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Sábado, 21 de agosto de 2010
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Ricardo Bartís, a punto de estrenar El box

“En la Argentina, creer mucho nos convierte en zonzos”

Parte de una trilogía, la obra usa al deporte como excusa para que el autor, actor y director, junto al elenco del Sportivo Teatral, se interroguen acerca del país.

Por Hilda Cabrera
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Bartís llevará El box al Theater Hebbel am Ufer de Berlín y al Festival de Otoño de París.

Cuando la avidez por recomenzar no acaba, nacen obras. A veces esperadas, como El box, del actor, director y autor Ricardo Bartís y el elenco del Sportivo Teatral, de la que hubo adelantos en ensayos abiertos. Invitada al Theater Hebbel am Ufer, de Berlín, donde se presentará entre el 10 y 20 de octubre próximo, y al Festival de Otoño de París 2011, la obra se estrena finalmente el viernes 27 en el Sportivo. En la presentación de este nuevo trabajo, en el cual “el deporte es la excusa para interrogarnos sobre el país”, Bartís señala, entre otras características de la época, la ausencia de “mitos organizadores”: “Los mitos no nos organizan socialmente –apunta–, y cuando subsisten, resultan confusos. Con Diego Maradona uno sólo tiene identificaciones momentáneas. Esto no es melancolía respecto del pasado, pero, en mi opinión, se han vaciado mitos fundamentales y otros organizadores de la sociedad capitalista, como los relacionados con el progreso, la ciencia y el trabajo, dejando dolor y tristeza.

–Tal vez no sean necesarios. ¿Se incorporan otros?

–El lugar de los mitos está ocupado por fetiches. No sé qué les pasa a las generaciones más jóvenes, pero a los que somos muy grandes ya nos cuesta creer, en parte por las reiteradas pérdidas. Lo digo a nivel personal: hemos depositado creencias y expectativas sobre distintos proyectos, y lo recibido ha sido, en general, negativo. Retirar esas expectativas es de todas formas un error, porque, sea para la vida o para el teatro, si uno no cree, puede llegar a sentir que no hay nada por realizar. Claro que, en nuestro país, creer mucho nos convierte en zonzos.

–¿Prohibido ser inocente, entonces?

–No se puede dejar de desconfiar de los otros, de tener una mirada impiadosa sobre sus discursos. Algunos se han referido a la apropiación que hacen ciertos sectores de discursos característicos de sectores totalmente opuestos: discursos sobre la pobreza, los valores éticos y los símbolos patrios. Esa dinámica apropiadora no se dirige sólo al capital, la tierra o el trabajo, sino también al capital simbólico. Por ejemplo, la noción de lo heroico que manifiesta Hugo Biolcati desde la Sociedad Rural cuando se compara con los héroes de Mayo o se emparienta con la figura de Mariano Moreno. Esto supera el desborde meramente ideológico: se transforma en una auténtica creencia. Desde un punto de vista teatral es “una actuación de introspección”, de vivencias, de construcción de un sentido de la historia ya predeterminado.

–¿Esas construcciones sirven a la discusión?

–No, porque la discusión es aparente y las situaciones planteadas están en ese mismo nivel: hay muchas opiniones, pero, al mismo tiempo, una afirmación brutal de lo mismo, hecha desde un punto de vista muy personal. La autorreferencialidad es un mal de la época, y en la Argentina es tremenda.

–Aun así, ¿es posible evitarla?

–La autorreferencia es una enfermedad terminal; una reducción muy grande del campo intelectual y vivencial. Cuando alguien se remite a lo propio, o a la propia experiencia, se torna dogmático y anula la capacidad de contacto. Produce un daño enorme, porque destruye vínculos e instala la cultura del encierro, donde cada uno es libre, pero en su celda personal. Cuando una sociedad acepta ese estado de cosas está atacando algo central y primario, como es “pensar” la experiencia de la vida y crear proyectos que nos puedan alimentar. Una sociedad así dañada se repite; y no se regresa de esa idiotez.

–¿Entonces?

–Esas situaciones son peligrosas si no evaluamos la dimensión destructiva que tiene el pensamiento idiota. Acá nos hemos acostumbrado. Cuando el poder político da muestras de injusticia y de un nivel de estupidez muy alto, ironizamos, como una forma de defensa. Ironizamos sobre los ex presidentes Carlos Menem y Fernando de la Rúa y otra gente, porque el choque entre lo que uno percibe y lo que expresan esos personajes es muy fuerte.

