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Lunes, 19 de septiembre de 2011
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ENTREVISTA A EVA HALAC, ANTES DEL ESTRENO DE LOS KAPLAN

“Todos metemos a Dios o nos creemos un pueblo elegido”

La obra que se estrena el miércoles en el Teatro del Globo es una versión de Aquellos gauchos judíos, obra de 1995 de Roberto “Tito” Cossa y Ricardo Halac, a la que la autora y directora transformó en “una comedia sentimental a la que no le falta humor”.

Por Hilda Cabrera
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“Esta es una ficción en la que se cruzan personajes vivos y muertos, tiempo y espacio”, dice Eva Halac respecto de Los Kaplan.

El consejo de David a su nieto es “quedate siempre donde puedas amar a alguien y donde haya alguien que pueda amarte”. Acaso una forma de entender la felicidad, aunque ésta sea pasajera. En Los Kaplan, versión de Eva Halac sobre Aquellos gauchos judíos, obra de 1995, de Roberto “Tito” Cossa y Ricardo Halac, se narra una historia en la que el eje es ese David que privilegia los afectos. Hijo de inmigrantes judíos rusos que huyeron de los pogroms, llegó al campo argentino con sólo 12 años, pero no se conformó con labrar la tierra. Abandonó la colonia Moisés Ville, en Santa Fe, donde se ocupaba junto a su familia, para instalarse como comerciante mayorista en el barrio de Once. Pasado el tiempo, y con edad para retirarse, David piensa dejar su negocio al nieto Sergio, quien desea partir, siguiendo los pasos de su padre médico, en apoyo del Estado de Israel (proclamado el 14 de mayo de 1948).

La obra que ahora presenta Eva Halac, en el Teatro del Globo, no es aquella que se estrenó en el Teatro Cervantes, dirigida por Jaime Kogan. En principio, porque no ha puesto el acento en la inmigración y su perfil épico, sino en los vínculos: “No quise contar la historia desde la epopeya, sino desde las vivencias personales, extraordinarias o no”, puntualiza Halac, en esta entrevista. Le importa “el cuentito de cada uno” y el empuje de esos colonos para forjar proyectos pese a toparse con enormes dificultades, incluidos los conflictos que se suscitaban entre los que se decidían por un proyecto colectivo y los que optaban por otro individual. “El colono Lázaro pretendía una organización que reuniera a todos los inmigrantes mientras el hijo David (que dejó Moisés Ville por el Once) aspiraba a ser un porteño de traje blanco habitué del Chantecler, un famoso cabaret de la calle Paraná”, ejemplifica Halac.

–¿Cuestión de adaptarse o vivir según la tradición?

–Eso de llevar el peso de la tradición y los mandatos trasciende lo judío. Ha pasado con los descendientes de otros inmigrantes. La tradición habla de lo que ya no se tiene, que es la patria que se dejó. En el caso de aquellos primeros colonos judíos había una diferencia: deambulaban por el mundo, porque no tenían patria. En la obra, ese deambular es también de un regreso. La historia que contamos transcurre en los años ’50, entre el barrio de Once –donde David Kaplan instaló su negocio– y la colonia Moisés Ville, donde todavía se encuentra Edith, el amor que este hombre dejó para radicarse en Buenos Aires. Este aspecto sentimental me interesó, porque ahí podía hallar elementos de identificación, relacionados con las emociones, los vínculos y el amor, con lo que se dijo y no se dijo, con lo que pudo ser y no fue.

–Pero en un contexto histórico particular...

–Relacionado también con la idea, muy difundida en los años ’50, de que el Estado de Israel se constituiría como Estado socialista. Esa visión dominante de la creación de una sociedad nueva acabó definitivamente en la década del ’70.

–¿Era una sociedad nueva lo que se esperaba de Moisés Ville?

–En aquellos años estaba todo muy mezclado, pero tomaba fuerza el cooperativismo y, a la distancia, la organización social del kibbutz israelí.

