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Martes, 23 de septiembre de 2014
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Ojcar Navarro Correa habla de su obra La persistencia de los grillos

“El teatro pasa por las sensaciones”

El dramaturgo y director creó esta puesta de una historia de abuso infantil, identidad de género, violencia de género, entre otras problemáticas, que impacta sin soluciones ni resoluciones. Puede verse los viernes en el Teatro del Pueblo.

Por María Daniela Yaccar
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“Descubro los temas que transita la obra cuando termino de escribirla”, afirma Navarro Correa.

Segunda parte de una trilogía, La persistencia de los grillos es tan fuerte como su antecesora, Pajarito. El autor es Ojcar Navarro Correa –se llama Oscar, pero prefiere Ojcar–, un mendocino que ahora vive en la ciudad de Buenos Aires y que repasa vivencias, paisajes y personajes de su geografía natal. Historia de abuso infantil, identidad de género, violencia de género, entre otras problemáticas, La persistencia... (viernes a las 21 en el Teatro del Pueblo, Roque Sáenz Peña 943) impacta sin soluciones ni resoluciones. Navarro Correa es también el director de esta puesta hiperrealista, en la que son fundamentales los cuerpos de los tres actores, además del sonido y la iluminación, en el desafío de recrear un patio de un suburbio mendocino, un viñedo ubicado entre el campo y la ciudad.

“Esta trilogía aborda el mundo de lo suburbano y lo marginal”, define ante Página/12 el autor, con pasado de poeta y, en la actualidad, también titiritero. Creció en el barrio La Gloria, al sudeste del municipio de Godoy Cruz. Tierra peligrosa, de narcotráfico, robos y allanamientos, según los medios de comunicación. “Vivir en un barrio cercano a uno marginal, al límite de una villa, te pone en contacto directo con ese mundo. Me conforta que las historias revelen la humanidad de los personajes, no sólo sus fatalidades. Descubro y acentúo sus aspectos humanos, corriéndome del estereotipo. Me posiciono a favor de ellos, trato de interiorizarme en qué le sucede a cada personaje para trabajar la profundidad de una clase social que uno ve desde afuera. Los medios siempre están estigmatizando, mostrando muy poco cómo es estar ahí adentro”, dice Navarro Correa.

Muy cerca del público, que rodea al escenario haciendo una “u”, está ese patiecito mendocino donde los grillos no se callan. En la casa vive una pareja, la que conforman Rosa (Carolina Maldonado) y Jordán (Jorge Incorvaia). Vive una niña, también, que en este momento no está porque le están preparando un cumpleaños sorpresa. Diego Amador, como Carolina, construye un personaje fascinante: una travesti justiciera y divertida que baila cumbia en una noche de mucho, mucho calor. La tensión está presente durante toda la obra, en la que se revelan situaciones de pedofilia y se teje violencia de distintos tipos. Lo más interesante es la búsqueda del equipo por la construcción de un verosímil que es muy difícil de conseguir: todo parece muy real –los sonidos, la iluminación; Jordán con esa panza, transpirado, afilando sus cuchillos; Carolina con un short cortito y en cuero, descubriendo su identidad–, al punto de que los actores no salen a saludar, quizá para evadir la frontera que separa la realidad de la ficción. “Mi próxima obra, posiblemente estrene el año que viene, ya está escrita. Se llama Destacamento y sucede en un destacamento policial ubicado en una villa. Se comete un caso de gatillo fácil y la gente del barrio intenta tomar la comisaría y se arma un descontrol”, adelanta Navarro.

–¿Cómo se construye una obra sobre temáticas sociales tan a la vista sin bajar línea?