–¿Qué pasa cuando esas diferencias están disfrazadas?

–El disfraz está en el lenguaje del “como si”, de lo relativo; en los que apuestan a más de una cosa. Estas formas de expresión se vinculan con el simulacro, y son muy usadas. En la TV, por ejemplo, Marcelo Tinelli es “el intelectual orgánico” del simulacro: puede burlarse del otro sin asumir los riesgos que eso tenía en la cultura del barrio, donde el que embromaba corría el riesgo de que alguien le metiera una trompada. Esto no ocurre en los programas de la TV, porque en ese “otro burlado” hay una decisión previa al sometimiento. No importa someterse al escarnio si se es el elegido.

–¿Qué opina de la teatralización del discurso político?

–La escena política está llena de gestos. La diputada Elisa Carrió es un buen ejemplo. Ella incorpora a través de sus gestos un saber del cual nosotros somos supuestamente cómplices; pluraliza sus dichos y nos incluye. A mí, como espectador, me da la impresión de que ella dice “bueno, estamos hablando de esto, pero todos sabemos que detrás hay otra cosa”, y porque lo sabemos no hay necesidad de explicarlo, ni de aclarar conceptos. Esto crea la ilusión momentánea de que todos estamos hablando a través de ella.

–¿Lo ve como una práctica generalizada?

–Hay otros modelos: el estilo canchero del diputado Felipe Solá, o el del chico fino, negador de su historia, que se irrita porque le demandan cosas, como el jefe de Gobierno, Mauricio Macri. Y así, más personajes. Los gestos son muy reveladores. Las caras dicen mucho: un ejercicio es bajar el volumen de la TV cuando aparecen en pantalla. Es una broma, claro, porque éste no es solamente un problema de formas. Sería ingenuo pensar así, pero uno percibe que los temas siguen siendo los mismos y los personajes también, que lo nuevo es el ropaje y los peinados.

En ese contexto, ¿cómo aparece El box?

–Cuando nosotros actuamos, también pensamos en todas estas cosas. El box tiene que ver con lo político, el trabajo y lo deportivo, que es un “elemento de significación”, como producir teatro de manera alternativa: una forma de perdurar dentro de un sistema, intentando hallar un espacio distinto. El box es parte de una trilogía donde el deporte es el envase, el packaging. El director italiano Romeo Castellucci (director de la compañía Societas Raffaello Sanzio, de Cesena) les pone títulos a sus trabajos como si fueran episodios de una gran tragedia. Le da importancia al nombre, al envase. Nosotros queríamos bromear un poco sobre eso, y cuando estrenamos La pesca, anticipamos una trilogía donde las obras siguientes serían El box y El fútbol. En realidad, el tema es una excusa dentro de un sistema narrativo que, para nosotros, debe ser simple, casi ingenuo, poroso, para poder jugar con otros relatos inherentes a la escena.

–¿Por qué la elección de un personaje femenino como disparador de la obra, y las referencias a Nicolino Locche y Mohamed Ali?

–Imaginé una María Amelia Leguizamón (de apodo, “La Piñata”), nacida en los años ’60, cuyo padre, para contrarrestar una educación excesivamente religiosa (incentivada por la madre de María Amelia), la lleva a practicar a un gimnasio de boxeo. Partimos de esa invención y de que, al perder a sus padres, la muchacha decide irse a vivir a un gimnasio. Como si fuera una “Raulito” del boxeo, se viste de varón, porque entonces no estaba oficializado el boxeo femenino. En su vida se mezclan historias vinculadas a sus creencias religiosas –como la idea del sacrificio y la carne sublimada– con demandas deportivas que exigen sacrificio y esfuerzo, aguantar golpes y dolores. Cumple 50 años y quiere festejarlos en el gimnasio. De Ali y Locche, “el Intocable”, teníamos unas filmaciones antiguas. El estadounidense Ali, que era además actor, se fundó a sí mismo: cambió de nombre y religión, se hizo musulmán y se negó a ir a la guerra de Vietnam. Y la singularidad del mendocino Locche era el arte del esquive.

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