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Lunes, 11 de junio de 2012
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El recuerdo para Walter Santa Ana, un artista esencial de la escena argentina

Una voz cargada de múltiples sentidos

El actor fallecido el sábado, a los 79 años, transitó durante seis décadas por los escenarios de Buenos Aires. Se lo vio en montajes de autores extranjeros y nacionales, tanto en el circuito independiente como en los teatros oficiales.

Por Hilda Cabrera
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Walter Santa Ana integró durante años el elenco estable del San Martín.

Qué consuelo es no perder la memoria. Por eso la muerte de artistas como Walter Santa Ana, quien falleció el sábado, a los 79 años, será siempre recuerdo y presencia. Fue un actor esencial que se propuso indagar a conciencia en los personajes y su entorno. Su personalidad, díscola a veces y afectuosa otras, unida a un pensamiento ordenado, derivaba en ocasiones en una inventiva que para el periodista se constituía en el tramo mágico de la entrevista. Se lo recordará siempre que se hable de artistas interesados en las relaciones humanas y los problemas universales, sobre todo cuando escasean el entendimiento y la reflexión, condiciones nada sencillas en un oficio que –opinaba– “no es sólo inspiración”. Un dato no menor en una trayectoria de seis décadas.

Santa Ana comenzó su carrera artística en el grupo y teatro Los Independientes, que lideró el actor Onofre Lovero. Allí debutó con La dicha impía, de Pablo Palant, luego de egresar de la Escuela Nacional de Arte Dramático. Se lo vio en montajes reveladores y en obras de autores extranjeros y nacionales, tanto en el circuito independiente como en los teatros oficiales, las salas del Complejo Teatral de Buenos Aires y el Teatro Nacional Cervantes. Qué decir de la calidad de su voz, de su fraseo y sonoridad, de una voz que –decía– era parte de su vida, “porque la voz, el cuerpo y las articulaciones son una unidad, aunque a veces esté un poco rota”. Y qué hablar de su protagonismo en El avaro y en la magnífica puesta de Krapp, la última cinta magnética, de Samuel Beckett, realizada por el dramaturgo Juan Carlos Gené (allí a cargo de la introducción y la voz en off). Y mucho antes, memorar su labor en Edipo Rey, Danza macabra, Rey Lear, Las brujas de Salem, Galileo Galilei, en la versión que dirigió Jaime Kogan y por la que obtuvo el premio Molière en 1984; María Estuardo, Mil años y un día, La ópera de tres centavos y, entre otros espectáculos, en Palabras calientes, sobre escritos de François Villon; Numancia y Orejitas perfumadas, espectáculo sobre textos de Roberto Arlt y Mario Paoletti, donde compartió la escena con el guitarrista y cantante Juan “Tata” Cedrón bajo la dirección de Roberto Saiz. O sus contadas intervenciones en cine, entre otras en La Patagonia rebelde, Palabra de Borges (en las bibliotecas de la Ciudad); De la misteriosa Buenos Aires (el episodio La pulsera de cascabeles, dirigido por Ricardo Wulicher); Sentimental, de Sergio Renán; El agujero en la pared, de David Kohon; Allá lejos y hace tiempo, Perdido por perdido, La sonámbula y Los libros y la noche, grabando además los textos de Jorge Luis Borges que acompañaron en off las imágenes del poeta en Ginebra, y algunas de sus esporádicas incursiones en la TV, entre otras su composición del inescrupuloso Tulio Cassirone, en Marco, el candidato.

Las actuaciones de Santa Ana poseían un valor lírico necesario, estimado por quienes se apasionan por la escena, cualidad que transmitía con sensibilidad renovada, acorde al personaje. Natural además en quien no era ajeno a la poesía, como lo demostraba en su conversación, y en las anécdotas que multiplicaba al recordar pasajes de los libros leídos cuando su vista aún se lo permitía o los que otros le leían, como el querido amigo Gené. Esa ambición de aprehenderlo todo se reflejaba también en las entrevistas. Era, sin duda, el actor poeta que al describir relatos y poemas olvidaba la queja por no poder vagar por las calles de la ciudad o el malestar o la intemperancia que le generaba una interrupción telefónica o una acotación sobre su carácter que se le antojaba inoportuna. En realidad, parecía divertirse no hablando en serio, o entretenerse con saber cuánto entendía quien lo entrevistaba.

