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Miércoles, 6 de febrero de 2013
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Gabriela Izcovich y su adaptación de La música del azar

“Me apasiona pasar del mundo literario a la teatralidad”

En la versión teatral que la directora, actriz y dramaturga hizo de la novela de Paul Auster, el foco está puesto en “los vínculos, que son fundamentales porque de eso se trata la vida”, asegura. Puede verse en Samsung Studio.

Por Facundo Gari
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“Todo lo que no está y es imposible poner lo completa el espectador. Hay una cosa muy ingenua en venir al teatro”, asegura Izcovich.

“Si querés torturarme, invitame al teatro”, ofrece Gabriela Izcovich, en los antípodas del romanticismo. Su carrera en actuación, dirección, dramaturgia y adaptación teatral no la puja a la hipocresía de decir que no la aburre. Tampoco el reconocimiento, sea en forma de galardones, de aplausos o de frenadas en la calle, cuando la registran como la esposa de Peretti en Tiempo de valientes. Ni siquiera lo “comercialmente correcto” que sonaría escucharla decir lo opuesto en momentos en que La música del azar, su versión escénica de la novela homónima de Paul Auster, se muestra de jueves a domingo a las 21 en el Samsung Studio (Pasaje 5 de Julio 444), un espacio teatralmente “no convencional” que le permite jugar al tablado móvil. Izcovich se banca la contradicción, la asume y la reelabora en el placer que le produce el traspaso del libro al movimiento. De hecho, el título de la pieza funciona de manera lineal o como oxímoron, y lo mismo son dialógicas e incluso ambiguas las relaciones entre unos personajes que hablan como el estadounidense escribe, con filo.

Es la primera vez que Auster cede los derechos de una obra narrativa para llevar a escena. Publicada en 1990, La música del azar retrata las peripecias en que deriva el encuentro rutero entre el bombero aficionado al piano Jim Nashe, que se sube al auto con destino incierto tras cobrar una herencia paterna y ser abandonado por su esposa, con Jack Pozzi, un joven jugador de poker con más ambiciones que seguridades. La historia se dispara hacia un acuerdo de inversión, un encuentro desafortunado, una turbia partida de cartas con un par de ricachones y un muro a modo de castigo. En su correlato teatral, en el que Nashe se llama Nelson Barrientos, la mirada está centrada en “los vínculos, que son fundamentales porque de eso se trata la vida”, asegura Izcovich. “Desde que uno nace, el vínculo con tus padres diseña el camino a seguir y los personajes son dos tipos con padres que los han abandonado y que, en parte por eso, establecen un lazo muy fuerte.”

A punto de partir de vacaciones, como evidencia la gran valija roja que trae a la entrevista con Página/12, Izcovich cuenta que además de gustarle la prosa de Auster siempre estuvo atenta a la “capacidad” del escritor para publicar con tanta asiduidad. “No es por una cuestión de best seller: escribe porque no puede parar.” En eso se parecen: ella escribe cuentos, obras de teatro (concluyó ya la que será su próximo estreno, Bocas de registro) y adaptaciones de grandes autores contemporáneos, como Sándor Márai, Antonio Tabucchi y Siri Hustvedt. De hecho, fue a través de Hustvedt, esposa de Auster, que llegó a los derechos para hacer la pieza. Así lo reseña: “Hace años adapté de Siri The Blindfold (Los ojos vendados; la puesta se llamó La venda), una locura que me mandé en La Carbonera. Ella vino a verla y establecimos una relación amena. Hace dos años regresó a presentar La mujer temblorosa o la historia de mis nervios y fuimos a cenar. Le dije que tenía la fantasía de adaptar a Auster. Le pareció interesante y me alentó, sobriamente, como es ella. Me aconsejó El fantasma, de La trilogía de Nueva York, pero a mí no me gustó tanto. Como al pasar me dijo, después, La música del azar”.

–¿Usted no tenía ninguna en mente?

