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Viernes, 4 de octubre de 2013
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DOÑA ROSITA Y EL DON JUAN CRUZA A LOS PERSONAJES DE GARCIA LORCA Y MOLIÈRE

Un mundo surgido del choque de otros dos

La puesta de Rodrigo Cárdenas, que puede verse los domingos en el Teatro Payró, imagina al Don Juan como el primo que deja para siempre soltera a Doña Rosita. Y a pesar de estar basadas en dos obras anteriores, construye verdadera dramaturgia.

Por Paula Sabatés
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En la obra de Cárdenas, Doña Rosita queda soltera, pero el Don Juan no muere.

El teatro actual demuestra cada vez más que la escritura de un texto de teatro no es algo ni tan rígido, ni tan limitado. Un ejemplo de esto se ve en la obra Doña Rosita y el Don Juan, una realización de la compañía teatral Farolito, que dirige Rodrigo Cárdenas y que se puede ver todos los domingos a las 19 en el Teatro Payró (San Martín 766). Como se puede prever de su nombre, se trata de la unión de las obras Doña Rosita la soltera, de Federico García Lorca, y Don Juan, del francés Jean-Baptiste Poquelin, más conocido como Molière. Sin embargo, pese a haberse basado en dos textos ya existentes, lo que construye Cárdenas es una verdadera dramaturgia. Ya no importa únicamente si los parlamentos que dicen los actores son los de las piezas originales, o no, sino más bien la astucia del nuevo autor para unirlos, su capacidad de construir un mundo que surja del choque de esos dos y de hacer del texto resultante uno nuevo, con existencia propia.

Doña Rosita la soltera cuenta la historia de una promesa de matrimonio entre dos primos. En pleno noviazgo, él debe irse de viaje por trabajo, dejando a Rosita sola, a la espera de su vuelta. Pero el tiempo pasa y eso no sucede. El nunca regresa y Rosita envejece sola, soltera y desesperanzada. Por otro lado, la tragicomedia de Molière presenta las aventuras de Don Juan, un personaje infiel, seductor y libertino que vive seduciendo a mujeres, lo que le vale varias enemistades hasta el final de su vida. Lo que hizo Cárdenas fue tomar como base la obra de Lorca y hacer de la de Molière un acompañante. Así, Don Juan se convierte en aquel primo de Rosita, a quien el viaje le viene más que bien para seguir conquistando mujeres.

El elenco de la obra está compuesto, entre otros, por Gabriela Vilallonga, Susana Machini, Gabriel Virtuoso, Nelly Queirolo, Pilu Quirno y Marcelo Frasca, quienes tienen los personajes de mayor aparición. Las performances resultan extrañas, pero porque el director eligió un tipo de actuación arriesgado. El texto de los autores aparece como declamado y hay una sobreactuación y grandilocuencia propias del teatro de otra época. Cierto es que los textos de base corresponden efectivamente a otros tiempos, pero el código resulta evidentemente lejano para el espectador y también para los actores. Se nota la dificultad, sobre todo, en el acento español elegido para la obra, tonada que no a todos los actores se les fue marcada o que no todos respetan.

Lo que sí hay es una buena coordinación escénica, sobre todo teniendo en cuenta que hay quince intérpretes en escena, incluyendo a un músico en vivo y un cantor, ambos de gran aporte a la pieza. Las escenas están bien marcadas y ningún actor queda deslucido frente a otro, pese a la gran cantidad de cuerpos moviéndose sobre el escenario. Eso tiene que ver también con el diseño escenográfico, a cargo de Alejandro Mateo, que está hecho como en perspectiva y que permite que haya varios “niveles” de profundidad hacia el final del escenario, por donde los actores pueden ir y venir.

También resulta extraño el contexto en el que Cárdenas sitúa la obra, que se desprende de la misma dificultad ya mencionada. Si mezclar dos escrituras tan disímiles como las de Lorca y Molière resulta complicado, no es menor el problema que se presenta al intentar juntar las circunstancias de estas dos obras. La de Molière fue estrenada en 1665 y está situada en Sicilia. La de Lorca, en cambio, transcurre en Granada y fue escrita en 1935. El desfasaje que hay entre estas piezas, en la de Cárdenas se transforma en un problema. A juzgar por el acento de los personajes y por algunos de los vestuarios, el espectador puede imaginarse que lo que se ve ocurre en alguna ciudad de España, aunque es dudoso. Por otro lado, casi no hay indicadores temporales. El envejecimiento de Rosita no se nota y tampoco el cambio en la moda y las costumbres de aquella sociedad, cosa que debería pasar, ya que la obra presenta saltos temporales en dos oportunidades.

Un recurso muy interesante tiene que ver con el manejo que se hace sobre la figura del autor. Técnicamente, Doña Rosita y el Don Juan tiene tres autores (Cárdenas, Lorca y Molière), y todos ellos aparecen de alguna u otra forma en escena. El primero lo hace de forma implícita, como huella de la escritura dramática mencionada. En cambio, los otros dos tienen una aparición literal. Un personaje que no habla se encuentra sentado en el lateral izquierdo del escenario; es misterioso y no se entiende bien qué hace ahí. Progresivamente, el espectador se va dando cuenta de que se trata de uno de esos autores gracias a que los personajes de la historia, sobre todo Rosita, lo miran intempestivamente como pidiéndole que intervenga en diversas situaciones. Se trata de una forma novedosa de explorar el recurso metateatral, aunque el público nunca llega a comprender si es Lorca, Molière, o ambos en una misma persona.

El final, justamente, es otro es de los logros de la obra. Cárdenas no opta por el cierre de ninguna de las obras de base sino que a la conjunción de historias le encuentra un nuevo desenlace, propio, original y divertido. Rosita queda soltera y eso se mantiene, pero Don Juan no muere como en la obra que lo tiene como protagonista. El público agradece que Cárdenas se haya tomado esta licencia, que otorga una de las únicas sorpresas de la historia, justamente por no ser previamente conocido. Por eso resulta curioso que el director haya decidido que fuera el autor francés y no él quien “escribiera” ese final.

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