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Viernes, 25 de septiembre de 2015
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CRISTIAN PLANA Y CASTIGO, LA OBRA QUE SE PRESENTA HOY Y MAÑANA EN EL FIBA

El lado oscuro de August Strindberg

Al leer la autobiografía del dramaturgo sueco, el director chileno quedó impactado con un episodio de su infancia que le reveló otras facetas. “La obra trata del miedo que se inocula muchas veces en los niños, producto de tensiones con padres y madres”, dice.

Por María Daniela Yaccar
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La puesta se presenta hoy y mañana en el Teatro Regio, dentro del Festival Internacional de Buenos Aires.

Luego de estrenar en 2011 La señorita Julia, el director chileno Cristián Plana comenzó a leer El hijo de la sierva, también de August Strindberg. Se trata de una novela autobiográfica de fines del siglo XIX. De todas las páginas que la componen, Plana se detuvo especialmente en dos: le llamó la atención la narración de un episodio de violencia que el autor sueco vivió en su niñez. “Me fascinó. Descubrí toda la historia de la infancia del autor. Tenía la imagen del Strindberg dramaturgo, lo imaginaba un tipo muy verborrágico... y al leer la autobiografía descubrí que era un niño retraído y silencioso. Apareció otro Strindberg. Encontré muy lúcido su relato, que cierra con una reflexión radical y subversiva sobre lo que significa la institución familiar”, cuenta Plana, director de Castigo, obra que se presentará hoy y mañana en el marco del FIBA.

Castigo es, entonces, la puesta en escena de ese episodio de infancia. Gira en torno al castigo recibido por un niño de manos de su padre, en complicidad con su madre y mientras una niñera observa la escena. El elenco lo componen Rodrigo Soto, Alexandra von Hummel, Valentina Jorquera, Diego Salvo y Natalia Ríos. La dramaturgia y la dirección son ambas de Plana. El espectáculo se podrá ver hoy a las 21.30 y mañana a las 20 en Teatro Regio, Avenida Córdoba 6056.

–¿Cómo trabajó el pasaje del texto al teatro?

–Luego de leer la novela pensé que tenía sentido poner en escena este recuerdo del autor, tan nítido y conciso, mezclado con la reflexión sobre la familia. Tomé un fragmento, dos páginas, una escena muy breve. Fui materializándola, agregando ciertos datos que recogí en la lectura de la autobiografía completa. Así fui dándole volumen a la escena, que muestra un trozo de la vida y que adquiere connotaciones sociales muy profundas, arquetípicas. El nuestro es un montaje con poco parlamento, bastante silencioso y de contención, las acciones narran más allá de las palabras. La obra no pretende ser una reconstrucción biográfica o tridimensional de la vida de Strindberg: está instalada en lo arquetípico, no se abren datos particulares. Es una familia que podría ser muchas.

–¿La obra es cruda o tiene algo de humor?

–Es un drama. Es bastante cruda. Pero la escena, que se instala primero en el naturalismo, después se torna más expresionista. De alguna manera jugamos con lo que fue el viaje de Strindberg como creador. La obra instala ese viaje: una escena naturalista con elementos de extrañeza que hacen que se distorsione el realismo. Finalmente, el espectáculo desemboca en una escena que pertenece a otra especie, relacionada al inconsciente, la pesadilla, el recuerdo, lo simbólico.

–¿Qué reflexiones habilita la obra en relación a la familia?

–La obra trata del miedo que se inocula muchas veces en los niños, producto de tensiones con padres y madres. El miedo lleva al personaje del niño a confesar algo que no hizo. También aparece la extrañeza de los niños frente a los padres, esos momentos en los que no entienden su lenguaje, su humor. En síntesis, la obra instala un lado bastante horroroso de la institución familiar, desde lo que no se dice, por eso todo se vuelve más inquietante. Otro tema es el castigo como instrumento de disciplina. Aparece algo muy perverso. Hay algo torcido que propone Strindberg: el castigo aquieta los demonios que mueven al niño hacia un deseo. O sea, es también una necesidad suya.

–En una oportunidad dijo que encaró la obra desde la mente de un niño. ¿Esto ayudó a desnaturalizar lo naturalizado en torno a la institución familiar?

–Sí. Traté de ver la escena como si la estuviera mirando desde el niño, de instalar en el público lo que está pasando por su mente. En realidad, el nuestro es un niño-adulto: porque es la mente de ese Strindberg que a los cuarenta años decide recordar un episodio. La escena más extraña de la obra, hacia el final, da cuenta de esto: podría ser el deseo de un niño. Hay una fantasía que todos los niños han tenido: que todos desaparezcan, quedar solos en el mundo.

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