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Viernes, 25 de enero de 2008
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UNA PUESTA DE CLAUDIO FERRARI

La lucha de clases según Strindberg

La versión de La señorita Julia que se ve en Del Nudo traslada la acción a la era posterior al primer peronismo.

Por Cecilia Hopkins
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El elenco de La señorita Julia está integrado por Laura Azcurra, Carlos Kaspar y Maia Francia.

Escrita en 1888, La señorita Julia es uno de los textos del sueco August Strindberg más conocido. La última vez que se montó en Buenos Aires fue en 2001, en la versión de Alejandro Tantanian llamada Julia (una tragedia naturalista). En estos días se dio a conocer en el teatro Del Nudo (Corrientes al 1500, viernes y sábados a las 22.30) la versión del director Claudio Ferrari, que contó con la supervisión general de Alberto Ure. El elenco está integrado por Laura Azcurra y Carlos Kaspar, en los roles de la aristócrata protagonista y su sirviente, y Maia Francia, actriz uruguaya que interpreta a Cristina, la cocinera, un personaje que en esta versión tiene una participación mucho más activa que en la obra original. También, como lo previó su autor, la escena transcurre en la cocina de la residencia, pero ya no durante la noche de San Juan –la noche en la que tradicionalmente se borran todas las diferencias sociales–, sino en una calurosa jornada del Carnaval de 1957. Aclara el director que los personajes de su versión son “personajes afiebrados que, como en toda tragedia, no pueden evitar la pulsión de sus pasiones: en Julia, devienen de su educación contradictoriamente liberal y represiva, de su promiscuidad, y del suicidio de su madre, suceso que no figura en el original; en Juan, de su resentimiento; en Cristina, de su silencioso sometimiento”. La obra, que descubre a una joven de clase acomodada intentando divertirse con uno de los sirvientes de su padre, da cuenta de odios y resentimientos de clase. Ambientada dos años después de la caída de Perón, la versión de Ferrari habla de un antes y un después en lo tocante al tema de las diferencias sociales.

–¿Qué conservó de Strindberg?

–En sus obras, Strindberg era mucho menos cuidadoso de la estructura que Ibsen, pero tenía la apabullante capacidad de mostrar el lado oscuro y salvaje de sus personajes. Y eso fue mi guía: mostrar lo que no se hace en público, lo que sucede a partir de la prohibición, la transgresión y la consumación del deseo, lo que en la intimidad no puede contenerse y lo que estalla finalmente en tragedia. En Strindberg, los sentimientos que se desatan y su omnipresencia es lo que lleva a los personajes a sus inevitables destinos. Hoy la exposición personal es indiscriminada y promiscua. Pero, ¿realmente nos mostramos? ¿Verdaderamente mostramos los sentimientos y las pasiones? ¿O en realidad lo más profundo de nosotros permanece guardado? ¿Cómo explicar nuestra vocación por seguir siendo una sociedad violenta?

–¿Por qué eligió enmarcar su versión en un tiempo posterior a la caída del peronismo?

–Me pareció que el conflicto de la lucha de clases, uno de los tantos de la obra, adquiría relevancia íntima, justamente en un momento del país donde aparentemente no sucedían grandes movimientos sociales. Digo aparentemente porque hoy sabemos que ya se estaba gestando la resistencia peronista y todo lo que después, para bien y para mal, terminó estallando en la Argentina: una juventud que se involucra y decide intervenir directamente en los sucesos políticos y sociales, una dirigencia obrera contradictoria y sinuosa, y más tarde, la terrible dictadura.

–¿No es algo romántica su visión del primer peronismo, dicho esto en relación con las alusiones de los personajes acerca del borramiento de las diferencias sociales que tuvo lugar en ese momento?

–Sí, es romántica. Yo no viví el primer peronismo, acaso el único. Pero creo que ese romanticismo está protegido por una realidad que, por lo menos a mí, se me hace evidente: aquel peronismo fue el único movimiento social de masas que produjo cambios reales en el estado de las cosas. No digo que haya sido una revolución, pero los cambios fueron drásticos. Mi abuelo pudo trabajar sólo 8 horas diarias. Y mi abuela paterna alimentó y educó a sus hijos en escuelas y universidades públicas, con una máquina de coser que le dio la Fundación Eva Perón.

–¿Cuáles fueron las contribuciones que hizo Alberto Ure a la versión?

–Fueron muchas y determinantes, desde la aprobación del texto hasta el estilo de su puesta en escena. Ure hoy cree en el naturalismo, más bien en una especie de realismo poético. Un naturalismo que debe revisarse a sí mismo y replantearse los modos de narración que puede concebir. Paradójicamente, este naturalismo se torna experimental, porque trabajamos intentando descubrir un concepto de verdad, si bien es cierto que en el teatro todo debe ser verdad, cualquiera sea su género y estilo.

–¿Cómo llegó a establecer qué uso haría del espacio?

–Ure dirigió esta obra hace más de veinte años y su puesta fue austera: había cámara negra, sólo una mesa y unas sillas. Aquí desde el principio tuvo en claro que habría una situación escenográfica de encierro: una cocina totalmente azulejada y laberíntica. Un sitio ideal para consumar la prohibición y su castigo, y también ideal para borrar los rastros. El azulejo muestra su aparente dignidad y limpieza pero nunca lo logra: siempre quedan en sus resquicios las pruebas, las evidencias de lo sucio.

–¿Y cuál fue la opinión de Ure en relación con el personaje de Cristina, la cocinera?

–Ure me ayudó a darles sentido a las palabras que yo había puesto en boca de Cristina, provenientes de La más fuerte, también de Strindberg: Ure vio allí a una Cristina que estaba haciendo un conjuro, un hechizo contra Julia y, a partir de ese acto de fe siniestro, ella se transforma en una gran manipuladora. Hay algo muy conmovedor en Ure: su memoria y su saber teatral, que son abrumadores, siguen intactos. Esto prueba que lo que ha sido verdaderamente amado será imborrable.

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