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Martes, 14 de agosto de 2012
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Sergio Lobo dirige El organito, de Armando y Enrique Discépolo

Grotesco en clave revisionista

El teatrista rescató una de las obras menos representadas de los Discépolo, que plantea el conflicto generacional producido en una familia de inmigrantes italianos. “Ahora hay una Argentina mirándose a sí misma”, sostiene Lobo.

Por María Daniela Yaccar
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Lobo estrenó en El Popular, espacio nuevo que les presta especial atención a los clásicos nacionales.
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Cuenta Sergio Lobo que, cierta vez, Armando Discépolo fue invitado por Luigi Pirandello a conocer el teatro que se hacía en Italia. Y que, comenzada la función que presenciaban juntos, el creador del grotesco criollo –cuyo estilo partía del de Pirandello– se percató de que “le habían choreado descaradamente su obra Mustafá”, dice el actor, director y dramaturgo a Página/12. La anécdota le sirve para ilustrar la grandeza de su amado Discépolo, el responsable del gran giro dramático que representó situar el drama de los inmigrantes en la habitación y no en el patio del conventillo. Una grandeza que, según él, no ha sido reconocida con justicia durante muchos años, en el marco de un desprecio por el teatro nacional, que se notaba ante todo en el ámbito académico. “Sabato decía que, de haber nacido en Estados Unidos, Discépolo hubiera sido más que Miller”, continúa Lobo, que montó El organito (de Enrique y Armando Discépolo) en el Teatro El Popular (sábados a las 21 en Chile 2076), un espacio nuevo en el que se pretende dar especial atención a los clásicos autóctonos. La obra, que tiene su disco, lleva música de Juan “Tata” Cedrón sobre letras del mismo Lobo.

“Es evidente que las cosas han cambiado”, recalca Lobo, quien acostumbra dirigir sus propios textos pero que se entusiasmó con la invitación de Anabella Valencia –la productora ejecutiva del teatro– de ponerse al frente de un grotesco. Es la primera vez que encara un texto de estas características. Eligió El organito, que se estrenó en 1925, porque es una de las obras menos representadas de Discépolo. “Ahora hay una Argentina mirándose a sí misma. Mientras que es inconcebible un Londres sin un Shakespeare o un París sin un Molière, acá, hasta hace unos años, no celebrábamos nuestra cultura. Durante mucho tiempo fue sometida a una ‘invisibilización’. En el IUNA te formaban con una mirada europea. Me acuerdo que en Semiótica estudiábamos los textos de Antígona. ¡Todos menos el de Marechal!”, recuerda de las épocas en que llegó a la ciudad de Buenos Aires para formarse en Dirección (es rosarino). “El kirchnerismo instaló una mirada hacia adentro, independientemente de la opinión que uno tenga”, sentencia. Es el momento propicio, entonces, para el “revisionismo teatral” que se propone esta sala, inaugurada en mayo.

Lobo aclara que esta puesta es “una versión libre” del material de los Discépolo, en la que él y los actores se han tomado algunas licencias: eliminaron a un personaje y acortaron el texto para que no dure lo que un espectador de estos tiempos no soportaría. “Los clásicos son incorregibles, perfectos. Pero modificamos El organito para decirlo hoy”, explica. El eje de esta adaptación es el conflicto generacional que se produce en una familia de inmigrantes italianos que vive en una humilde habitación en la Buenos Aires de los años veinte. El jefe de la familia, Saverio, se gana la vida como organillero. Hasta no hace mucho su socio era su cuñado Mamma Mía pero, debido a la decadencia del hombre, decide reemplazarlo por Felipe, un “hombre orquesta” de escasas luces. Florinda y Nicolás, hijos de Saverio, miran a su papá con recelo: no quieren que el dinero sea el rey de sus vidas y ansían un futuro alejado de la mendicidad. Anyulina, la madre, es una observadora resignada de la situación asfixiante. El elenco lo conforman Miguel Polizzi, Any Messore, Norberto Mizzi, Emiliano Mazzeo, Mayra Mucci y Gerardo Secco. El vestuario y la escenografía son dos puntos fuertes de la obra, en la que reina el color sepia. La inclusión de la música de Cedrón representa un “homenaje” al teatro de aquellos años, pues se emula el formato de sainetes y grotescos, que solían estrenar tangos.

