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Martes, 10 de marzo de 2015
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El director Román Caracciolo, ante el estreno de su obra La pequeña historia

“El juego es un fundamento de la vida”

Como miembro fundador de Los Volatineros, está acostumbrado a generar ejercicios teatrales de pura libertad. En su nueva obra “hay un juego entre ficción y realidad, una fantasía donde los personajes organizan rituales para creer que están vivos”.

Por Hilda Cabrera
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Egresado de la ENAD, Caracciolo ha trabajado en infinidad de obras, como actor, director y dramaturgista.

Síntesis de un devenir que genera interrogantes, La pequeña historia, obra que el director Román Caracciolo estrena el próximo domingo en el Celcit, toma como eje la actuación sin descuidar los aportes técnicos, decisivos al momento de dar cauce a un trabajo que pide concentración al espectador. El origen de esta puesta es La pequeña historia de Chile, del psiquiatra, escritor y dramaturgo chileno Marco Antonio de la Parra, quien partió de una realidad sociopolítica propia, ajena a la Argentina, pero, aun así, con rasgos semejantes. De ahí el interés de la adaptación, avalada por el autor y elaborada por Caracciolo y la actriz y profesora de historia María Beatriz Toia, integrante del elenco. Los señalamientos y referencias son, por lo tanto, los que incumben a nuestra historia, a las contradicciones que surgen en el registro de la historia y en su transmisión. Siendo, justamente, la enseñanza, una cuestión a dirimir, la puesta que el público verá en la sala de Moreno 431 ofrece un trabajo sin bajada de línea y con apuntes de humor. No se trata de acusar sino de exponer la dificultad de avanzar sobre la historia de seres anónimos dedicados a la enseñanza en una sociedad periódicamente convulsionada.

Egresado de la Escuela Nacional de Arte Dramático, Caracciolo acredita una sólida trayectoria. Integró el grupo Los Volatineros que dirigió Francisco Javier y estrenó numerosas obras en tanto actor, director y dramaturgista, algunas de teatro callejero y bajo la forma de asamblea barrial, como Un león bajo el agua (referida al arroyo Maldonado) y Mataderos. En la lista figuran, entre otras, Hola, Fontanarrosa; El diente del crimen, del estadounidense Sam Shepard; Chau Rubia, de Víctor Proncet (Teatro Abierto 1981); El argentinazo, basada en una novela de Dalmiro Sáenz; He visto a Dios; Zoológico de noche, del francés Michel Azama (en la Alianza Francesa); Monogamia, de Marco Antonio de la Parra; La que necesita una boca; Expedientes, adaptación de la obra del novelista Marco Denevi, y los recientes montajes de Criminal, de Javier Daulte, obra incluida en el plan de coproducciones del Teatro Nacional Cervantes, y La razón blindada, de Arístides Vargas, que Caracciolo ofreció en Pan y Arte y proyecta reponer esta temporada en el circuito alternativo. En cuanto a la enseñanza, una práctica suya de años, destaca la importancia de las escuelas integrales y el aprendizaje intensivo de las técnicas: “Hay un déficit en la proyección de la voz y en los conocimientos teóricos sobre el arte y la historia del teatro”, opina.

–En esa línea, ¿la “pequeña historia” apunta a valorar el conocimiento integral?

–La obra toma momentos de la gran historia y otros de los pequeños personajes que están en esa gran historia. Estos son a su vez profesores de historia sitiados en una escuela. Este es un juego entre ficción y realidad, una fantasía donde los personajes organizan rituales para creer que están vivos. Por eso, la actuación, en apariencia realista, hace de contrapunto con el diseño del espacio y de las luces. La realidad está puesta en duda por la luz rasante, el sepia del escenario y el color azul que viene de afuera. Es una situación agónica, pero sin fantasmas. La idea es no mostrar a los actores y actrices como si fueran espectros.

–¿A qué se debe esa resistencia a la muerte?

–A que estos profesores quieren mantener la dignidad del oficio. Esta actitud se puede aplicar a otras profesiones y espero que sea motivo de una reflexión y no de un discurso. Vivimos en una época de grandes cambios y de tránsito en materia de conocimiento y sensibilidad que, pienso, va a extenderse por un tiempo. El sentido del honor respecto del propio trabajo no es hoy el mismo de años anteriores. Ahora, creo, se está buscando otra forma de honrar el trabajo. Una forma que quizá sea superior. No lo sabemos, como tampoco sabemos bien qué estamos construyendo.