–Sabía que quería adaptar a Auster pero no sabía qué obra. De La música del azar no había leído la novela ni visto la película (de Philip Haas, estrenada en 1993), a la que me resistía porque no quería que me influyera. Leí la novela y la encontré muy cinematográfica.

–¿Teatral no?

–Juro que no. Lo que tiene, como Terapia, de David Lodge, es un diseño de personajes y diálogos extraordinarios. Esa es una base muy buena para la teatralidad. Después te las tenés que ver con la intemperie, con un muro, con un viaje en auto en la ruta. Esos fueron los problemas, pero lo bueno es que uno cuenta con la imaginación del espectador. Todo lo que no está y es imposible poner lo completa el espectador. Hay una cosa muy ingenua en venir al teatro.

–¿En qué sentido?

–La gente se viste y se baña para venir a ver algo que es mentira. El ritual me parece raro. A veces me pregunto cómo puede ser que el teatro subsista al lado del cine, la tele o Internet. Creo que es porque hay algo mágico: el cuerpo está en vivo, se siente la respiración del otro. La tele o el cine te lo dan todo: un mar, una playa, la India, todo lo que quieras. En el teatro tenés que imaginar. Odio las escenografías que intentan reproducir algo imposible, quedan unas truchadas monumentales. A la carencia en el teatro la suple la imaginación del espectador.

–La puesta de su obra es muy despojada: quizá el gran desafío fuera el muro.

–Muy grande, tuve muchas ganas de no ponerlo.

–¿Aún siendo central?

–Sí. Muchas veces le dije a Gabriel Caputo (diseñador de escenografía) que pusiéramos una sombra y que los actores hablasen como si el muro estuviera lejos. De hecho, todavía me molesta, se nota que no es piedra de castillo. En general, trabajo muy despojadamente. A los productores les viene bien mi economía de recursos, pero la tengo no por una cuestión económica sino porque en el teatro no se deben hacer truchadas. Encima se gastan dinerales en escenografía. Prefiero no poner nada más que el cuerpo del actor.

–Al leer uno se hace una imagen mental de los personajes. ¿Rigió en la designación de los roles?

–Absolutamente. Trabajo con actores que me gustan mucho, que le ponen una garra tremenda al laburo. Venimos ensayando en mi estudio de Colegiales hace cinco meses, como si fuera un trabajo cooperativo. No lo es, porque me produce Jorge Telerman (a través de la productora La Tienda de Atrás), pero el encare fue de esa manera. No me imaginaba la combinatoria “actor famoso, Corrientes, Auster”. Me lo hacía más para otro tipo de espectador.

–Auster ha admitido influencias de Beckett. ¿Las notó al realizar la adaptación?

–No lo puedo comparar con nada porque para mí directamente no es teatral. No encuentro nada de Beckett. Podría decir que tiene un gran manejo del diálogo, por momentos. No le encuentro ecos teatrales.

–¿Narrativos sí? Hay quienes dicen que Murakami se le parece, de entre los contemporáneos.

–Puede ser. Me leí todo de Murakami. Me encantan sus cuentos, tienen un registro absolutamente distinto al de las novelas. Es muy Carver. Después descubrí que lo traduce al japonés.

–¿Murakami podría ser una próxima adaptación?

–Podría ser, tiene unos cuentos extraordinarios. Pero no sé por qué elijo a los autores que elijo. De repente me digo “ay, ay, ay”. Me está pasando ahora con una escritora italiana: Margaret Mazzantini, que también es actriz. Me compré una novela que se llama Nadie se salva solo, muy teatral. Ahora estoy leyendo otra suya y me está tentando. De hecho, le escribí a su agente.

–Es una lectora voraz.

–Leo cuando tengo tiempo: soy madre y me gusta dedicarme mucho a mi casa. Pero leo muy apasionadamente. Cuando me gusta un autor, voy con todo. Pienso mucho teatralmente.

–¿Cuál es su concepción sobre la adaptación?

