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Lunes, 25 de enero de 2010
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A quince años de la muerte de Miguel Briante

Una obra que respira en silencio

El autor de Las hamacas voladoras nació y murió en General Belgrano, el pueblo que fue, también, su mundo narrativo. Briante era dueño de un estilo que dejó herederos y admiradores.

Por Silvina Friera
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Briante fue escritor y periodista. Su producción literaria fue tan escasa como notable.

Primer punto. Miguel Briante movió la palanca y la gente empezó a girar alrededor de ese territorio narrativo que fue General Belgrano, donde el escritor nació el 19 de mayo de 1944, donde también murió hace quince años. En el boliche de Arispe, escenario de sus ficciones asediado por la inundación; en las orillas, bajo los árboles camino al río –“que no pide permiso, se mete nomás”–, en lo alto de las barrancas, un puñado de parias se tambalean como espectros que no dan pie con bola. Fue la primera vez que alguien miraba de un modo tan radical a esas criaturas “miserables” que merodeaban la pampa profunda. Era necesario que los lectores se acostumbraran de a poco al movimiento de esa maquinaria. Despacio, muy despacio, la palanca avanzaba sobre el engranaje literario, la voz de Borges y los personajes de Arlt, para cincelar otro estilo que ha sobrevivido, airoso, al paso del tiempo, que suele oxidar todo lo que toca, o gastarlo rabiosamente. Un estilo que tiene “herederos”, o hijos “caídos del catre”, en las nuevas generaciones de escritores, en Hernán Ronsino y Félix Bruzzone (ver aparte). Había en ese gesto algo más duro; en la entonación de las palabras, se advertía un cambio: eran más rotundas, como golpes cortos y fuertes. Había que encontrar otra forma de decir las cosas. Y el cuentista precoz, el pibe Briante, lo hizo.

Segundo punto. Antes de que moviera la palanca, a los nueve años, Briante se vino a vivir a Buenos Aires. A los 17 años ganó con su relato “Kincón” el concurso organizado por la revista El Escarabajo de Oro (en el jurado estaban Beatriz Guido, Dalmiro Sáenz, Humberto Costantini y Augusto Roa Bastos). Cómo era posible que alguien tan joven tuviera un estilo tan acabado y singular, tan cercano a eso que se llama “madurez” en la escritura. El jurado estaba asombrado por el hecho de que un “pendejo” se arriesgara a producir “la primera relectura válida de Borges y Arlt”. Tenía veinte años y un extraordinario primer libro publicado, Las hamacas voladoras (1964). “Estúpido, entendés ahora, a ver probá”, le decía el viejo de la cara ahuecada como una roca al pibe que mueve la palanca del cuento homónimo. El pibe Briante quizá sintió una sensación de torpeza y de inseguridad en las manos, pero supo disimularlo demasiado bien. No hay vacilación en esa voz propia que parece haber seguido al pie de la letra la recomendación de Huidobro: “El adjetivo, cuando no da vida, mata”. En la ficción, el viejo le da un golpe al pibe. La escritura, a su modo, también asesta un cross a la mandíbula de Briante. Ese modo austero de narrar –cuanto menos ripios y exuberancias, más ganaba en intensidad–, sin adjetivos, sustantivos y verbos que engordaran con pura grasa la cosecha de esas historias que germinaban en su cabeza, esa obsesión por la palabra precisa, le tendió una trampa de la que le costó salir.

Tercer golpe. Lo dio con rabia. Las hamacas de Briante se pusieron en marcha tal vez a una velocidad inusitada. Demasiado rápido. Apenas un poco más de una docena de cuentos –a los que hay que añadir Hombre en la orilla (1968)–, y el pibe deviene en un joven de 24 años que encarna el futuro de la literatura argentina con sólo dos libros publicados. A fines de los ’60 anuncia que está escribiendo una novela, inspirada en su relato “Kincón”, y comienza a trabajar, porque “la joven promesa” no puede vivir de la promesa, en la Primera División del periodismo de la época. Entre 1967 y 1975, “el niño terrible” de las redacciones integrará los equipos de Confirmado, Primera Plana, Panorama, La Opinión y Crisis, entre otros. El río de la literatura sonaba cerquita –nunca dejó de sonar–, pero costaba más. Mucho más. Tal vez el periodismo operó como ese lugar en el mundo, un segundo “pueblo chico, infierno grande”, donde intentó exorcizar el fantasma del silencio literario que se avecinaba, que intuía; un espacio que le daría tranquilidad hasta que clareara. Kincón, la novela, finalmente se publicó en 1975, en la venezolana Monte Avila. Pero fue reeditada por insistencia de Juan Martini en una nueva versión, corregida y expurgada, en 1993. Antes de reeditarla, dijo: “Le agregué veinte líneas y le saqué treinta páginas de torpezas y canchereadas”. Esta novela sería el último zarpazo que daría; con ella, acaso sin saberlo porque la muerte lo sorprendió dos años después, clausuraría su relación con la literatura.

