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Sábado, 28 de abril de 2007
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ROBERTO COSSA, “TARTUFO” Y UNA OBRA INCONCLUSA

“Ciertos modos de fanatismo no se cambian de un plumazo”

El autor acaba de estrenar una versión del clásico de Molière en la que se permite otro final: “Pedí perdón ante su tumba”.

Por Cecilia Hopkins
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Cossa está escribiendo una nueva obra: “Llegando al final se me puso en crisis”, confiesa.

“Del Tartufo de Molière me interesa su mirada crítica a la falsa religiosidad, a la moral familiar de mitad del siglo XVII”, afirma Roberto Cossa, autor de la versión del clásico francés recientemente estrenada en el Teatro Payró (San Martín 766), bajo la dirección de Jorge Graciosi. Escrita en 1669, la pieza fue prohibida en dos oportunidades por haber sido considerada una invectiva demasiado directa en contra de la moral imperante. Fue por este motivo que Jean–Baptiste Poquelin (el verdadero nombre de Molière) debió realizar cambios en el texto y rematar la historia con un desenlace edificante para poder estrenarla. La obra cuenta cómo la familia del burgués Orión se somete a los caprichos de Tartufo, inescrupuloso individuo que se hace pasar por un hombre devoto desvelado por contribuir al perfeccionamiento de las almas. El engaño llega tan lejos que el pretendido santón –además de aspirar a los amores de la esposa de su benefactor– llega a hacerse dueño de todas las posesiones de la familia hasta que, al menos en el único desenlace que se conoce, se descubre la verdad y el hipócrita encuentra un merecido castigo.

“La obra es maravillosa y transgresora, sorprendente su actualidad, pero el final es convencional”, opina Cossa en la entrevista con Página/12. “Sin lugar a dudas, ese desenlace fue pactado con el poder. Por eso quise cambiarlo, además de alejar a la obra del lenguaje formalista original, para volverla provocadora. Así que en mi versión Tartufo no es condenado, sino que, por el contrario, queda integrado a la familia de Orión, temerosa de que éste haga públicas sus propias falsedades.” En la puesta actúan José María López, Jorge Ochoa, Stella Maris Closas, Patricia Durán, Norberto Gonzalo, Elena Petraglia, Leonardo Azamor, Florencia Cassini, Mariano Campetella, Guillermo Moledous, Cecilia Sanahuja y Sebastián Terragni.

–El teatro de Molière es esencialmente popular. ¿Es esto lo que lo entusiasmó en 1986, cuando realizó esta versión?

–Sí. Molière tenía la costumbre de leer las primeras escenas a las sirvientas para saber qué llegada tenía lo que estaba escribiendo. Sabía bien que el teatro tiene un vínculo especial con el espectador de su época. Y yo pensé tomarme la libertad de versionar a este clásico. Me pareció lícito... no obstante, en París le pedí perdón ante su tumba. (risas). Para esta puesta no incluí ningún cambio, porque no me gusta corregir lo que ya edité. Pero hay una canción final escrita por el director Jorge Graciosi, que actualiza el texto y que funciona como una puesta al día de hoy en nuestro país.

–¿Cuál es su percepción sobre el estado actual del país?

–Lo veo muy difícil, aunque rescato los pasos que se han dado y esté convencido de que hemos avanzado mucho. Creo que éste es el mejor gobierno de la democracia, si bien es cierto que eso no quiere decir que sea bueno. Hay que considerar que se avanzó en el tema de los derechos humanos, pero que ésta sigue siendo una sociedad injusta. Ante esto, uno sigue sintiendo que el único camino son los sueños.

–¿Se escribe con mayor energía en tiempos de crisis?

–Yo tengo alma de periodista: tal vez por eso, en las épocas más difíciles produje más. De modo que escribí más durante la dictadura que en democracia. Pero los años también tienen que ver con los tiempos internos. Uno siente que cubre etapas y no quiere repetirse.

–¿Está escribiendo en este momento?

–Tengo una obra parada: llegando al final se me puso en crisis. Es clásica, realista, pero en ella no recurro al humor, que es lo que muchas veces me despeja el camino. Ahí estoy descargando temas que me obsesionan, como la crisis del socialismo. Porque se ha visto que hay cosas que en la condición humana cuesta mucho cambiar. En la Unión Soviética se formaron generaciones enteras bajo un régimen que duró 70 años –la vida de un hombre– y no se pudo cambiar nada esencialmente. Una vez que cayó el Muro aparecieron otra vez todas las lacras, el capitalismo en su forma extrema, la religión como forma de mirar el mundo desde la individualidad. Hay cuestiones que hay que rever.

–¿El socialismo debería revisar sus principios?

–No los principios, pero sí sus estrategias. En eso estoy de acuerdo con cuestiones que se tratan en esta obra inconclusa: uno de los personajes es un comunista de mi edad, un militante de toda su vida, austero, riguroso y coherente. Pero equivocado, porque le cuesta mucho asumir el fracaso. Se enfrenta con una hija suya que lo admiró mucho durante su adolescencia, que ahora lo cuestiona.

–¿A qué cambios estratégicos se refiere?

–La hija le dice al padre que el socialismo creyó que cambiando las leyes de la economía se cambiaba al hombre. Le hace ver que las leyes variaron relativamente, porque si bien se terminó con la propiedad privada y el capitalismo patronal, se crearon burocracias y desigualdades: no se alcanzó el socialismo soñado, el stalinismo y la guerra cambiaron todo. El hombre es mucho más que su vida económica; es el amor, la muerte, la religión... y eso no se cambia de un plumazo. Ciertas formas de fanatismo siguen o están más fuertes todavía.

–Precisamente, Tartufo habla del fanatismo religioso...

–Claro, además de ser una crítica al poder en general, la obra habla del fanatismo, lo cual genera siempre forma autoritarias. Y los que creemos que la humanidad se destruirá si no tiene un futuro socialista necesitamos explicarnos algunas cosas.

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