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Sábado, 13 de octubre de 2007
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CRISTINA BANEGAS, LAS OBRAS, LOS DIRECTORES Y LA ACTUACION

“Ponemos el cuerpo en la parrilla”

“Volver sobre un itinerario es marcar el tiempo”, dice la actriz, que a la hora del recuento no duda en expresar su admiración por el trabajo de Alberto Ure, Pompeyo Audivert e Iris Scaccheri, responsables de puestas que la hicieron brillar en escena.

Por Hilda Cabrera
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En estos días, Banegas también se da el gusto de cantar tangos en Notorious junto a su madre, Nelly Prince.

Debutó en la escena cuando aún no había cumplido veinte años. Estudió danza desde los cuatro, y a los doce actuó en televisión en una serie que producía su padre. Tiempo después se presentó como autora de una obra para chicos. A pesar de toda esa actividad, era “una chica tímida”. Así se recuerda la actriz y directora Cristina Banegas, quien abrió anoche, en el Centro Cultural Ricardo Rojas, una muestra que festeja sus cuarenta años de labor escénica. Esta exposición –que se extenderá hasta el martes 23– incluye fotografías de Andrés Barragán sobre el montaje de La señora Macbeth (obra de Griselda Gambaro) y un video del cineasta Lucas Distéfano, que reúne imágenes de varias de las obras en las que Banegas fue protagonista. En la apertura, el violoncellista Claudio Peña interpretó fragmentos de la música de La señora... Todo un deleite para la actriz que, en diálogo con Página/12, agradece haber trabajado junto a grandes maestros y directores. Cuarenta años de los que no se arrepiente: “tampoco de los trabajos fallidos, de los que hubo muchos”, apunta.

–¿Qué valor le asigna a este recuento?

–Volver sobre un itinerario es marcar el tiempo. Pienso en los directores con los que trabajé. En mi encuentro con Inda Ledesma en El príncipe idiota, de Dostoievski; en las direcciones de Iris Scaccheri, Pompeyo Audivert (La señora Macbeth) y Alberto Ure, cuando estrenamos El padre, de August Strindberg; Antígona, de Sófocles, y Los invertidos, una obra de José González Castillo que tocaba el tema de la homosexualidad y fue prohibida en 1914. Hubo también otra gente interesante. Hacer recuento es un “llegar hasta aquí” y un “tal vez”. Ahora canto en Notorious, como invitada en el espectáculo de mi madre, Nelly Prince. Los arreglos son de Edgardo Cardozo, y todo esto me da placer. Digamos que uno va bandeándose en la vida y se acerca o se aleja de lo que sabe o quiere hacer. Creo que me estoy acercando más a la dirección y a otras formas de actuar.

–¿Incluye en esto sus trabajos sobre el tango? ¿El espectáculo La Morocha, por ejemplo?

–En realidad, al tango lo coloco dentro del teatro. Por algo el primer tango-canción se introdujo en una obra de teatro, en Los dientes del perro, de José González Castillo y Alberto Weissbach. El tango era “Mi noche triste”, nada menos.

–¿Se sintió apoyada en sus comienzos de actriz-niña?

–Mis padres querían que terminara los estudios, pero como me casé muy joven, a los 16 (con Paco Fernández de Rosa), me independicé rápido. Ya tenía a mi hija Valentina cuando di Física, materia que me había quedado pendiente. Ure decía que, por definición, los actores (y actrices) tenían la primaria incompleta. Bromeábamos, porque mi caso era el secundario incompleto. Como era un papelón, estudié, me presenté al examen y aprobé. En esa época mi cabeza estaba en otro lado.

–Se habló de Ure como de un director de trato difícil. ¿Era así realmente?

–Ure es un maestro, pero sí, era desafiante y muy irónico. Un francotirador y un pensador de la cultura. Con él me acostumbré a burlarme de mí. Los actores somos muy frágiles y tenemos muchos problemas de identidad. Tampoco quiero generalizar, porque hay de todo, como en cualquier gremio. Pero, claro, en el nuestro se nota más.

–¿Justamente por tener que mostrarse?

–En un actor o una actriz se produce un despojamiento antes y después de entrar a la ficción, sobre todo en el teatro, donde hay que armarse delante del público.

–¿Ese armarse y desarmarse le infunde temor?

–El acto de subir a un escenario me aterroriza; el trabajo, no.

–¿Y cómo lo supera?

–Me mando, en una especie de actitud contrafóbica. Me tiro, pero soy puro terror. Eso no quiere decir que no halle placer. De estos años pasados, gozosos diría, recuerdo también los innumerables vestidos que me puse para entrar a escena; los zapatos de mi personaje Clarita, de Puesta en claro, y de la cantidad de horquillas que necesité para mi peinado en La señora Macbeth.

–¿Qué le dejó Eva Perón en la hoguera, de Leónidas Lambor-ghini?

–Iris Scaccheri armó esa puesta con unas fotos, un libro...

–Y una coreografía de impacto. ¿Por qué no la reeditó?