–¿Siempre le gustó Discépolo?

–Me encanta desde mi adolescencia. Es paradójico, porque vengo de una familia peronista. ¡Y Armando era muy gorila! En cambio, Enrique no. Esto es muy doloroso en la historia de ellos: la adhesión ferviente de Enrique le resulta insoportable a Armando.

–Por sus preocupaciones como dramaturgo, es raro que Armando no haya sido peronista, ¿no?

–Tengo una teoría bastante audaz: el peronismo dejó a Armando sin tema, porque vino a dar respuesta a las grandes demandas que plantea el grotesco, que son económicas y sociales. Y también de argentinidad, de construcción de un símbolo nacional. El grotesco se queja de que no hay una patria que nos contenga. Los personajes viven pensando en su España, su Turquía, su Italia... El peronismo plantea por primera vez la idea de Nación. Y el sujeto central del grotesco empieza a irse de vacaciones a Mar del Plata y a participar del mundo. Entonces, ¡parece un chiste que Armando no haya adherido! Como él está cuarenta años sin escribir, hay una leyenda negra que dice que las obras las escribía Enrique, porque cuando él muere, Armando no escribe más. No creo que haya sido así. Pero sí creo que el peronismo lo dejó sin tema a Armando. Uno imagina a Florinda y a Nicolás con trabajo e integrados a una Nación...

–Esta es una obra marcadamente pre-peronista, que hace notar el antes y el después que representó el peronismo tanto en la dramaturgia como en la literatura nacional. ¿Coincide?

–Esta idea fue muy fuerte para nosotros cuando analizamos el material. En esta adaptación del clásico desde la mirada de hoy trazamos un paralelo: hay un debate claro de modelos en la Argentina actual. Como bien lo señala David Viñas en una investigación (El grotesco, inmigración y fracaso), el dinero es central en el grotesco: todo está basado en su falta y en las puertas que abre. La Argentina de los noventa, la pre-kirchnerista, también es una especie de pre-peronismo. El kirchnerismo cambió las cosas, sobre todo en términos de miradas. Los jóvenes de hoy no son los de los noventa. El modelo del menemismo era el del yuppie. Se pensaba que el dinero era el soporte natural de la gente. En cambio, los jóvenes de hoy nos enseñan la política a los de cuarenta. Y los viejos están más aferrados al anterior modelo. Lo que hicimos fue agudizar el enfrentamiento generacional entre padres e hijos del que habla El organito. Ni Nicolás ni Florinda tienen la certeza de que hay un futuro fuera del marco del grotesco, de esa casa, de ese ecosistema. Pero sospechan que hay algo. Ese algo, según mi mirada, son los gérmenes del peronismo. ¡Eso lo debe haber puesto Enrique! (Risas.)

–¿Y cómo fue el trabajo de adaptación, para hacer hincapié en ese conflicto entre padres e hijos?

–El cambio más notorio fue que eliminamos a Humberto, uno de los hermanos, un personaje muy típico del grotesco: el tonto, el loco, que a su vez es tierno y frágil. Sus textos los redistribuimos entre Nicolás y Florinda, porque Humberto producía cierto “ralentamiento” de la obra. Y la familia de dos hijos es más parecida a la actual. Tratamos de atenuar el sainete para profundizar lo denso del grotesco, que está en el fracaso de la herramienta, la desesperación por el dinero y la imposibilidad de comunicación: casi todos los textos son monólogos encubiertos. Aunque están planteados como diálogos no esperan respuesta. Trabajamos el tema de no mirarse. Miguel y Norberto, que interpretan a Saverio y a Mamma Mía, trabajaron mucho en el grotesco. Se notaba el contraste con los actores más jóvenes, que aprendieron mucho de ellos. Allí también hubo un cruce generacional.

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