–Me apasiona pasar del mundo literario a la teatralidad, pero no tengo un desarrollo teórico de nada. Una vez estaba dando una charla en Barcelona a estudiantes de dramaturgia de quinto año. Nunca estudié dramaturgia ni dirección, mi título es de actriz. Cuando entré, les pregunté qué estudian en quinto. “Este año analizamos a Molière.” Les respondí: “¿Ustedes se creen que Molière estudió cinco años de una carrera para aprender a escribir? Esta cosa los va a matar, los va a influir mal, los va a aplastar”. No se puede estudiar un año a Molière, porque él no lo hizo con ningún autor, me juego las pelotas. Para mí estas cosas son pura intuición, como pintar o actuar. Muchas veces me pasa que hay chicos que entrenan conmigo hace tres años y, no por decir que son malos, de repente viene uno que en la puta vida hizo actuación, se para ahí y decís “es maravilloso”. El traspaso de la literatura a la dramaturgia no sé cómo se hace ni por qué lo hago. Creo que tiene que ver con que leo mucha literatura. No me gusta leer teatro, salvo a Pinter, ni ir a verlo.

–¿Sufre yendo a ver sus obras?

–Las hago con placer y las veo con intenciones de corrección. Soy muy presente, pero las veo en función del control. Cuando voy a ver a mis amigos, lo hago por amor a ellos. Lo que me fascina es el momento de la escritura, de soledad, que luego se quiebra con la aparición del género humano, los actores. Ese momento social también es placentero.

–Lo de hacer a un lado a los “maestros”, ¿es una cuestión de osadía creativa?

–Estudiá un año a Molière y después no vas a podér escribir nada. Te aplasta las ideas. Hace un tiempo estaba en una charla en Florencia y me puse a hablar con una chica divina, escultora italiana. Ella me decía: “No puedo crear”. Yo le respondía: “¿Cómo vas a crear escultura en Florencia, querida? Si tenés Miguel Angel rodeándote hasta las pelotas”. La formación para un creativo puede ser aplastante. En ese sentido creo que es positivo para nosotros vivir en el culo del mundo. Creo que en la Argentina se hace buen teatro porque no tenemos influencias, porque no tenemos reglas ortodoxas. Nos chupa todo un huevo. Yo hice la carrera durante la dictadura y no podía leer a nadie, estaba todo prohibido, y ese horror me dio la posibilidad de inventármelo. La carencia te mata o te potencia. Por eso acá el teatro es tan bueno. Te metés en cualquier salita y encontrás joyitas. Eso sí me apasiona. No me banco el teatro comercial.

–Aunque no la teorice, ¿aproxima la adaptación a la creación?

–Sumamente. El traspaso es creativo. Hay una capacidad de síntesis de información que te da la novela. Volver eso teatral es concentrar. Siempre pienso además en la figura del actor, en sus movimientos, sus silencios, su mirada.

–Para La música del azar, ¿usó la traducción de Anagrama?

–No, me basé en el texto en inglés y la comparé con la traducción de Anagrama, que me parece muy lejana. Hay editoriales más amenas. Cuando hice la adaptación de El último encuentro, de Márai, fue sumamente placentera la de Salamandra. Yo le decía a Hanif Kureishi: “Leerte en Anagrama es como si fueras del Siglo de Oro español”. La gente de Anagrama conmigo siempre ha sido encantadora para los contactos con los autores, pero no me gustan sus traducciones.

–¿Se puso límites a la hora de tirar el lenguaje hacia lo argentino?

–Lo volví bastante porteño. Me cuesta trabajo romper con la literalidad. Al trabajar con el autor es cuando todo se vuelve más coloquial. Ahí me empiezo a distanciar de lo que es el germen de la novela.

–Ha adaptado obras de grandes autores contemporáneos. ¿Cómo llega a semejantes exponentes de la literatura?

–Creo que les resulta relajado y atractivo que una demente como yo les pida los derechos. En general me los facilitan hasta económicamente. Les relaja que esté en el culo del mundo: si sale mal, nadie se va a enterar. Pero resulta que después salen bien y vienen a verlas. Pasan las maravillas.

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