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Martes, 16 de noviembre de 2010
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El domingo concluyó en Azul la cuarta edición del Festival Cervantino

La sucursal bonaerense de La Mancha

La obsesión de un coleccionista que llegó a acumular más de 300 ediciones diferentes del Quijote motivó que, en 2007, la ciudad se convirtiera en una de las dos “cervantinas” de América latina. Y la muestra cultural anual convoca artistas de todo el país.

Por María Daniela Yaccar
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En la casa de Bartolomé Ronco, fallecido en 1952, hay más de 300 ediciones del Quijote.
Desde Azul

Quien en su infancia haya sido inducido por un familiar a convertirse al club de sus amores entenderá lo que se siente al llegar a Azul: muchos carteles con la leyenda “Azul, soy Quixote” calientan el arribo al corazón de la ciudad, la segunda cervantina de América latina. Así le calzan la camiseta al visitante, sin que haya puesto todavía un pie en tierra. Aún no probó la supuesta delicia local, un postre llamado “Dulcinea”, tampoco las facturas de la panadería “Cervantina”, la primera que se divisa desde la terminal; sin embargo, ya degusta la euforia. Todo un paisaje urbano atravesado por lo mismo. Y más cuando tiene lugar la gran movida cultural que es el Festival Cervantino, cuya cuarta edición concluyó el domingo.

Unos ochenta pibes salen de la escuela para ver títeres en el Complejo Cultural San Martín. A Negra vaya a saber por qué le dicen así: vecina entusiasta, porta la remera naranja que identifica a los voluntarios. Es rubia y blanca. Los pibes entran en la suya. El hombre a cargo de la puesta en escena les habla de cultura, de comunidad, de espacios. Ellos aprobarán el discurso recién al final, con un aplauso y abalanzándose sobre él. Quieren saber cuál es el misterio que esconden sus muñecos. Escenas como ésa brotaron en Azul durante diez días, del 4 al 14 de noviembre. Hubo arte gratis o a muy bajo costo para los lugareños, que encuentran de paso su oportunidad para mostrar lo propio. Llegan artistas de distintos lugares del país, muchos de la ciudad de Buenos Aires. Sin desarrollo industrial, con pocos paisajes para absorber al turismo y antiguo escenario del lock out, Azul parece haberle encontrado la vuelta a esto de ser cervantina, rótulo que comparte con Guanajuato (México), otorgado por la delegación de la Unesco en Castilla la Mancha.

La “personalidad” de esta ciudad tiene mucho que ver un libro escrito hace más de 400 años. Un libro que un azuleño, Bartolomé Ronco, se empecinó en coleccionar rayando la obsesión. Ronco falleció en 1952. Antes, su casa había sido donada a la comunidad por su familia. En esa vivienda conviven más de 300 ediciones de Don Quijote de la Mancha, un total de 1200 libros. Ronco mostró sus libros por primera vez en 1932, en una exposición, como presidente de la Biblioteca Popular de la ciudad. Un año antes le había dedicado otra al Martín Fierro. Cuando su casa volvió a abrirse, en 2004, se descubrió que su colección era mucho mayor de lo que había mostrado tiempo atrás. Y por tratarse de la más grande de América es que Azul se convirtió en ciudad Cervantina en 2007. Pero aunque se la vea cómoda y movilizada con el título, no fue fácil que los azuleños se adaptaran a él. “No todos nos reconocíamos en esto de ser cervantinos”, explica una de las coordinadoras ejecutivas del festival, Mariela Tancredi. Es que, precisamente, en Azul conviven diversas arterias culturales.

LO POPULAR EN LO URBANO

“A ver si conocés a ése que está allá”, desafía Adriana Ciotta, directora de la Escuela de Estética de la ciudad. Aquí se cocina uno de los encuentros más ambiciosos del festival, el desfile de cabezudos, reprogramado por lluvia. La cronista tiene terror de meter la pata, pero saca una radiografía rápida de quien tiene detrás y lo dice: “Chirola”. Efectivamente, es Omar Gasparini, integrante en Capital del grupo Catalinas Sur, “nacido, criado y engordado” en Azul. Así como él, hay un montón de personajes “reales” tirados en el piso o apoyados en la pared que esperan cobrar vida.

