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Miércoles, 12 de noviembre de 2014
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Jorge Palant y sus cuatro obras sobre la represión y el exterminio

“Yo fui autor antes que psicoanalista”

El dramaturgo y médico psicoanalista presenta en el Teatro Tadrón cuatro puestas que reflexionan sobre la dictadura militar y el rol que jugaron ciertos sectores civiles. “El mal nos toca. No podemos preservarnos indefinidamente”, señala.

Por Hilda Cabrera
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“Al escribir es importante recordar que el obstáculo mayor a lo verdadero es la pequeñez personal.”

Las diversas actitudes ante la represión y el exterminio llevados a cabo durante la última dictadura militar son materia central en las cuatro obras que el dramaturgo y médico psicoanalista Jorge Palant acaba de estrenar en el Teatro Tadrón (Niceto Vega 4802). Dos de éstas, enmarcadas bajo la denominación de “complicidad civil” (que no significa masiva). En Derretida máscara obscena, un hijo descubre que su padre empresario no fue ajeno a los crímenes cometidos durante la dictadura, y en El pueblo en sombras, un tal Babucha Carrasco intenta convencer al fantasma de una mujer que se dispone a caminar en ronda que él no tuvo “nada que ver” con la desaparición de su marido, cuando “el Alto Valle quedó a oscuras”. Madre sin pañuelo (distinto camino... una misma lucha) es el inquebrantable anhelo de justicia de una madre por su hija asesinada, y Encuentro en Roma, el deseo de entendimiento entre una madre y una hija exiliada. En esta entrevista, Palant (Las visitas, Antes de la fiesta, Tango roto, Réquiem, Par... Elisa y Judith, entre otras obras premiadas y presentadas en Italia, Francia y Uruguay) señala en principio la acción devastadora de la impunidad “favorecida por el aparato represivo”. El autor se refiere a un lapso determinado de la historia argentina, aunque se sabe que el uso arbitrario del poder y las acciones sin castigo atraviesan otros períodos. “Cuando alguien ejerce el poder y lo usa de una manera brutal, cree que esa situación será para siempre y no tendrá que rendir cuentas. Pero tambalea cuando los poderes de la democracia le caen encima. Esos impunes tienen abogados hábiles, pero no creo que lo pasen bien”, sostiene.

–¿Los impunes se arrepienten? La realidad muestra lo contrario...

–Pero el reclamo avanza, y a veces dentro de la familia. En Derretida máscara obscena la situación puede parecer exagerada, pero tiene la verosimilitud propia del teatro que requiere ir más allá de la información. Si no fuera así, el hecho teatral no tendría significado. Encuentro en Roma es una obra distinta a las otras. No tiene el apoyo impulsor de un texto que se basa en las distintas expresiones del horror. Es la historia de una relación compleja entre madre e hija, una relación de amor y odio que no nace de elecciones políticas, sino de los malentendidos de la existencia, esos nudos difíciles de desatar que generan angustia.

–¿El malentendido es uno de sus temas?

–El malentendido se relaciona con aquello de “qué dije y qué entendió el otro y por qué lo dije”. Es interminable. Lo analicé en un escrito sobre escenas de Otelo, de William Shakespeare, y El cornudo imaginario, de Molière. Y es uno de los pequeños núcleos de un trabajo sobre el tango, donde diferencio el tango como baile del tango con letra. El baile nos muestra a una pareja compenetrada, pero cuando el tango “habla”, esa unión se rompe y cuenta historias de desencuentros.

–¿Con estos artículos y Tres piezas con prostitutas intentaba otra línea de trabajo?

–Tres piezas... la estrené en 1999, dirigida por Antonio Ugo. Buscaba personajes que en cualquier circunstancia intentaran hallar una salida positiva. En Réquiem (2004) lo hallé en Milena Jesenská (escritora y periodista checa que tradujo relatos de Franz Kafka y murió en el campo de concentración de Ravensbrück, Alemania). Ella actuaba en positivo, reunía a la gente para hablar de política y filosofía. La mataron, pero no se entregó nunca. La chispa de Réquiem fue el trabajo con los opuestos. El otro personaje es el fotógrafo Kevin Carter, que ganó el Pulitzer por una foto sobre el hambre en Africa. Carter fotografió a una niña que agonizaba y un buitre que permanecía cerca esperando su muerte. Carter sintió que no podía hacer nada para salvarla y se sentó a llorar.

