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Jueves, 27 de enero de 2011
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Humberto Tortonese y Eusebio Poncela estrenan Las estrellas nunca mueren

“A veces la corrección es peligrosa, cuadriculada y fascista”

Los actores le darán vida a una historia de amor-odio entre hermanas. No habrá que esperar actuaciones estáticas: “Humberto y yo nos inventamos en cada escena, no sabemos si vamos a terminar con la silla de ruedas en la fila catorce o cómo va a acabar su mandíbula”.

Por María Daniela Yaccar
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En Las estrellas nunca mueren Poncela, Tortonese y Facundo Fuentes de la Oca comparten la dirección.

“Animales escénicos”, dice Facundo Fuentes de la Oca, codirector de Las estrellas nunca mueren, y señala el escenario de la sala Pablo Neruda del Paseo La Plaza, donde tiene lugar el ritual fotográfico. Eusebio Poncela y Humberto Tortonese no disimulan su entrega a los flashes, chequean cómo salieron, se inventan de nuevo para la próxima toma. En una, el actor español sorprende a Tortonese con un mordisco en el pómulo y la carcajada estalla, pero eso una vez que la fotografía es un hecho. Como artistas y por lo que asoma de su naturaleza personal –dualidad que no es tan cierta en ellos, luego se verá–, Poncela y Tortonese tienen la fuerza de un huracán, una energía que parece ilimitada. Amigos desde hace muchos años, esta noche se juntarán por primera vez arriba de un escenario: Las estrellas nunca mueren podrá verse los jueves a las 20.45, viernes a las 21.30, sábados a las 20 y 22 y domingos a las 20 en el teatro de Corrientes 1660.

Será, seguramente, como tomarse un whisky y después un vaso de ginebra: un cóctel explosivo. La idea de juntarse sobre las tablas surgió de una experiencia de la vida real. Cuenta Fuentes de la Oca –quien viene trabajando seguido con Poncela en España, tanto en teatro como en cine–- que los tres pasaron unas vacaciones en la casa que Tortonese tiene en Uruguay, hace tres veranos. “Ya los había visto juntos, pero estábamos con la relajación propia de las vacaciones, en una pileta. Era increíble el instinto que se podía ver. La idea era trasladar eso o, más bien, crear una puesta en la que se pudiera desarrollar y estimular realmente. Mucha gente sube a un escenario y se achica hasta que coge sitio. A ellos los subes y se van para arriba. Se agrandan desde el minuto cero.” Fuentes de la Oca conversa un buen rato con Página/12, porque los actores llegan media hora tarde a la nota. Hace días que vienen ensayando maratónicamente y dando notas a todos los medios. Dice Tortonese que vio “un cacho de carne” y se tentó. Poncela lo convenció de que almorzara, minutos antes de las 15, hora de la cita.

No podría esperarse de Tortonese –46 años, menos arrebatado que su amigo– y Poncela –65, look punk y cerveza en mano durante toda la charla– algo que cuadre con los cánones de la normalidad. Tortonese tiene la capacidad de variar tanto de registro como de formato (teatro, radio, con Elizabeth Vernaci, y televisión, con Mariana Fabbiani), pero el desparpajo va siempre con él. Lo porta desde sus comienzos, en el under porteño de los ’80, década de la cual –discúlpese el cliché– es un icono. Poncela, por su parte, viene más del mundo del cine, y gran parte de las películas en las que ha trabajado son rarezas, como Arrebato (Iván Zulueta, 1979) o La sonámbula (Fernando Spiner, 1998). De todos modos, a él no le gusta que le digan actor de culto. Su batería de personajes es deliciosamente freak. A veces porque el personaje lo es, como el tipo que tiene el don de robar suerte ajena en Intacto, otras más bien porque el halo lo porta él, como en el caso de Remake, en la que se lo puede ver junto a Mercedes Morán.

