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Sábado, 21 de agosto de 2010
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Exilio e historias paralelas en El portero de la estación Windsor

Antolino, de Montevideo a Montreal

La dramaturga canadiense Julie Vincent conoció por casualidad a un uruguayo exiliado, quien era también el arquitecto convertido en vagabundo que había imaginado para su obra. Lo que no había pensado era cómo el encuentro iba a cambiar su vida.

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Herrera, Antolino y Vincent, con historias que se cruzan arriba y abajo de las tablas.

Aun cuando trata sobre un tema espeso, la historia de un exilio en Canadá tras la dictadura militar uruguaya, El portero de la estación Windsor construye climas distintos de la angustia: el asombro y la risa se trasladan de un espectador a otro. Sin embargo, hay en primera fila un señor canoso, de unos 70 años, que parece inmune al efecto ósmosis fácilmente captable por la calidad envolvente de la sala. Si el hombre ríe no es por contagio, y se lo ve asentir con la cabeza repetidas veces, como si entendiera más de la cuenta. No es un espectador corriente: es quien concedió parte de su historia e inspiró esta pieza teatral, presentada en Uruguay y Canadá y recientemente estrenada en la Argentina. Es Francisco Antolino, el verdadero exiliado atormentado. Así es como hay, detrás de la ficción, una historia paralela a la que se ve en el escenario y que comienza con un encuentro casual entre la dramaturga canadiense Julie Vincent y Antolino en la ciudad de Montreal, donde compartieron la intención de llevar al teatro un pasado que puja por volver.

El portero de la estación Windsor se estrenó en 2008 en Montevideo, con formato de teatro leído. En enero de este año se presentó en Canadá, como obra de teatro. La versión que puede verse cada sábado a las 20.30 en El Portón de Sánchez (Sánchez de Bustamante 1034) es una coproducción de Casa de las Letras y la compañía canadiense Singuriel Pluriel. Con la traducción y adaptación de la directora del área de Narración Oral de la institución porteña, Blanca Herrera, la pieza se convirtió en un cuento teatral: los actores (Manuel Vicente, Vincent, Cecilia Cósero y Mateo Chiarino), al tiempo narradores y personajes, edifican el laberinto interior de un exiliado meciéndose constantemente entre su pasado y su presente. Del pasado: sus sueños como estudiante de arquitectura, las trabas para cumplirlos, la camaradería con sus compañeros de ruta, los horrores que la dictadura trajo consigo. Del presente: la imposibilidad para establecer vínculos y adaptarse a una cultura nueva, el silencio respecto del propio origen, la culpa por lo que se dejó atrás.

La otra historia, la que tiene lugar detrás de escena, comenzó en 2005. Vincent –que además es actriz y directora– paseaba por las calles de Montreal, provincia de Quebec, con los ojos bien abiertos: buscaba algo para contar. Pensó, de repente, que le interesaba escribir sobre la decadencia de las construcciones. Al bajarse del tren en la estación Windsor comenzó a trazar un personaje. Se imaginó “un arquitecto convertido en vagabundo” para ahondar en “la noción de belleza fracasada”, recuerda en la charla con Página/12. Se sentó en el café de siempre y vio una escena que le pareció peculiar: un hombre traduciendo un libro del poeta Rainer Rilke. “Eso es raro en Montreal, no sé aquí”, expresa Vincent para justificar su pálpito de que Antolino era un escritor. Se acercó y le preguntó si efectivamente lo era, a lo que él respondió: “Soy un arquitecto, pero podrías verme como un vagabundo”.