–Que se afirmaba en un territorio de violencias...

–Como dice un personaje del irlandés Oscar Wilde (en la comedia El abanico de Lady Windermere), hay sólo dos tragedias en la vida: una es no alcanzar lo que uno se propone, y otra, alcanzarlo. Cuando una trabaja desde lo posible, la fantasía se transforma en una realidad, pero ésta no tiene los mismos colores con los que se soñó. De todos modos, el deseo del logro individual está presente, aunque la realidad lo desmienta. Está en los personajes, por eso digo que son entrañables. La Argentina había sido para estos colonos algo así como la tierra de la esperanza y eso me resultaba atractivo como material escénico.

–¿Prefirió no avanzar más allá de los ’50?

–Los personajes pertenecen a esos años: conservan ciertas formalidades en la manera de relacionarse y cuidado en la construcción de la felicidad, que entonces incluía el mandato de los padres. Había certeza respecto de qué era ficción y qué realidad, y se pensaba que algunas ideas podían realizarse. Esto influía en lo cotidiano y en esa cosa tan judía de mezclar fantasía y temas trascendentes en las charlas de sobremesa.

–¿Era voluntad de creer, de ser algo más?

–De que la vida no sea nada más que esto; porque el presente está, pero las decisiones que se toman son sólo imágenes que irán decodificándose en el transcurso de la vida.

–¿Qué fantasías aportó a la obra?

–Sentí que podía introducir maneras y mañas que observé en mi padre y en mi abuelo, también sus pensamientos sobre qué es justo o injusto. El personaje David Kaplan es un comerciante del barrio de Once, y mi abuelo tenía una tienda. Una sedería. Esta es una ficción en la que se cruzan personajes vivos y muertos, tiempo y espacio. La tradición judía carga con miles de años, y una siente que hay que responder por esos miles. Detrás de cada persona hay una historia. No creo que haya gente común, sino una manera común de contar una historia, y me pregunto sobre esos rusos judíos locos que llegaban a la Argentina a instalarse en medio de la nada.

–Algunos hallaron la forma de identificarse con el país...

–Conservar la tradición o convertirse en argentino era el conflicto que planteaba el dramaturgo, escritor y periodista Germán Rozenmacher (entre otras obras, en Réquiem para un viernes a la noche, de 1964, y El caballero de Indias, de 1970, estrenada recién en 1982 por Luis Brandoni). Ese conflicto está en el personaje de David, el aporteñado que bailaba en el Chantecler. Ahí aparece el tema de la identidad con el lugar, que no es dónde quedarse sino por qué quedarse, y se relaciona con “de dónde se es” y “a dónde se va”. Esto vale para los judíos como para muchos latinos, pueblos que conservan esa cosa dramática, lamentosa. A los porteños nos cayó el tango, y todos metemos a Dios o nos creemos un pueblo elegido.

–¿Para superar las desgracias, tal vez?

–En el caso de aquellos judíos, creo que para resistir la persecución, cruzar el océano, desembarcar en medio de la nada, y así y todo, construir un proyecto y dejar a sus descendientes historias como las que tuvieron su origen en la colonia de Moisés Ville. Historias reales y ficticias que en esta versión convertí en una comedia sentimental a la que no le falta humor. No es una obra en la que se toman decisiones sobre el “porqué” y el “hacia dónde”, sino que expone esas decisiones o indecisiones que nos muestran tan vulnerables.

* Los Kaplan, versión libre de Eva Halac sobre Aquellos gauchos judíos, de Roberto “Tito” Cossa y Ricardo Halac. Actúan Tina Serrano, Jorge D’Elía, Chino Darín, Claudio Rissi, Cristina Fridman, Alejandro Hodara, Leandro Cóccaro y Ariadna Asturzzi. Dramaturgia y dirección de Eva Halac. En el Teatro del Globo, Marcelo T. de Alvear 1155 (Tel. 4816-3307).

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