En Las estrellas nunca mueren Poncela, Tortonese y Fuentes de la Oca comparten dirección. El texto es de Poncela y Fuentes de la Oca, aunque Tortonese participó vía Skype. En el escenario los acompañan Loren Acuña, Sergio Pangaro (también a cargo de la música) y Cristina Talio. La pieza iba a ser, en un principio, una adaptación de la película ¿Qué pasó con Baby Jane? (Robert Aldrich, 1962), pero tuvieron problemas con los derechos, porque les exigían rigurosa fidelidad. Barajaron la posibilidad de una versión de El vestidor, pero la descartaron porque no hace mucho la hicieron Federico Luppi y Julio Chávez. Crearon entonces algo nuevo, aunque “el esqueleto del film quedó”, coinciden. Es una historia de amor-odio entre hermanas. Una de ellas, la menor, interpretada por Tortonese, triunfa como cantante. La mayor (Poncela), que había permanecido a su sombra, le arrebata el sabor de la gloria cuando se convierte en una actriz exitosa. Sin embargo, su carrera queda trunca por un accidente que la deja postrada, en una silla de ruedas. La menor, por su parte, sufre un trastorno mental y se vuelve alcohólica. Así y todo, tiene la obligación moral de cuidar a su hermana enferma, a quien maltrata cruelmente.

–¿Cómo van estos últimos ensayos? ¿Cómo vienen trabajando sus personajes?

Humberto Tortonese: –Ni me acuerdo de cómo fue el proceso, porque pasaron tantas cosas, como eso de dejar la adaptación. El personaje ya entró, está hecho. O en curso. Vamos a ver qué sale de todo esto. Fue un proceso que viene desde casi mitad de año pasado, que fue cuando empezamos a ver qué hacíamos. Después hubo muchos cambios. Llegó fin de año, yo me fui porque no daba más y volvimos a arrancar en enero. Acá estamos, en menos de un mes viendo qué puede salir.

Eusebio Poncela: –El teatro siempre está vivo. Funcionará hasta que estemos acá. Después de un año seguramente diremos que tal escena no va.

H. T.: –Esto es digno de ver ahora y dentro de un mes. En marzo ya va a cambiar.

E. P.: –Es lógico en teatro, que no se quede en una piedra de mármol de Carrara. Somos personas, las personas cambian. No se gira la estructura, el puente, el ritmo de la obra. Pero los personajes tienen que estar vivos. El proceso siempre está vivo, y por eso nunca se acaba. Las dos hermanas son muy complejas. Los brotes sicóticos que tienen son muy interesantes teatralmente, porque son muy valientes. Todos tenemos algún brote sicótico en el cerebro y algunos lo dejan escapar. Es una cosa a estudiar, hay que seguirla, y al mismo tiempo sirve para divertirnos. Nos queremos divertir todo lo que podamos.

–Sin eso, ¿funciona el teatro?

H. T.: –Es la base. El teatro tiene una parte de trabajo muy fuerte, pero cuando encontrás eso, por lo menos ciertas escenas en las que te divertís, el público lo ve. Me pasó en otras obras en las que no me pude divertir, no me gustó, no lo repetiría. En mi vida me he divertido tanto en todo lo que hice que sé muy bien cuándo hay algo que no me divierte. Esta obra va a tener libertad para ir cambiando por más que haya una estructura. Podemos ir en cada escena intercambiando cosas o moviéndonos con una libertad que creo que tenemos los dos. Nunca trabajé con Eusebio, pero más allá de que sea un honor, es un placer, porque es un par. Hay gente maravillosa que puede ser muy buena para la actuación, pero después cuando trabajás no encontrás esa conexión.

E. P.: –Yo generalmente hago más películas que obras de teatro. Me acerco al teatro muy de vez en cuando, pero cuando lo hago me doy cuenta cada vez más de que estar en vivo significa estar muy pendiente de estar vivo (risas). Cuando se estratifica y las áreas son tan medidas y todo está perfectamente dicho, modulado, no pasa nada. Aquí no. Humberto y yo nos inventamos en cada escena, no sabemos si vamos a terminar con la silla de ruedas en la fila catorce o cómo va a acabar su mandíbula. Somos muy temperamentales y muy orgánicos. En España estoy haciendo Edipo con una compañía alucinante, pero cuya corrección hace que no tengas un vuelo. Aquí estamos levitando muchas veces. Somos divinos.

–¿Les interesa volcarse a algo más “normal”?

H. T.: –Hice un musical porque insistieron. Lo hice de prueba porque no canto. No te voy a estar bailando, es otro ritmo. Pero Eusebio ha hecho mucho teatro clásico...

E. P.: –Pero nada normal. El teatro no es normal. Lo normal es estar en la calle, tenemos la vida corriente. Subir al escenario no debe ser normal. El teatro es anormal. Es para soñar, corazón, para despertar a la gente, que sienta algo. No sé qué. No voy a explicar qué ni me interesa. Lo que fuera. Eso es lo que tenemos que hacer. No ser normales ni anormales, hacer soñar, punto.

