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Domingo, 1 de abril de 2007
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“CAMINO DEL CIELO”, DE JUAN MAYORGA

Las simulaciones y horrores del campo de concentración

Los notables trabajos de Víctor Laplace, Horacio Roca y Ricardo Merkin le dan intensidad a la pieza de Juan Mayorga, una reflexión sobre el modo en que la sociedad organiza el exterminio.

Por Hilda Cabrera
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En la puesta de Jorge Eines, Laplace es el arrogante comandante nazi del campo de Terezín.

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CAMINO DEL CIELO
(Himmelweg)
De Juan Mayorga

Intérpretes: Víctor Laplace, Horacio Roca, Ricardo Merkin, Renata Marrone, Martín Slipak, Lisette Gracia Grau, Eleonora Mónaco, Pablo Razuk y Natalia Señorales.
Músicos en escena: Federico Figueroa y Emiliano Alvarez.
Escenografía y vestuario: Jorge Ferrari.
Asistencia artística: Bernardo Cappa.
Iluminación: Félix Monti.
Composición y dirección musical: Bernardo Baraj.
Dirección: Jorge Eines.
Lugar: Sala Casacuberta del Teatro San Martín, Av. Corrientes 1530. Funciones de miércoles a sábados a las 21 y domingos a las 20.30. Platea: 15 pesos (los miércoles, 8 pesos). Reservas: 0-800-333-5254.

Siempre habrá quien legitime el exterminio y el atropello. Un episodio de la Shoah nunca olvidado lo ejemplifica y es el punto de partida de Camino del cielo. Un inspector de la Cruz Roja que debía informar sobre el trato que se daba a los judíos en los campos de concentración nazi presenta un escrito que favorece al gobierno alemán. En el extenso monólogo que abre esta historia, ese personaje cuenta su experiencia. Se lo ve algo trastornado por el engaño del que se supone fue víctima. La trampa le fue tendida por el comandante del campo que obligó a un grupo de prisioneros a fingir bienestar. El prólogo es contundente, como la circunstancia que se narra, inspirada en un hecho que aconteció realmente en el campo de exterminio de Terezín, cercano a Praga. Un sector de ese campo fue acondicionado a modo de vidriera para el visitante. La intención era neutralizar las protestas de algunos países sensibles a la sistemática persecución de judíos y opositores al régimen. En la obra no se especifica el lugar del cual se trata: finalmente lo que interesa es cómo una sociedad organiza el exterminio.

Quizá para amortiguar el impacto de una historia dura, el madrileño Juan Mayorga adopta el recurso del teatro dentro del teatro y se permite crear un mundo de representaciones, donde el fingimiento de las víctimas resulta imprescindible. Esa irrealidad que los prisioneros se ven obligados a actuar frente al veedor avanzará peligrosamente sobre la real y penosa vida cotidiana, confundiéndolo todo. Si bien la fantasía sirve a veces para escapar de una situación atroz, el simulacro propiciado por el comandante no beneficiará a los prisioneros: la historia real que inspiró la obra dejó en claro que el delegado de la Cruz Roja enviado a Terezín –el ghetto de los niños y los artistas, como lo testimonian las investigaciones– no supo ver ni escuchar.

El veedor que compone Horacio Roca es uno de los tres personajes que pilotean esta obra escenificada con sensibilidad y oficio por el argentino Jorge Eines, desde hace treinta años afincado en Madrid. El episodio abarca en algún aspecto el ayer y el hoy, a la manera de una historia exhibida en continuado, acaso porque también hoy existen los que legalizan la masacre y los que pugnan por instalar un mundo de apariencias. El comandante que protagoniza Víctor Laplace bromea incluso sobre esta puja, cuando, socarrón, le advierte al enviado que allí todos fingen: los prisioneros y él mismo, alegando que cumple órdenes de Berlín. Sabe además que para enredar al emisario necesita la colaboración de un judío que sin abandonar su condición de víctima cumpla el rol de kapo, de interlocutor y enlace entre jerarcas y prisioneros. Y lo encuentra en Gottfried, interpretado por Ricardo Merkin.

Los asuntos que plantea el texto de Juan Mayorga –matemático, filósofo, docente y autor de El traductor de Blumemberg, Hamelin, Cartas de amor a Stalin y Ultimas palabras de Copito de Nieve– adquieren relevancia espacial con el aporte escenográfico de Jorge Ferrari. Entre otros elementos simbólicos, muestra ropas y zapatos que, diseminados sobre un piso de césped, conforman una desoladora visión del asesinato en serie. Si bien nada de esto es nuevo, esa disposición sobresalta. En ese clima, los interludios musicales, alegres o elegíacos, constituyen un remanso.

La utilización de muñecos a modo de copia en miniatura de los personajes que aparecen en escena (la semejanza reside sólo en la postura y la vestimenta) subraya la extrema fragilidad de los prisioneros. Esas marionetas representan a su manera las innumerables y anónimas víctimas de la historia, como las inspiradoras del ghetto de Terezín, donde entre 1941 y 1945 fueron asesinadas más de 100 mil personas.

Zarandeado por su sentimiento de culpa, el representante de la Cruz Roja se llamará a silencio, mientras el comandante con pretensiones de intelectual y artista dará rienda suelta a su cinismo, y el judío seguirá debatiéndose entre el sometimiento que humilla y la rebeldía que libera. Ellos reiteran gestos y actitudes en una puesta de ritmo ralentado, pero siempre atractiva por los afinados trabajos del elenco, incluidos los músicos en escena, y por un texto que no suena a hueco.

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