Era parte de su travesura, y así había que tomarlo: controlar sus invenciones y seguirlo con cautela en la aventura, porque sus diálogos eran filosos. Santa Ana no había equivocado el oficio y exigía detalles y bromeaba con lo que podía ser la clave de un texto o de una situación. En 2006 decía a propósito de un momento social complejo –y en una tarde en que cayeron piedras sobre la ciudad– que “en las sociedades que comercian con la angustia, la depresión es colocada en un lugar relevante... y la fábrica de angustia es la única que no cierra”. Borges Buenos Aires, un bello espectáculo con escritos y poemas de Jorge Luis Borges y dirección de Roberto Mosca, que el actor compartió con otros artistas, fue una de las varias demostraciones de su relevancia, un regalo para el espectador que entonces pudo adueñarse de las ironías y los sueños de un Borges que se atrevía a decir que le había faltado vida y muerte. Sin duda, como otras grandes creaciones, las de Borges recibían la admiración de Santa Ana, a cuya “sensibilidad inteligente” se acercó también a través del cine, en una película dirigida por Tristán Bauer. Y así lo manifestaba a quien escribe estas líneas en una entrevista conversada, a pedido suyo sin grabador de por medio, en la antigua Biblioteca Nacional, de México al 500, donde se rodaba el film. Su visión partía siempre desde su condición de actor. Por eso alertaba, también en esa situación, sobre determinadas reglas, y acudía al poeta Rainer María Rilke y a la exigencia de adquirir disciplinas que alejen de las vaguedades. De ahí su opinión de que “la profesión del actor tiene cierta cosa vaga, que hay que corregir”.

Conversar con Santa Ana equivalía a deslindar invención de realidad. Una de éstas es “la fábula”, según él, de haber conocido personalmente a Borges, sobre el cual decía que lo descolocaba con sus declaraciones respecto de la política. Otro tanto le sucedía con Ezra Pound y Ferdinand Céline, cuyas obras conocía. “Es bueno que el actor haga una lectura de la realidad, esto lo hará inteligente”, comentaba, aludiendo a su profesión. Sobre el hecho de que lo identificaran como actor de teatro, decía no saber por qué, pero tampoco eso lo inquietaba. “No sé qué es lo que los demás piensan de uno. La vida pasa y se sabe tan poco de todo. Me pregunto si vivir es también ‘servir’ para algo. Es difícil saber qué se quiere realmente, pero pienso que cuando uno siente la necesidad de expresarse, lo primero es tratar de ir a lo más profundo de aquello que ha puesto en juego, y reunir dentro de sí la mayor cantidad de disciplinas artísticas. Existe por lo menos la posibilidad de iniciar una búsqueda, que a veces se parece a la desesperación. Eso que uno elige tan hondamente le sirve, y quizá por eso les sirva también a los otros.”

En las entrevistas, Santa Ana se explayaba con pareja claridad sobre cuestiones complejas y sencillas: “A uno le preguntan cómo está y uno dice ‘Todo bien’. Los jóvenes se dan cuenta de que ese ‘todo bien’ es un automatismo, que ni siquiera es optimista”. Y lo ejemplificaba con el entusiasmo que despertaban los textos y la rebeldía de Roberto Arlt y con la “locura creadora y no creativa, porque para creativos están los publicitarios”. Todo interrogante tenía en Santa Ana una respuesta generosa, puesto que abría camino a nuevas inquietudes respecto de los propios sentimientos y de quienes dialogaban con él. Santa Ana se ha ido, y para escapar a los rótulos sería bueno –como decía en alusión a los actores– “antes que hablar de arte, hablar de caminos artísticos y superarnos”, sobre todo en momentos difíciles. Como aquellos que a él lo llevaron a autocalificarse de “broncoso”, contagiado por una bronca que en todo caso sabía disfrazar de ironía y se disipaba cuando destacaba el valor del perfeccionamiento, “que no es perfeccionismo”, o afirmaba que “la loca idea de la búsqueda nos hace fuertes, nos capacita para el encuentro con los otros y nos permite realizarnos”.

* Los restos mortales del actor, velados en el Teatro Nacional Cervantes, de Libertad 815, serán llevados hoy, a las 10, al Panteón de Actores del Cementerio de la Chacarita. El cortejo se detendrá unos minutos ante el Teatro San Martín (Corrientes 1530), donde integró por años el elenco estable.

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