–Si el teatro no pasa por las sensaciones, hay algo equivocado. La combinación de trabajar temáticas sociales con las vivencias emocionales del público es consciente en mi búsqueda: me interesa un teatro en el cual el tema tratado no esté apoyado en lo discursivo. No tengo ninguna intención de decir nada con lo que digo. La obra cuenta por sí misma. Si no, haría política, no arte. De todos modos, considero que mi teatro es político. Y el final del espectáculo tiene que ver con mi decisión política: los actores no salen a saludar. Esto ha impactado a mucha gente de modo molesto, porque necesita la presencia del actor y me la ha reclamado. Hubo quienes me tildaron de pretencioso, pero nosotros queremos corrernos del pedestal. Es una decisión grupal, estética y política. El público se tiene que enfrentar con estas obras de esta manera, tomando la decisión de ver qué pasa con su idea acerca de cierto sector de nuestra sociedad y qué pasa cuando va a la calle y ve a un chico comiendo de la basura. Entonces, no hay nada para aplaudir.

–Entre las sensaciones que pueden despertarse en el público están el asco, el desagrado. ¿Hay una intención de impacto?

–Me costó mucho escuchar a Jordán decir lo que dice. Entiendo al público porque me choqué con ese personaje, pero no puedo juzgarlo. Sabía que iba a generar impacto y rechazo. Exceptuando a Jordán, que es un ser brutal, los personajes fueron nutridos de una esencia que incluye la ternura. Es un elemento esencial para conjugar este mundo tan precario, violento y áspero, y hace que uno pueda identificarse con ellos.

–¿Considera que es una obra hiperrealista?

–Sí, hay una realidad de la que extraigo un trozo y lo coloco dentro del teatro lo más parecido posible a cómo es. No hay un elemento “metaforizante” dentro de la obra. Hay elipsis de tiempo que marcan distintas escenas, lo cual podría romper la idea de hiperrealismo, porque ese es un rastro teatral. Se repitió el equipo técnico de Pajarito: el sonido, las luces, la escenografía y el vestuario salieron del mismo grupo. Creo en el teatro que se apoya en la luz, en el espacio y en los actores como disparadores de un potencial de imagen, plástico. Una planta puesta en una maceta que es una lata de aceite construye un mundo, no es un capricho. Es muy minucioso el estudio.

–Pajarito había surgido de sus vivencias en Mendoza. ¿Qué relación tiene esta segunda obra con la realidad?

–Fue un hallazgo Pajarito; en cambio, en las otras obras hubo una búsqueda más consciente. Esta nació en un verano que me fui a Mendoza. Iba en el colectivo y vi a una chica travesti atravesando una avenida. Era muy particular su forma de vestir, no estaba súper producida. Se veía como una travesti “nueva”, en proceso de trabajar su identidad. Me quedé con esa imagen. Un poquito después falleció (Leonardo) Favio, y yo soy un enorme admirador suyo. Quería rendirle un homenaje, sobre todo pensando en El dependiente. Quería tomar algunos de sus códigos. Un día, en un patio como el de El dependiente, imaginé a la travesti parada debajo de un parral. Primera imagen. Ninguno de los personajes de La persistencia... es real. No los conozco, como sí conocía a los de Pajarito.

–En cuanto a lo temático, hay un paseo por muchos conceptos, lo que quizá los articula es la violencia.

–Descubro los temas que transita la obra cuando termino de escribirla. Me sirve terminarla y decir: esta obra atraviesa el abuso, el maltrato a la mujer, la marginalidad, la identidad de género. El maltrato no pertenece a una clase social en particular, pero en el aislamiento de los personajes, en ese suburbio, muestra el poco control que hay sobre esas problemáticas. Esta violencia existe también en el country más cheto, pero el mundo de la burguesía no me interesa. Me interesa trabajar personajes que necesitamos conocer desde otro aspecto. Los conocemos cuando delinquen, asesinan y matan. No conocemos sus vínculos, las tristezas, la identidad, lo que sufren, lo malos que son y lo buenos que pueden ser. Mis tres obras atraviesan la violencia física infantil. La infancia corrompida, violada. Aunque los personajes sean adultos, hay algo en la niñez que sucedió que fue distinto a lo que sucedió en las nuestras, cuidadas y protegidas.

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