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Sábado, 15 de diciembre de 2007
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“BUSCO ESCUCHAR EL SONIDO DE LAS ALMAS”

“Busco escuchar el sonido de las almas”

En teatro y TV, la actriz ha transitado registros diversos. Pero no se conforma: “Me gustaría hacer un clásico rompiendo las estructuras de lo clásico. Algo sanguíneo, trágico y ‘verdadero’”.

Por Hilda Cabrera
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“Lo que propone Luz de gas es un teatro que falta en Buenos Aires: no es comercial ni underground”, dice Baret.

La actriz Dora Baret ama inventarles una biografía a sus personajes, práctica que la acerca a la de un escritor en eso de construir mundos imaginarios. Es parte de su tarea en la composición de Mimicha, para Son de Fierro (Canal 13), y de Bella, la influenciable señora de Luz de gas, obra del novelista y dramaturgo inglés Patrick Hamilton que puede verse hoy y mañana en el Actor’s Studio y que tras el intervalo de las fiestas regresará el 18 de enero. Baret le creó una vida interior a este personaje, una historia que no desmiente a la original y, a su manera, la completa. Ideó incluso una ambientación, colaborando así con quienes se encargan de la escenografía y el vestuario. Aportó muebles, telas y puntillas para sumar atmósfera victoriana y hasta una vieja aguja de marfil con la que Bella cose: “Metí cositas mías y de mi familia. Me apasiona ese armado. Debí haber sido arquitecta en otra vida”, apunta la actriz. “Bella debía tener menos edad que yo, pero más que Ingrid Bergman cuando la interpretó en cine, en 1944 (N. de la R.: Bergman protagonizó esa versión de George Cukor junto a Charles Boyer). Esas diferencias –creo– no modifican lo que es este personaje: una mujer increíblemente ingenua que se deja aterrorizar por el marido. Con mi hijo Matías (Gandolfo), que dirige la obra, quisimos mostrar la tortura psicológica de Bella. Si ella no fuera tan niña no sucedería lo que se ve en la obra”.

–¿Convirtió sus invenciones biográficas en método para tomarse libertades?

–Me permito imaginar, pero soy respetuosa de los directores: les pregunto si eso que hago sirve. He tenido además la suerte de trabajar con gente fantástica, y desde mi primera época como actriz. En televisión, por ejemplo, estuve con María Herminia Avellaneda y Alejandro Doria, con quien iniciamos los ciclos de teatro argentino por Canal 7, aunque en un comienzo él fue actor y nos dirigía Francisco Petrone. Después participé en Alta Comedia, en 1973; en Situación límite, con libro de Nelly Fernández Tiscornia, y en otros trabajos muy interesantes.

–¿Tuvo una experiencia semejante en cine?

–Ahí empecé en los años ’50. Era muy joven, y conocí personas maravillosas, como Leopoldo Torre Nilson y Manuel Antín, con quien filmé Intimidad de los parques, una película de culto basada en dos cuentos de Julio Cortázar (“Continuidad de los parques” y “El ídolo de las Cícladas”). También con David Kohon (¿Qué es el otoño?, junto a Alfredo Alcón y Fernanda Mistral, con música de Astor Piazzolla); Rodolfo Kuhn (Turismo de carretera) y Fernando Ayala (Sobredosis, con Federico Luppi). En Pol-ka me encuentro con jóvenes técnicos que estudiaron en profundidad las películas de estos directores: Intimidad..., por ejemplo. Ellos me reconocen y yo me emociono.

–¿Cuánto ha influido en todos esos trabajos su formación teatral?

–El teatro es para mí la base. Así encaro a Mimicha en Son de Fierro. No me gustan los estereotipos: me escapo. Aprendí que creándole una biografía al personaje, tratándolo como si fuera una persona, puedo improvisar sin perder el hilo.

–¿Cómo se logra esto en una composición disparatada?

–Con entrenamiento y concentración.

–¿Por qué demoró su vuelta a la televisión?

–Hace 53 años que actúo. Era una niña cuando subí a un escenario en una obra de Roberto Tálice y otra de Florencio Sánchez, pero cada tanto me pasa esto de no ocuparme de la televisión. Estaba sumergida en mis clases de ontología del lenguaje, y eso me daba un placer tan grande que hasta dejé de actuar, también en teatro. Sólo quería dictar clases y dirigir. Pero después llegó este empuje con Luz de gas y el llamado de Pol-ka. Antes de Mimicha había hecho un personaje en un capítulo de Mujeres asesinas y en la novela Amor latino. Cuando me llamaron, pensé que no debía ser necia y decidí escuchar, alentada por mis hijos.

–¿Y aceptó todo?

–Hice una contrapropuesta y estuvieron de acuerdo. Después de pensarlo durante diez días, acepté.

–¿Con qué condiciones?

–Pedí tener libertad en la construcción del personaje, en el lenguaje que iba a utilizar, en la vida interior que le inventaría... Mimicha es una especie de Blanche Dubois (personaje de Un tranvía llamado deseo, de Tennessee Williams), romántica, ingenua también, y nada parecida a una suegra plomazo. A partir del personaje de Teresa Visconti, que compuse para Celeste, me di cuenta de que el toque de comedia enriquece incluso las escenas más dramáticas.

–¿Por qué eligió Luz de gas, una obra de un estilo poco frecuentado?

–Es cierto, es un teatro que falta en Buenos Aires: no es comercial ni underground, donde se buscan otros lenguajes. A Matías le gustó siempre el suspenso a la manera de Alfred Hitchcock. La primera obra que codirigió fue La soga, también de Hamilton, que Hitchcock llevó al cine. Estábamos buscando un material que lo conformara a él, a Jorge Sassi –que a su vez tenía ganas de presentar un unipersonal– y a mí. Y coincidimos. Luz de gas encajaba perfectamente con lo que veníamos mostrando en el Actor’s Studio: La soga y después una adaptación de Yo estuve aquí alguna vez, de Priestley (a la que se antepuso la expresión ¿Déjà vu?).

–O sea, otra pieza que requiere un manejo especial del tiempo...

–Exactamente, y por el suspenso. Es interesante ver cómo reacciona el público, porque comenta la obra en voz alta como si estuviera separado de nosotros por una pared. Esto nos dejó un poco cortados al comienzo, pero después nos produjo gran placer cuando veíamos que al final aplaudían con ganas y demoraban la salida.

–¿Le queda algún personaje pendiente?

–Me gustaría hacer un clásico rompiendo las estructuras de lo clásico. Algo sanguíneo, trágico y “verdadero”. Cuando conocí a Carlos Gandolfo, en dos obras de las muchas que dirigió, una en 1959 y otra en 1960: Cándida, de Bernard Shaw, y sobre todo Una ardiente noche de verano, de Ted Willis, descubrí esa verdad. Creía estar espiando a una familia y sentir el olor de la cerveza en el aire. Quisiera hacer una obra de Anton Chejov desde ese lugar, un poco al estilo de Nikita Mihailkov. Experimentar el llanto y escuchar el sonido de las almas. Dirigir así a Irina Arkadina, de La gaviota, y a Nora, de Casa de muñecas, de Henrik Ibsen. Participé de esta obra en un ciclo de televisión que condujo Diana Alvarez. Recuerdo también que a Juan Carlos Cernadas Lamadrid se le ocurrió escribir una continuación de la historia creada por Ibsen, con los hijos de Nora, ya mayores, buscando a su madre.

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