–Digamos que esa incorrección que muestran en el escenario tiene su correlato en su vida personal. Ustedes se han hecho fama de incorrectos.

H. T.: –¿Yo tenía fama de eso? ¡No sabía! Pensé que era más correcto.

E. P.: –Yo ya no sé.

–Bueno, usted dijo ser punky.

E. P.: –Yo soy punky, corazón. Soy punky y villero, y lo seré hasta el día en que me muera. Si eso es ser incorrecto...

–Desde el punto de vista de lo establecido...

E. P.: –Me chupa un huevo lo establecido, pero no por llevar la contraria. Bueno, a veces sí. Me gusta provocar. Pero sobre todo lo que me gusta es ser yo mismo y que me dejen. ¿Has visto este pie? (N. de R.: muestra su bota negra de caña media). Si eso es incorrección, bueno será. A veces la corrección es tan peligrosa, cuadriculada y fascista.

H. T.: –Somos correctamente incorrectos. Nunca lo vi como incorrección. Desde chico fui libre para todo. Mi padre me decía “no hagas esto” o me preguntaba “¿Vas a seguir esa carrera?”. Venía una tía y me decía: “Sé abogado”. Lo escuchaba y pasaba. Pensaba “¿Qué se mete?”. La verdad que papá tenía esa cosa de que quería ser locutor y no se lo permitieron, aunque tenía una voz maravillosa. Y fue odontólogo. Más allá de que me dieron libertad, yo ya la tenía. Después me encontré con gente maravillosa y pude disfrutar de mi profesión tanto en el teatro como en la radio, con la Negra. No lo elegí. Un día me llamaron por teléfono y me ofrecieron hacer radio y yo dije que no sabía. Me dijeron “no importa, vení”.

–¿Qué precio hay que pagar por la libertad?

H. T.: –¿Cómo se dice cuando le bajás el precio? Se puede regatear.

E. P.: –El precio es la soledad y es estupenda para el que quiera y la sepa entender.

H. T.: –Esa era una obra que íbamos a hacer con Batato y Urdapilleta, La soledad del puto, y nunca pudimos. La soledad a la que te acostumbrás no es una condena.

E. P.: –Si estás a gusto contigo mismo está bien. Si ése es el castigo, a tomar por culo. Hombre, puede ser que alguna veta correcta te condene al ostracismo. Lo importante es que te mires al espejo por la mañana y te gustes. Yo me miro poco, pero lo que veo me gusta. El tema es estar conforme o disconforme, pero con uno mismo. No con tu tía la de Entre Ríos.

–¿Cómo se conocieron?

H. T.: –El destino está marcado.

E. P.: –Me juntó con esta fiera “corrupia”. Lo acabo de inventar (risas).

H. T.: –Fue hace mucho. Cada vez que Eusebio venía para acá, venía a vernos a mí y a Urdapilleta. Hacíamos fiestas y nos veíamos.

E. P.: –Somos personalidades que en un punto hacen una química. No tenemos nada que ver en temperamento. Lo que me provoca Humberto es ser mejor. No sé cómo es ser mejor. Atemperar una cosa. Le veo muy bondadoso y más paciente que yo. Nos complementamos bastante en la vida también. Bueno, no la separo de esto. No es que nos ponemos ahí y cambiamos la voz, que es lo que hace todo el mundo.

H. T.: –Es un equilibrio. Yo necesito el temperamento de él. Cuando tengo que encarar algo solo, mi carácter tampoco me sirve mucho para todo lo que hay que hacer.

E. P.: –Es la primera vez que hacemos algo arriba de un escenario. Abajo no.Va a dar gusto vernos. Sorry, porque yo humilde no. Desde la falta de humildad te digo que estamos “chachi” (tira un beso).

–La seducción es un componente fuerte en ustedes. Tortonese, usted llegó a decir que había que ser medio “puta”.

H. T.: –No sé cuándo lo dije... Lo habré dicho como una cuestión de trabajo. Tenés que dar todo. Habré dicho “puta” en el sentido de seducir, agarrar al otro. Digo tantas cosas que después mi cabeza no se acuerda de nada. Por suerte me trajeron unas pastillas para la memoria.

E. P.: –Por suerte no las necesitaba. La seducción va con el talento. Se da por sentado que debas tener un tipo de seducción, de carisma. Es una premisa.

H. T.: –Arriba del escenario y abajo. Hay que seducir hasta cuando estás hablando, cuando mirás a una persona. Somos como animales.

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