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Viernes, 12 de septiembre de 2014
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LOS MALDITOS, DE ADRIAN BLANCO Y JOSE PAEZ, SOBRE TEXTOS DE ROBERTO ARLT

La intensidad de una esencia furiosa

En esta expansiva historia de un (des)amor, lo que empieza siendo el relato de un vínculo termina siendo una denuncia a la Iglesia Católica, al capitalismo y a la avasallante sociedad de consumo. Puede verse viernes y sábados en el Centro Cultural de la Cooperación.

Por Paula Sabatés

Es como si nada le hubiera alcanzado a Roberto Arlt cuando escribió La fiesta del hierro. Como si una historia de amor le hubiera parecido algo demasiado simple, algo demasiado banal, y entonces tuvo que agregarle un conflicto político, uno religioso, uno social. Como si hubiera seguido al pie de la letra el manifiesto artaudeano (en toda su obra, en realidad) y todo en su teatro fuera “cruel”, estado de degeneración que entra por la piel y le devuelve así la metafísica al espíritu. De una historia simple hace una grande, con sangre, pasión, lujuria, poder, el bien y el mal. Una auténtica aguafuerte porteña. Y como de una obra tan potente no podría salir una versión que no lo fuera –a menos que se tratara de una que no hubiera comprendido su texto madre–, Los malditos, pieza que tienen en cartel Adrián Blanco y José Páez, respeta esa esencia furiosa y se presenta como una de las propuestas más intensas de la cartelera porteña.

El elenco de Los malditos se destaca por su solidez.

Tanto en lo que refiere a la puesta en escena como a la trama misma, Los malditos pareciera ser una obra en expansión. Hasta el final abre caminos, sin parar, tal como hizo alguna vez Arlt. En un principio, el drama gira en torno al señor Gurt y su flamante y seductora esposa, Mariana, que lo engaña con su socio en una especie de bosque (no queda muy clara la geografía de la historia, pero el relato pareciera no transcurrir en una gran ciudad). Su hijo, Julio, descubre a su madrastra y le saca fotos, que planea dar a conocer durante los festejos del nuevo aniversario de la fábrica de armas de su padre. Hasta ahí, una historia de (des)amor. Pero a los quince minutos de empezada la obra, los amantes se vuelven dos, los extorsionadores cuatro, y las víctimas (y victimarios) tantos como actores y personajes hay. Y entonces lo que empezó siendo el relato de un vínculo, termina siendo una denuncia a la Iglesia Católica, al capitalismo y a la avasallante sociedad de consumo.

Los elementos de la puesta en escena, sobre todo la escenografía a cargo de Marcelo Valiente, también se ramifican, necesariamente, frente a este panorama. El escenario de la Sala Solidaridad (segundo subsuelo del Centro Cultural de la Cooperación) presenta de entrada tres espacios bien delimitados: a la izquierda, la parroquia del pueblo; a la derecha, la oficina del señor Gurt, y en el centro, justo frente al público, el bosque, simbolizado con un frondoso árbol. Pero cuando la historia avanza, la iglesia pasa a ser la habitación de Mariana y al árbol lo dan vuelta para convertirlo en una máquina satánica diseñada para que en la fiesta de la empresa de Gurt haga vivir a los invitados un ritual sagrado e inolvidable. La oficina de este último, sin embargo, continuará siempre en su lugar. La discusión política que mantiene con un socialista hará pensar que no es casual que se encuentre a la derecha del espacio que ve el público, pero eso queda a libre interpretación de quien observa.

Como la dramaturgia, voraz, descarnada, también es destacable la dirección de actores, a cargo del propio Blanco (a juzgar por sus trabajos anteriores, un auténtico arlteano). El director reunió a un elenco muy sólido, del que se destaca Atina del Valle, una pequeña Marilyn porteña que encarna de forma impecable a una Mariana que es a la vez seductora e insegura, infiel y enamoradiza, poderosa y frágil. También hacen un gran trabajo Claudio Pazos, en una sentida interpretación del diablo; Julio Pallares, que encarna a un sacerdote que reúne en su mirada todas las miserias de esa institución tan polémica que es la Iglesia Católica, y Francisco Oriola, que hace a un mayordomo jorobado y deforme de una forma precisa y muy sostenida. El resto del elenco, conformado por Nayi Awada, Jorge Diez, Sol Janik, Marcela Jove e Hilario Quinteros, también tiene una muy buena participación.

Podría objetárseles a los autores que el hecho de haber abierto tantos senderos en la historia hace que algunos de ellos queden truncos, sin solución. Es el caso, por ejemplo, de los romances paralelos de Mariana (faltan, quizá, los porqué y para qué) o de la confesión de su analfabetismo, ingrediente que se pierde luego entre tanto enredo y queda algo injustificado. Por lo demás, se trata de una obra muy bien lograda, que es capaz de conjugar el mundo deshumanizado que planteó Arlt y los ideales de representación que propuso Artaud, y así mostrar las pasiones y la ferocidad del alma humana.

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