–Se refería al honor y la dignidad. ¿Qué diferencia a uno de otra?

–No sé si hay exactamente una diferencia. El honor es algo que puede atravesar o instalarse de tal manera que “pegue” en el orgullo. Más allá de los sinvergüenzas que dicen haber sido heridos en su honor, la diferencia está, creo, en el orgullo, porque en el honor, la persona se mete en situaciones ideales, en querer ser de una determinada manera. La dignidad no es estruendosa, sino callada. Se es digno para aceptar o rechazar lo que nos depara de la vida y se tiene dignidad para vivir y para morir.

–¿Con Encuentro en Roma se acerca más a su profesión de médico psicoanalista?

–En realidad, empecé a ser autor de teatro antes que psicoanalista. A los 17 años leí una obra mía en Argentores. Había cursado un seminario para autores noveles que dirigía mi padre, Pablo Palant (Pablo Tischkovsky Blant, dramaturgo, guionista, traductor). Pero mi debut fue en 1965, en el Teatro Libre Florencio Sánchez (cerrado en 1978). Es extraño, pero algunos elementos de una obra que dirigió mi padre y después se perdió reaparecieron en Encuentro en Roma, que no escribí pensando en aquélla. Son esas cosas de la memoria. Sobre mi formación, es probable que en mis obras haya rasgos de mi práctica del psicoanálisis, incluso a veces creo que se juntan, pero no tienen que ver con el conocimiento de cómo es la persona o el personaje. Si fuera así, no podría escribir una línea. Tampoco interesaría. Aquello sobre lo que escribo debo recibirlo como si me llegara por primera vez. El novelista estadounidense Henry Miller decía “¿cuándo escribió Van Gogh acerca de cómo se debía pintar?”. En este sentido, el psicoanálisis juega a veces en contra. Si interpreto lo que estoy escribiendo, paralizo mi trabajo.

–¿Prefiere partir de imágenes?

–Como lo hace la mayoría de los escritores, pero en mi caso las imágenes están sólo en el comienzo, después aparecen las palabras. Eso es lo que me da aire de autor algo antiguo. En este momento hay mucha gente joven en el teatro a la búsqueda de formas y contenidos. Tienen derecho. Descubren la vida y el mal, y no sólo aquellos valores considerados fundamentales, como el amor y la solidaridad. El mal nos toca. No podemos preservarnos indefinidamente. Si fuera así, seríamos como los personajes de la novela El arrancacorazones, de Boris Vian, donde se “protege” a un hijo colocándolo dentro de una jaula.

–¿Qué rechaza en los autores?

–No estoy de acuerdo con los que se muestran convencidos de que la libertad para escribir, la libertad creativa, implica quitarse el “lastre” de algunos hechos del pasado, de los horrores que hemos padecido como país. En términos de lo que intentamos al escribir es importante recordar que el obstáculo mayor a lo verdadero es la pequeñez personal. Aquello fue un genocidio que a veces se banaliza con expresiones frívolas, como las relativas el complejo de Edipo. La gente olvida que es una tragedia.

–¿A qué apuntan sus escritos sobre psiquiatría, incluidos los de clínica infantil, y los dedicados a la relación entre el psicoanálisis y el teatro?

–Practico el psicoanálisis desde hace cuarenta años y me especialicé en niños. Publico mis investigaciones en la revista Conjetural (fundada y dirigida por Jorge Jinkis). Nunca escribí en formato libro, pero se está proyectando armar una colección con otros psicoanalistas. Organicé seminarios sobre teatro y psicoanálisis (La literatura dramática en el inconsciente). Un recorrido a la vista de los grandes psicoanalistas, de Sigmund Freud y Jacques Lacan por ejemplo, de los interrogantes que plantean en relación a los porqués y a cómo se acercaron al teatro, en qué momentos y a qué obras. A las razones que llevó a Freud a reflexionar sobre los tres cofres que el personaje de Porcia introduce en una escena de El mercader de Venecia. Y la influencia que ejerció sobre él la producción del dramaturgo noruego Henrik Ibsen. El teatro interesó siempre a los psicoanalistas. Lacan dedicó capítulos enteros a Hamlet, de Shakespeare; Antígona, de Sófocles, y obras de Molière.

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