El proyecto “Los títeres como lugar de encuentro comunitario” lleva tres años, con Gasparini como colaborador, Estela Cerone como coordinadora y la Asociación Española de Socorros Mutuos como promotora. Las escuelas ubicadas en la periferia de Azul son el epicentro de la movida. El año pasado se les pidió a los chicos que rastrearan las historias del barrio. Y aparecieron sus personajes míticos: la llorona, una mujer que perdió a sus hijos y llora en las ventanas; un vecino que arrastraba perros en un carro, y el chancho con cadena, un fantasma que rondaba los cementerios indígenas, aquí famoso. “Los pobres no tuvieron escribas, entonces no podemos conocer su historia. Eso queremos rescatar”, explica Gasparini. A cada escuela le corresponde una temática. Este año, todo giró en torno del Bicentenario, que en esta ciudad se celebró en octubre. Revolución de Mayo, pueblos originarios y la fundación de Azul fueron los temas con los que trabajaron las instituciones. La de Estética se ocupó de la cultura de Azul y homenajeó a sus personajes. Gasparini es uno de ellos. Luego están Ronco; Pachito, un titiritero; Susana Vilardebó, docente de arte de muchos en Azul, y Miguel Marateo, un local con mucho conocimiento “intuitivo” sobre pájaros que triunfó en Odol Pregunta. Otros personajes están representados por objetos, como Francisco Salamone, el arquitecto que, entre otras cosas, diseñó la impresionante fachada del cementerio local. También Ercilia Moreira de Cestac, una de las pocas descendientes de pampas que quedan en la zona, a quien homenajearon con un enorme telar aborigen.

LO INDIGENA EN LO RURAL

En la feria de artesanos de la ciudad no aparece Ercilia pero sí alguien que, con su legado del telar pampa, mantiene viva la historia de los aborígenes que vivían al otro lado del arroyo: su nieta Verónica Cestac. La familia es descendiente del cacique Manuel Grande. Según Verónica, su abuela, hija de un criollo y una pampa, es “la única descendiente de aborígenes que hace este trabajo”. Y que además mantuvo la tradición a rajatabla, con materiales como el hilo perlé o la seda, porque “la lana le daba impresión”. Verónica se explaya. “Lo hacía su abuela, Pascuala Calderón. Era un arte que estaba medio dormido. En 1980 mi abuela volvió a tejer. Empezó a participar de un montón de ferias, ganó premios y le dieron a su trabajo el valor que tenía que tener.” Verónica aprendió de Ercilia la técnica original, a diferencia de muchos que “emplean bastidor mapuche”. Como se crió en San Pablo, prefiere no exponer tanto su trabajo y sólo lo hace por encargo, por una cuestión de “respeto”, por ser ajena a ese mundo.

La abuela de Verónica es “un pedazo de la historia de Azul” y ella la trae a colación. “Los pampas sufrieron una verdadera masacre. El telar era una forma de negociar con el hombre blanco. ‘No peleemos, tengo algo que te gusta, podemos hablarlo’.” Hoy, con el título de patrimonio histórico de Azul y de la provincia de Buenos Aires, Ercilia tiene un público. “La gente del campo –sostiene Verónica–. Eso significa una redención a todo lo que se ha hecho.” Sin embargo, detecta la visión “colonizadora” que todavía existe. “Mandé al Fondo Nacional de las Artes una faja de mi abuela y un cinto mío. El primer premio lo ganó un mantel. ¿Qué criterio hay? ¿Los indios hacían picnic? Podría haber sido una boleadora o un cuchillo.”

DE QUIJOTES Y PAMPAS

El Quijote de Carlos Regazzoni es una joya de la zona. Juan Bautista Olmedo, artista plástico que mostró sus trabajos durante el festival, tuvo la suerte de conocer a Regazzoni cuando trabajaba en esa famosa obra de chapa y hierro. Hasta el año pasado, Olmedo era obrero metalúrgico, pero ahora le pone sus fichas al arte. “En el ’92 vi una foto de Carlos y me volví loco. Dejé el trabajo y me fui a verlo. La primera vez me echó”, se ríe y confirma lo que muchos azuleños ya venían diciendo: que el carácter de Regazzoni es complicado. “Un sábado me llamó y me recibió bien. Estaba haciendo El Quijote: lo vi con sus pelos parados, con la máquina en los fierros. Pero nunca me dejó trabajar con libertad. Me dedicaba nada más a soldar.” Olmedo busca su estilo aunque, al igual que Regazzoni, trabaja con chatarra. “Siempre tuve relación con los fierros. De chico vivía al lado de una vía y mi papá era ferroviario”, cuenta. Y, como Miguel Marateo aprendió de pájaros, él aprendió de peces sólo por observarlos y los retrató en su muestra. También pinta. “Si me va mal puedo sentirme fracasado, pero también feliz porque hice lo que quise.” Y en ese ir para adelante recuerda al personaje del Manco de Lepanto. Su pez gigante de arandelas y tuercas confirma que así será.

Juan Olmedo aprendió de Regazzoni a hacer arte con chatarra.

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