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Domingo, 29 de julio de 2007
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AGUSTIN ALEZZO Y SU SALA

Un nuevo duende en la escena porteña

El legendario estudio de actuación del director es ahora también un escenario.

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En El Duende se acaba de estrenar Independencia, con puesta de Lizardo Laphitz.

En la penumbra de la platea de El Duende, el director Agustín Alezzo observa el desarrollo de una escena de Independencia y algo le murmura a Lizardo Laphitz, a cargo de la puesta de esta obra del estadounidense Lee Blessing, ahora estreno en ese espacio inaugurado como teatro. Se están probando las luces y las actrices juegan la escena final. Intensidades, movimientos, todo debe ser revisado. Cuando se devuelve la luz al patio de butacas, Alezzo dirá que ésta es su segunda casa, que lo ha sido desde 1973, pues allí organizó su estudio de actuación y dirección y ensayó el 90 por ciento de los espectáculos que montó, hasta hoy 60. “Me cuesta ensayar en otros ámbitos. Aquí, en cambio, mi imaginación se amplía”, dice, en diálogo con Página/12. La escena final entre Evelyn y una de sus hijas preludia una etapa en la que acaso ganen la soledad y el trastorno de la madre o la independencia de las hijas (tres en esta historia). Los prejuicios y el rencor de Evelyn se trenzan aquí con los reproches de las jóvenes de ese pueblo donde transcurre la acción y cuyo nombre, Independencia, enuncia un anhelo. “Este montaje es un trabajo de Lizardo y no mío”, apunta Alezzo. “Yo sólo pongo el teatro. Le fue muy bien al elenco en el estreno de Andamio 90, y espero que siga convocando también aquí”, dice este actor, director y maestro que desarrolló básicamente tareas en el teatro, aunque participó en cortometrajes. La denominación del espacio de la avenida Córdoba 2797 es un homenaje a la actriz y directora austríaca Hedy Crilla que, huyendo del nazismo, recaló en Buenos Aires, y entre las numerosas actividades que desarrolló se ha destacado su labor en La Máscara, donde fue maestra de Alezzo, que además la dirigió. El Duende era el nombre de una casa-estudio que esta artista construyó en Pinamar.

La inauguración es una forma de acompañar el interés que despierta el teatro, “mantenido –sobre todo en los últimos años– por pequeñas salas y por actores, directores, autores y técnicos que se resisten a abandonar esta vocación”, opina Alezzo, que ingresó en la escena siendo muy joven y se formó en Nuevo Teatro (de Alejandra Boero y Pedro Asquini) y en La Máscara. Entre otros títulos, llevó a escena una adaptación de La mentira, de Nathalie Sarraute (1968); Despertar de primavera (en codirección con Crilla), Romance de lobos, Recuerdo de dos lunes, Las brujas de Salem, Nuestro pueblo, Paternoster, La casita de los viejos, El señor Laforge, En boca cerrada, La rosa tatuada, El rufián en la escalera, Cartas de amor en papel azul, Master Class, Danza de verano, Ricardo III, El jardín de los cerezos, La profesión de la señora Warren y el reciente Yo soy mi propia mujer, de Doug Wright, con actuación de Julio Chávez.

–¿Qué tiene de particular para un director la última escena?

–Los finales son fundamentales, como los comienzos. Si el público se engancha, termina viendo sólo eso. He asistido a espectáculos en los que el público duerme durante toda la función y de pronto, ante un buen final, se despierta y aplaude a lo loco.

–¿Hay maneras de evitar esas “siestas”?

–Eso es siempre un enigma a resolver. Hay espectáculos como el que estamos haciendo con Julio Chávez, Yo soy mi propia mujer, donde la gente permanece atenta todo el tiempo. No pierde detalle de la actuación de Julio. El sabe mantener las riendas: uno ve cómo lo siguen, se emocionan y ríen. Es un placer. Esto no se logra a veces ni con los mejores intérpretes, porque es casi natural que las obras tengan momentos muy altos y otros en los que se achatan.

–¿Cuando lo percibe busca el error?

–Ahora recuerdo qué pasó con la puesta de Las brujas de Salem, de Arthur Miller. Comprobé que al promediar el tercer acto se producía una fuerte caída en la atención del público. No entendía, porque ésta es una obra que atrapa. El público aplaudía, deliraba, pero algo sucedía en ese acto. Repasé varias veces esa secuencia hasta que descubrí la causa. Había dividido el acto en dos, suponiendo que allí se daba una transición, un cambio, cuando en realidad no era así, porque Arthur Miller lo escribió de tal manera que el crecimiento era cada vez mayor y sin pausa: no existe ahí ningún tipo de decaimiento de la acción. Entonces lo rectifiqué, y el público respondió de otra manera. Esta experiencia me enseñó muchísimo.

–¿Cómo se mantiene esta pasión suya de años por el teatro?

–La pasión, si es que uno realmente la tiene, se mantiene por sí misma. Está ahí. Es verdad que a veces uno se desanima, pero el deseo y las ganas de hacer están siempre. Tennessee Williams decía que el deseo es lo opuesto a la muerte. Y opino lo mismo: el deseo aleja a la muerte. Cuando uno pierde las ganas de armar proyectos, algo está sucediendo, y ese algo es que ha comenzado a dejarse morir.

–¿Tennessee Williams es un autor preferido?

–Sí, pero sólo puse dos obras suyas: La rosa tatuada y El zoo de cristal, ésta en 2005, en Madrid, adonde viajé contratado. Es una obra bellísima. Mucho antes, a mediados de los ’60, la hice en Lima, como actor, en una puesta de Reynaldo D’Amore. En Perú viví dos años trabajando bajo la dirección D’Amore (también con Alonso Alegría, Phillip Toleda y Héctor Sandro).

–¿Por qué viajó a Perú?

–Mi destino era París, pensaba que era un buen lugar para el aprendizaje artístico. Pero quise hacer primero una parada en Perú, donde tenía amigos, imaginando que así la partida sería menos dura. Y me quedé dos años: fue una buena experiencia. Después, decidí volver antes de irme –ya más seguro– a Francia, pero me descubrieron tuberculosis. Estuve tres meses en cama, en la casa de mi madre. Me curé y no quedó ni cicatriz en el pulmón. Entonces aprendí que esas cosas que a priori nos pueden parecer terribles llegan a ser positivas. Tomé la enfermedad de la mejor manera posible: estudié, trabajé...

–¿Proyecta alguna otra obra para El Duende?

–Por ahora, seguirá Independencia, y espero que por un tiempo largo. Continuamos con la actividad docente y supongo que los espectáculos siguientes serán experimentales: probaremos obras, autores, directores, intérpretes...

–¿Y fuera de El Duende?

–Después de la dirección de Yo soy mi propia mujer (actualmente en Multiteatro), espero montar una obra de Brian Clark, Al fin y al cabo es mi vida, que estrené en 1980. Los protagonistas serán Juana Hidalgo y Duilio Marzio. Este trabajo va a ser para nosotros un dulce reencuentro, pues somos tres viejos amigos.

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