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Sábado, 15 de mayo de 2010
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Donación de la familia de Aníbal Ford a la Biblioteca Nacional

El legado de un maestro generoso

Unas ochenta cajas con libros, publicaciones y objetos personales del escritor, docente e investigador cultural fueron entregadas a la BN. Participaron del acto Horacio González, Beatriz Sarlo, Jorge Lafforgue, Eduardo Blaustein y Julieta Casini.

Por Silvina Friera
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Ford, fallecido en 2009, fue recordado como un hombre que se anticipó a concepciones que ahora están de moda.

El laburante de la cultura se ha perpetuado en ese “para siempre” que es la memoria de los otros. La familia de Aníbal Ford decidió donar a la Biblioteca Nacional (BN) unas ochenta cajas con por lo menos 3000 libros, además de publicaciones, papeles y objetos personales del escritor, profesor universitario, periodista e investigador de la cultura y la comunicación que murió en noviembre del año pasado. En la antesala del auditorio Borges de la BN se exhibieron en dos vitrinas algunas de esas piezas: originales mecanografiados de sus libros, manuscritos sobre Rodolfo Walsh y Haroldo Conti, una lúcida y profética carta, fechada en 1990, a su colega Jesús Martín Barbero; apuntes de cátedra, anotaciones para la elaboración de colecciones de Eudeba, folletos. Horacio González, Beatriz Sarlo, Jorge La-fforgue, Eduardo Blaustein y Julieta Casini hablaron de la producción de este gran rastreador de géneros populares y explorador de historias y recordaron con la emoción a flor de piel los momentos compartidos con Ford.

Judith Gociol, a cargo de la presentación de la “Colección Aníbal Ford”, recordó que gracias a la generosidad y firmeza de la mujer de Ford, Nora Mazziotti, y de los hijos, una mañana de diciembre un grupo de seis personas llegó a la casa con “esa sensación algo profanatoria” que tiene revisar los materiales de trabajo de otro. “Desarmar una biblioteca es una tarea conmocionante porque, en general, lo que se mueve va mucho más allá de los objetos”, admitió Gociol, que enumeró los hallazgos: materiales de comunicación, libros sobre el peronismo, las publicaciones de pequeños sellos casi perdidos, los apuntes sobre historieta, folletines en francés, la superposición de colecciones antiguas heredadas a su vez de otras bibliotecas familiares, los diarios del golpe o de la caída de las Torres Gemelas. Entre los papeles encontrados está el discurso que Ford preparó para dar en el mismo auditorio de la BN, en un acto en honor a Walsh en la década del ’90, en pleno menemismo. “Yo vine a hablar de Rodolfo Walsh aquí, en la Biblioteca Nacional, porque éste es un lugar central del Estado nacional. Digo esto porque, de alguna manera, este acto, esta exposición de las obras de Walsh, implica la institucionalización de su figura y cuando se institucionaliza la figura de un peleador, de un fighter, como se dice en el box, hay que tratar de que el museo no lo desfigure. Que no lo transforme en bronce.”

González subrayó que “los libros de Aníbal actuarán como cuerpos vivos” de la Biblioteca Nacional. Sarlo recordó que en los tempranos años sesenta fue secretaria de Ford en Eudeba. En una oficinita de la calle Florida trabajaban también Horacio Achával, “uno de los más originales editores argentinos”, Susana Zanetti y Gregorio Selser. “Yo era la menor y todos los días me daban una clase de algo: de Onetti, de Cortázar –sobre quien Ford estaba haciendo una tesis que no terminó–, de surrealismo y patafísica, de tango, de Felisberto Hernández y de Macedonio.” La crítica confesó que hasta el final Ford la llamaba por teléfono para darle clases sobre diversos temas: Darwin y el Perito Moreno, los ríos secos de la pampa, las tecnologías comunicativas. “Todo entraba en una especie de ‘régimen Aníbal’, donde las cosas se conectaban por el lado menos pensado y, a veces, por el lado más inverosímil. Cuando nos despedíamos, yo me quedaba pensando: Aníbal está medio loco, ese adjetivo que aplicamos, a falta de otro mejor, a las inteligencias originales con preocupaciones absorbentes.”

Atenta a la escasa consideración que ha tenido la obra de Ford, Sarlo repasó las ficciones que van desde su primer libro, Sumbosa (1967), publicado por Jorge Alvarez, hasta el último, Del orden de las coníferas (2007). En noviembre de 1981 salió el número 13 de la revista Punto de vista con las primeras páginas de Ramos generales, que se publicaría recién en 1986, donde el escritor, a través de un Payador, mezcla momentos del presente y el pasado. “Pero no son páginas melancólicas, sino más bien delirantes –aclaró–, donde el cruce de culturas y de niveles de lengua anunciado en Sumbosa es críptico pero iluminador.” La crítica destacó que “todos los personajes y el narrador, como en una novela de Julio Verne argentinizado, van a partir en un viaje por los ríos secos de la pampa”; viaje que fue una de las exploraciones verdaderas realizadas por Ford. “No estoy segura de que Ramos generales haya tenido muchos lectores con tiempo para ver su originalidad frenética y desordenada, lejana a los temas que en ese momento ocupaban a la literatura argentina –ponderó–. Pertenece a esas zonas invisibles, a esas escrituras que se resisten a la tendencia del momento: un vanguardismo populista. Eso era Aníbal, un populista de vanguardia, críticamente populista y críticamente experimental”, lo definió su amiga y colega.

