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Sábado, 25 de octubre de 2008
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La compañía Pilobolus, en el Festival Cervantino

Borrar los límites del cuerpo

El grupo de danza contemporánea, uno de los más imitados desde los años ’70, marcó otro de los muchos puntos altos del encuentro en Guanajuato: quizá ya no sorprendan mucho, pero siguen siendo uno de los grandes nombres de la escena.

Por Diego Fischerman
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La performance en México integró cuatro obras de diferentes épocas, desde la fundante Walkyndom.

Desde Guanajuato

El mercado musical norteamericano reconoce una categoría transversal, que abarca piezas de distintos géneros, a la que bautiza easy listening (“escucha fácil”). Si existiera, para ese universo situado al borde de la música de ascensores y mucho más cerca de lo fácil que de la escucha, un equivalente en danza, Pilobolus sería su encarnación más perfecta. Tan conocido por quienes habitualmente no ven danza contemporánea como por los especialistas, este grupo, que entre otras cosas protagonizó un excelente show durante la entrega de los Oscar en 2007, nació en 1971 y es uno de los más imitados de las últimas décadas, aun por quienes no saben que los imitan a ellos. Su esperada presentación en el Festival Cervantino incluyó cuatro obras de diferentes épocas, desde la fundante Walkyndom hasta las más recientes Tsu ku tsu, de 2000, y Symbiosis, del año siguiente, pasando por su clásica Day Two, de 1980. En todas ellas aparece la que posiblemente sea la mejor idea matriz de Pilobolus: el borramiento del límite del cuerpo. Y en todas ellas aparece, también, una cierta superficialidad que rara vez trasciende el recurso y, desde ya, la perfección de la realización.

Entre los sellos de fábrica de Pilobolus se encuentran los cruces entre la danza moderna, la acrobacia y la gimnasia –hoy corrientes pero que, hace 38 años, aportaron, sin duda, un nuevo aire–, los patrones de movimiento extraídos de animales, el humor y, por último, pero lejos del último lugar en importancia, la utilización de músicas que van de Brian Eno y Talking Heads a Jean-Luc Ponty o Laurie Anderson y que, también, significaron una relativa novedad en los setenta pero terminaron convirtiéndose en un clisé gracias a los émulos, voluntarios o no, y a los émulos de los émulos.

Dirigida por Robby Barnett, Michael Tracy y Jonathan Wolken y con un pasado que incluye como bailarín y coreógrafo a uno de sus fundadores, Moses Pendleton –luego creador de Momix–, la compañía ha ido, en todo caso, yendo hacia obras donde el papel de cada uno de los integrantes es más anónimo. Y, curiosamente, entre las presentadas, la obra más potente y original –y la que explicita de manera más clara los principios constructivos de este grupo con nombre de hongo– es Day Two. Allí, en dos momentos, el cuarteto masculino y la secuencia donde la compañía, invisible, se mueve bajo una tela que estaba colocada sobre el piso, se llega a los dos extremos posibles de esa difuminación del cuerpo individual como unidad de medida. En el primer caso, la unidad es más pequeña: los cuerpos son apenas los vientres de los bailarines. En el segundo es más grande: una forma única armada a partir del conjunto y con límites entre cuerpo y cuerpo literalmente borrados por la tela que los cubre.

Tsu ku tsu, la pieza que abrió el programa, fue elaborada en colaboración con Leonard Eto, un maestro del tambor japonés (Taiko), y creada gracias a una comisión de la Dance Umbrella de Boston, con fondos de The Japan Foundation. Fue, de las cuatro obras seleccionadas, la única que cuenta con música original. Walkyndom, un fresco juego de choques entre los integrantes, es una composición silenciosa o, mejor dicho, acompañada por los propios sonidos que producen los bailarines, Day Two recurre a las seudojunglas de David Byrne y Talking Heads y Symbiosis a una selección de obras breves tocadas por el Kronos Quartet entre las que se destacan “Fratres”, de Arvo Pärt, y una especie de milonguita-habanera pospiazzoliana llamada por su autor, Thomas Oboe Lee, “Morango, almost a Tango”.

En una jornada en que, al mediodía, había tocado el excelente grupo de percusión Tambuco, el cierre estuvo a la altura de la altísima cota de calidad impuesta por el festival. Y es que si Pilobolus ya no sorprende mucho y se ha convertido más en un parque temático de sí mismo que en una compañía viva, sigue siendo, no obstante, uno de los grandes nombres de la escena. Y la capacidad de generar asombro la puso en juego, precisamente, en el último minuto. El espectáculo había terminado y la multitud que llenaba el Auditorio del Estado aplaudía con fervor al telón cerrado tras el que se oían unos ruidos poco definibles. Y cuando el telón se abrió, la tela que había cubierto a los bailarines en Day Two se había llenado de agua y, sobre ella, los integrantes de Pilobolus resbalaban de un extremo a otro del escenario a manera de saludo. Treinta y siete años después de su fundación, allí volvió a aflorar la alegría original.

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