–La obra hace referencia a la memoria y a seres que han sufrido o sufren “el maltrato del olvido”. ¿Qué opina sobre esto?

–El olvido existe. Por eso es necesario contar la historia de nuestro país, al oído si fuera preciso. Esto se ve en la obra, cuando los personajes pasan lista de los alumnos, caminando entre los pupitres de un aula vacía, nombrándolos por lo bajo, transformando ese decir en un sonsonete, y también un rezo. Una plegaria en la que prevalece el sonido, la música de lo que se nombra y no tanto el contenido lógico. No queremos un espectáculo previsible. Para mí, la sorpresa es un valor. La pequeña historia me sorprende en cada personaje, cuya situación no es siempre la misma, cambia, y a veces de forma inmediata. Porque ésta es una obra fragmentada, donde lo sensorial aventaja a la reflexión a través de la vibración de la luz y del movimiento. La puesta debe ser un concierto de sensorialidad, necesario para que después aparezca la reflexión.

–¿Por eso el juego con la palabra y la broma?

–Hemos cuidado que fuera broma y no ironía, porque entonces se convertiría en queja. Este es un ritual de profesores contentos de recrearlo. Eso los ayuda a transitar el momento en el que se intentó arrebatarles la dignidad del trabajo. El juego es uno de los fundamentos del teatro y de la vida. Incentiva la imaginación, genera sorpresas y descubre en cada uno sensaciones que creía no tener. El director de la escuela, por ejemplo, se entusiasma y no puede concretar su propia muerte, las profesoras muestran una sensorialidad y humanidad que creían haber perdido y otros pasan del cinismo a la esperanza. Y todo va camino de ensamblarse.

–¿Debido a un anhelo de continuidad?

–Los cinco personajes están constantemente en escena, creando una tensión, una coherencia interior semejante al hilo que enhebra un collar. Estamos trabajando desde el 5 de enero, y eso es también continuidad.

–¿Cómo sortearon las contradicciones de la historia social y política?

–Aunque aparezcan algunos nombres, la intención no es referirse a la coyuntura política y social. La obra pasa por un terreno más filosófico, por preguntas sobre la educación y la enseñanza, por cómo y hasta dónde debe intervenir el Estado, porque, sabemos, la historia suele contarse de manera sesgada. Hemos puesto el acento en personajes anónimos, y en los actores, todos bien preparados, porque la obra no es lineal y el público tiene que estar muy presente en la función.

–¿Extraña a Los Volatineros?

–Tenemos buena relación. Parte de estos últimos ensayos los hicimos en el estudio de Julián Howard. Nos vemos cada tanto, pero cada uno tomó su camino personal. Fue nuestra base profesional. Los primeros diez años ensayábamos en la casa del pintor y dibujante Juan Carlos Castagnino. Entonces hacíamos uno o dos espectáculos por año. Estuvimos en esa casa cuando la habitaba Alvaro, su hijo. Alvaro, que era galerista y tenía allí su depósito de obras de arte, murió el año pasado. Cuando formamos Los Volatineros, teníamos a Francisco Javier como profesor y director. Egresamos de la ENAD en 1975 y estrenamos nuestro primer espectáculo profesional en 1976. Francisco nos dirigió en ¡Qué porquería es el glóbulo! No era una obra lineal. Eran fragmentos basados en el libro del maestro y escritor uruguayo José María Firpo, quien había recogido dichos y comentarios de alumnos sobre temas escolares. ¡Todos horrores! Y ahora, dando la vuelta, estreno La pequeña historia, también hecho de fragmentos. En este recorrido, natural para mí, recupero características que en mis espectáculos siguen siendo una firma, una manera de lograr que el espectador reflexione por su cuenta y ordene las piezas como si armara un rompecabezas.

* La pequeña historia, de Marco Antonio de la Parra, en adaptación de María Beatriz Toia y Román Caracciolo. Elenco: María Barrena, Enrique Cabaud, Leandro Cóccaro, Gustavo Manzanal y María Beatriz Toia. Escenografía: Carlos Di Pasquo. Vestuario: Pepe Uría. Iluminación: Fernando Díaz. Banda sonora y música: Francisco Caracciolo y Eduardo Lucente. Dirección: Román Caracciolo. En el Teatro Celcit, Moreno 431. Funciones: domingo a las 19. Duración: 75 minutos.

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