La palanca estaba desenganchada. Briante lo sabía; pero mientras tanto manejaba los tornillos, limpiaba y depuraba las correas, ajustaba las piezas y pulía su oficio hasta la maestría. Se plantó en esa línea donde la voz es el relato que camina de la mano del estilo y la anécdota.

Cuando él pasara al sexto punto, cambiaría de gesto, pensó mientras todos cambiaban de gesto; se mareaban, seguramente, porque ya las hamacas han salido de lo que antes era la velocidad máxima. Todo va a ser distinto.

Quizá la pregunta que muchos le hacían, ¿para cuándo un nuevo libro?, podía sonar profana. Para sacarse la presión de encima, para librarse de la preocupación de publicar obedeciendo como un autómata a las leyes del mercado editorial, repitió en redacciones y bares hasta el hartazgo su frase de cabecera: “Yo no escribo; reedito”. En el ADN de esta frase se puede rastrear a un padre literario muy próximo, el mexicano Juan Rulfo, a quien entrevistó en México a mediados de 1968. No sólo los une la seducción que ejerció en ambos el silencio sino la breve y gigantesca obra que ambos esculpieron en esos territorios que siguen vibrando: General Belgrano y Comala. Briante fue el Rulfo de la llanura pampeana; al igual que su maestro, ejercitó la oreja para aprehender el lenguaje rural y semiurbano que había oído hablar en su infancia y adolescencia, y rehuyó, como si fuera la peor peste, de la retórica alambicada. “En un pueblo, los personajes aparecen muy inmediata y nítidamente; en la ciudad se diluyen más y lo obligan a uno a ser más enfático o a intervenir demasiado”, explicaría su opción por ese espacio narrativo de General Belgrano. En el mundillo de la literatura argentina, muchas veces tan envidioso como mezquino, según cuentan por ahí, un escritor “troglodita” dijo: “¿Briante? Gauchos que pontifican”, mientras hacía un gesto desdeñoso. El ninguneo no resiste el cimbronazo que aún genera al releer sus relatos.

Y recordaba la escena: su sonrisa al terminar de probar las hamacas; el viejo, después, preguntando si ya andaban bien. Ya vas a ver qué bien andan, pensó, y dijo que sí, que andaban muy bien. Su cuerpo tapaba la palanca mientras miraba cómo las hamacas, vacías, empezaban a funcionar. Ahora está pensando lo mismo. Ya vas a ver qué bien andan. Ya van a ver.

Y la palanca de Briante saltó hacia el séptimo punto. Su cortina de humo sería el periodismo hasta nuevo aviso. Pero basta repasar su antología periodística Desde este mundo, compendio que incluye sus mejores crónicas, críticas literarias, críticas de plástica (dirigió la sección de Artes plásticas de Página/12 desde 1987 hasta su muerte) y el bonus track de un “cuento periodístico”, para comprender su manejo de los puntos de vista, la entonación, la fluidez, hasta dónde contar para no caer en lo obvio. Su estilo periodístico era, vertebralmente, literario. A lo mejor, Briante se estaba riendo, no de las cosas que habían pasado sino de las que iban a pasar.

Y su mano, fuertemente apretada a la palanca, se mueve hasta el noveno punto y siente saltar las hamacas.

Nadie podía pararlo. Briante vuelve a ponerse de pie y rompe su silencio literario; por iniciativa de Ricardo Piglia, que dirigía la colección “Los mundos posibles” en el sello Folios, publica su tercer libro de cuentos, Ley de juego, en 1983, quizá lo mejor de su breve pero fulgurante producción. Esos relatos son como tajos en el tiempo que hacen callar a todos. O los deja, rumiando en voz baja, masticando una pregunta: ¿cómo se hace para escribir, o mover la palanca, después de Briante?

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