dicen, porque demuestran gran inteligencia frente a la totalidad del hecho teatral. Eso es totalmente enriquecedor. Hemos trabajado muy íntimamente en mi estudio antes de los ensayos en la sala con la colaboración de mi asistente Melania Barreiros. En el escenario todo se vuelve más disperso, porque hay que resolver el montaje de la escenografía y el diseño de luces, pero, justamente por esa labor previa, podemos recuperar rápidamente la intimidad, y eso se nota, aun en actores de altísimo nivel profesional.

–En cuanto a sus presentaciones en España, ¿qué descubre en el contacto con otro medio?

–Gran satisfacción por la oportunidad de mostrar mi trabajo y felicidad por pertenecer a nuestro medio teatral. He observado que en este campo somos más libres; tenemos más vuelo, aunque todo nos resulte caótico. Esa es mi experiencia personal. Creo que en España están mucho más marcados por estéticas ortodoxas, y eso limita. Lo que nuestra cultura tiene de caótica –y coloco este adjetivo entre comillas– es lo que hace que haya un apasionamiento que no abunda.

–¿Un caos que aplasta o fuerza a seguir?

–Que fuerza a seguir. Lo noté también en mis conversaciones con estudiantes barceloneses. Les falta autogestión y la necesitan con urgencia. Esto no significa que deje de valorar sus trabajos: me da placer estar con ellos y llevar mis espectáculos. Ahora estoy en tratativas para viajar con mi obra Cosas que pasan. Espero poder hacerlo después del estreno de Aráoz.... Me queda por terminar la adaptación de Más liviano que el aire, una novela de Federico Jeanmarie, para la que ya tengo actriz. Será Hilda Bernard, a quien dirigí en Ultimo encuentro. Viéndola, me digo que es cierto lo que se dice del teatro y el arte en general; que si no existe una pasión profunda no se hace, y que se hace porque es lo mismo que respirar.

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