“Había una flor dentro de una piedra que pedía hacer una grieta”, se emociona Vincent. De aquel choque fortuito, Antolino recuerda la sonrisa de la mujer con la que siguió juntándose a conversar cada semana, tal vez escapando a su soledad. “Nos veíamos a menudo, con un interés de revivir ese período”, repasa. Hijo de inmigrantes italianos, Antolino terminó sus estudios de arquitectura dos meses después del golpe militar uruguayo, en 1973, y se fue a Canadá. No le es fácil contar su historia: la conmoción lo invade. Y las lágrimas que pueblan sutilmente su rostro, preámbulo de una conversación que se limita a la obra, materializan un espíritu plagado de recuerdos. Ahora, ¿por qué el interés de Vincent, que en ese entonces apenas hablaba castellano? “Si no escuchamos la historia del otro no podemos ver que la nuestra está a veces escondida. En Montreal hay gente de todos los orígenes y tenemos que aprender a vivir juntos. Y con Francisco encontramos lazos. Descubrimos que fuimos conquistados al mismo tiempo, que había en nuestra cultura una negritud, que en América latina la Iglesia Católica tenía un poder asociado al poderío inglés en Quebec y que habíamos atravesado temporadas de silencio”, explica la dramaturga, y continúa: “Es difícil ser francés en América. La gente del sur piensa que somos ricos. Quería hablar de esa ambigüedad”. Esa es otra de las capas que aparecen en la obra: paralelismos entre las dos puntas de América, las opresiones y las luchas, pero con el respeto de no pasar por alto las diferencias.

Vincent decidió empaparse de la historia que la obsesionó, poco conocida en su provincia. Ella cuenta, de hecho, que le costó estrenarla allí porque los teatros le cerraban la puerta: la población no tiene mucha idea sobre Montevideo. Dice que fue “poeta, exploradora, periodista”: perfeccionó su castellano casi “obligada” por Antolino, que un día le pidió conversar únicamente en su idioma, viajó a Uruguay reiteradas veces, visitó la Biblioteca Nacional para leer textos correspondientes a los años de plomo, conoció la Facultad de Arquitectura y rastreó conocidos del hombre. “Fue una etapa que se colocó dentro de mí”, sentencia. Y se enorgullece de que, gracias a que la historia de Antolino llegó a la prensa local, se suscitó en Montreal un “movimiento pro Uruguay”. Es decir que, para algunos, las heridas latinoamericanas dejaban de ser una otredad.

Por todo eso se puede decir que El portero... es, además de una pieza teatral, un diálogo entre culturas, en el que el tercer pilar es Blanca Herrera. “Hace rato que estamos compartiendo el mismo hombre”, bromea Vincent al momento de las fotos, y Antolino sonríe recibiendo la caricia. Tras intensos contactos vía e-mail, una vez que las mujeres se conocieron en la Argentina, trasladaron al texto el significado del exilio interior del porteño, esa sensación de desarraigo en la propia tierra que se hace tan brutal en el tango. “También retocamos cosas para sutilizar la obra. Queríamos evitar que el espectador se sintiera tocado en un punto en el que quizás experimentaría mucho dolor”, añade Herrera. La decisión de transformar la pieza en “un cuento teatral a cuatro voces” tuvo dos razones: “Me imaginaba a esos personajes como narradores. Además, cuando Julie me contactó, le dije que Casa de las Letras era una escuela y que una producción con ocho actores no estaba a nuestro alcance. Pero su material me había gustado y emocionado tanto que le sugerí reescribirlo para que fuera contado por cuatro narradores”, amplía Herrera, que distancia el cuento teatral de la narración oral, generalmente individual y sin construcción de personajes. El cuento oral se acerca más a los procedimientos cinematográficos: los constantes flashbacks y flashforwards colaboran en el buceo por almas y mentes.

A Antolino se lo percibe encantado con la versión diseñada por Herrera. “Todos los personajes son de una gran riqueza –afirma–. Parece que se hubieran compenetrado en el fenómeno para poder exponerlo como si fuera su propia vida.” La propia vida, justo. El hombre habla de la propia vida cuando es la suya, metamorfoseada por lo que el arte tiene de invención, la que está delante de sus ojos. Y cuando la obra llega a su fin luego de una hora y veinte minutos, se aclara que él es el de la “propia vida” que acaba de ser mostrada. Vincent lo invita a pasar al frente. Aplausos. Los espectadores parecen no haber imaginado el momento. Las dos historias paralelas, aun viajando por carriles distintos, se cruzan de pronto en un punto único, un aleph, la memoria.

Entrevista: María Daniela Yaccar.

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