Sobre Oxidación, publicada en 2003, señaló que Ford había descubierto “la vibración fantástica de lo técnico”, que veía la fisura imaginaria en el aparato mecánico y en la máquina señalaba la desviación fantástica. “Estaba convencido, por experiencia y por los libros, de que los saberes populares responden al régimen del bricolage. Su texto, como esos saberes, es un compuesto de heterogéneos.” Sarlo afirmó que en la literatura argentina “quizá fue Ford quien leyó a Cortázar de modo más productivo estéticamente, cambiándole las referencias culturales”. En esta novela en la que “trabaja con las lógicas de las tecnologías de punta como si fueran lógicas populares y viceversa” y en la que “arranca a la cultura popular del estereotipo populista”, Sarlo observó que Ford valora a los locos, los desviados, los marginales, “los que inventan salidas en diagonal, soluciones disparatadas”. Después de la publicación de Del orden de las coníferas, Ford le comentó a Sarlo que había querido reordenar y reeditar esos cuentos, publicados a lo largo de una vida, porque “nadie lo leía como escritor”. “Hacia el final me dijo una vez más que no tenía un lugar porque su literatura no había sido leída. Era difícil contradecirlo en la medida en que estaba señalando algo cierto”, reconoció Sarlo.

La voz de Lafforgue llegaba erosionada por la tristeza. “Fueron muchos años de amistad, desde los sesenta en que nos conocimos hasta noviembre del año pasado; pero no, mejor digo hasta hoy mismo, porque la amistad con Aníbal persiste y persistirá”, subrayó el crítico y editor. “No hay muerte vestida de almirante o de escoba, ni ahogo en el corazón capaz de detener su querida y terca persistencia, su raudo vuelo hacia delante”, añadió Lafforgue. “Aníbal ha hecho una apuesta fuerte contra la incertidumbre y la carcoma; una apuesta a la perdurabilidad de una escritura que, bajo aparente cercanía y sencillez, cruza los caminos y los tiempos, los senderos perdidos y las nieves que forman caudales –explicó su amigo, que compartió trabajos en Eudeba, el Centro Editor, en el diario La Opinión y la revista Crisis–. Viajes y apuestas contra la oxidación, dos claves de la experiencia escrituraria de Aníbal.”

Entre anécdotas y recuerdos, La-fforgue se detuvo en el “hiato” brutal de los años de la dictadura. “En esos tiempos de exilio, muerte y espantos, cuatro amigos con parecidas trayectorias e inquietudes armamos una sucesión de reuniones que nos permitió sobrevivir mientras conversábamos y comíamos. No diré en cuál de ambas tareas poníamos más empeño”, bromeó el hombre que entonces trabajaba en la editorial Losada. Esos amigos eran Jorge Rivera, Eduardo Romano, Ford y Lafforgue. Los muchachos se juntaban en El Ruedo, un bodegón en Salta e Yrigoyen, “concurrido por laburantes de la zona y por un muy nutrido grupo de gitanos”. “Las suculentas fabadas atemperaban nuestras desgracias”, evocó la comida que presidía esas reuniones. Con el advenimiento de la democracia, cambiaron el lugar de reunión a Rawson y Lezica, frente al atelier de Berni. “Las fabadas fueron sustituidas por pantagruélicas parrilladas, pero lo más productivo fue que con los nuevos aires, los textos publicados pre-proceso y borradores escritos durante la dictadura se pulieron y ordenaron hasta conformar un volumen que, tras algunas demoras, pude publicar en la editorial en que había recalado, Legasa, que se tituló Medios de comunicación y cultura popular. Creo no equivocarme al considerarlo un hito en los estudios de comunicación y cultura en nuestro país.”

Blaustein contó que tuvo una relación de “cariño” con Ford, a quien “conoció” de adolescente. En su casa, “la típica casa judía progre”, como la definió el periodista, recibían todo lo que se publicaba en Eudeba y el Centro Editor. “Aníbal sufría por no ser reconocido como narrador; su dispersión me parecía maravillosa, pero le jugaba en contra”, aseguró y consideró que hay “una molécula intelectual de Ford en la ley de medios”. No pudo evitar llorar Julieta Casini, integrante de la revista digital Alambre, que Ford creó y dirigió. “Su voz son muchas voces, una polifonía, palabra que usaba tanto Aníbal, que dejó huellas indelebles en los estudios de comunicación.” Casini recordó que la materia Comunicación era “la materia bisagra”; que antes de la cursada “estábamos como bola sin manija”. Ford fue el hombre que se anticipó a concepciones que ahora están de moda. Fue audaz, original, provocador. Pero por sobre todas las cosas fue un maestro generoso. “Nos daba espacio para pensar y discutir, nos contagiaba su humor y su curiosidad; le gustaba escuchar a los alumnos.” Todos los relatos de la tarde desembocaron en una certeza: Ford fue un anfibio y entusiasta laburante de la cultura.

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