–No me gusta volver. Alguna gente me dijo que debía reponer La Morocha, pero no, ya está. Me da pudor volver a ese lugar: lo siento como un caso cerrado.

–¿Salarios del impío era un experimento poético-coreográfico cercano a Eva Perón...?

–Ese trabajo lo mostramos primero en el Museo de Arte Moderno, cuando Juan Gelman presentó el libro; y después hicimos una temporada en El Excéntrico de la 18º (el teatro-taller de Banegas). Sí, era una rareza entonces, una coreografía especial de Iris, que es extraordinaria, como también Inda Ledesma, tan brava, inteligente y aguda. Me gustaba tanto ver actuar a Inda...

–Medea fue uno de los trabajos de Inda más elogiados.

–No pude verla en esa obra: yo vivía en España, creo. Pero asistí a un espectáculo en el que incorporaba poemas, Andar por los aires, en el jardín del Museo Fernández Blanco. Ella iba desdoblando unas cintas de seda mientras decía un poema chino, El adiós. No olvidaré esa escena. Como directora, Inda era bastante dura. Cuando algo no le gustaba, decía: “Hay gente que sube al escenario y no existe”. Sabía mucho y tenía un corazón maravilloso. Está entre las personas íntegras, entre los que piensan que no hay estética sin ética.

–¿Un intérprete necesita tener presente esa unión entre ética y estética?

–Es lo que una quisiera, pero lo que hacemos, en realidad, es poner el cuerpo en la parrilla. Lo digo en sentido sacrificial. Esto se da a veces de una manera histriónica: depende en qué línea se inscriba cada uno. Pero creo que sí, que hay una relación inquebrantable entre ética y estética. Después, la ficción del escenario y la creación de imágenes dará sentido poético a esa relación.

–¿Cuáles serían los hitos en su trayectoria?

–Alguna gente menciona a El padre, de Strindberg, dirigida por Ure. Ese trabajo fue digitalizado por Francisca Ure, hija de Alberto, porque el video se había deteriorado mucho. Creo que fue una puesta importante. Pero hay otros montajes sobre los que testimonia el video de Lucas Distéfano que se pueden ver nuevamente en la muestra. Lucas realizó un trabajo sobre los ensayos de La persistencia (de Gambaro) y una edición de fotos de estos cuarenta años que cumplo con el teatro. Decidió utilizar sólo imágenes de las obras, sin intercalar secuencias explicativas. Hay registros de Eva Perón..., Salarios del impío, Los invertidos y muchos más. Se escucha por momentos mi voz en off leyendo fragmentos del libro Caligrafía de la voz, que publicamos hace poco con otras actrices.

–¿Se reconoce en esas imágenes?

–Sí, a pesar del paso del tiempo, me reconozco en El padre, por ejemplo, donde actuábamos siete mujeres. En esa obra hubo mucho devenir: chicas que se iban y otras que llegaban. Fue una experiencia increíble.

–¿Extraña, como la obra?

–El oficio de actuar es extraño, y ése era un material radiactivo para nosotras. Un mundo de mujeres sin hombres. En realidad, creo que todo mi trabajo con Ure fue extraordinario. Uno de esos “encuentros con hombres notables” de los que habla Peter Brook. Ure es un hombre notable de la cultura argentina. Los siete años en los que me dirigió fueron únicos. Claro, también es cierto que era un gordo plomo total. Recuerdo cuando vinieron unos alemanes al teatro para hacer notas y filmar, porque se habían enterado de que estábamos montando una obra de Strindberg que era lo más cercano a la personalidad artística de este autor. Que esto sucediera en un país para ellos lejano, como Argentina, y en un pequeño teatro de Villa Crespo era realmente un acontecimiento.

–Y una alegría para ustedes...

–No, porque cuando Ure vio a los alemanes con sus cámaras se puso de malhumor. Ellos esperaban realizar la gran entrevista, pero no hubo caso. Ure les aclaró que sólo iba a hablar de la deuda externa. Ahora no recuerdo en medio de qué hecatombe criolla estábamos, pero el tema de la deuda externa era insoslayable para Alberto. Estas actitudes tenían su costo. Fue así que nunca entramos con esta obra en los grandes festivales del Primer Mundo, y la puesta de El padre lo merecía.

–Quizás no era la obra que mejor se acomodaba a los festivales de la época.

–Es cierto: en los festivales se buscaba entonces algo más convencional, y esta puesta era salvaje y muy transgresora. Esto pasa a veces con los que se adelantan a su época. Ure estaba siempre “fuera de lugar”. Era un cabrón insoportable. Después del accidente cerebro-vascular que padeció, decimos que se volvió bueno.

–Una de sus últimas apariciones fue en la presentación de su libro Sacáte la careta.

–Ahora el Instituto Nacional del Teatro va a editar un volumen con el material que quedó desperdigado. Este será el tomo 2 de sus obras completas. Cuando le preguntamos a Ure qué título podíamos ponerle, respondió Ponete el antifaz. Ure sigue siendo un argentino auténtico.

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