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Domingo, 13 de febrero de 2011
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MAS ALLA DE TODO AVANCE TECNOLOGICO, LOS PROYECTORISTAS SIGUEN RESISTIENDO

El hombre que vigila entre las sombras

En los multicines, un solo proyectorista atiende dos o tres salas, pero aún permanece la figura artesanal, ojos que han visto mucho en la pantalla y en el patio de butacas y que encuentran historias de oro al ir al interior o en las cárceles.

Por Facundo García
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“No voy al cine. Te da la impresión de que seguís laburando. Así que escuchás radio, mirás fútbol, qué sé yo...”, dice Juan Luna.

“En los libros leerás los nombres de los reyes/ ¿Arrastraron los reyes los bloques de piedra?”, se preguntaba Bertolt Brecht en 1935. Sabía que la historia de los pueblos –y por ende la de las artes– está repleta de anónimos indispensables. Ni hablar del cine, que siempre fue mucho más que su costado rutilante. Mientras las estrellas triunfan en la pantalla, los empresarios cuentan su dinero y los espectadores se enamoran, se pelean y hasta mueren en las salas, por encima de las butacas flotan cuartitos en penumbra desde donde los proyectoristas ven pasar una vida jalonada de romances, tiros y pochoclo. “Quedamos pocos y no da la sensación de que vayamos a ser muchos más”, pronostica Juan Carlos Moura, veterano del gremio que se larga a recordar en mitad de la tarde lluviosa. E inmediatamente tira una frase que en adelante será santo y seña: “Pero eso sí, le aseguro que haberme dedicado a esto valió la pena”.

Luz y sombra

Oficio de tipos que han visto demasiado, éste es un trabajo constantemente influido por los sopapos que le da la tecnología. Porque si hace veintidós años Cinema Paradiso retrataba la crisis que trajo el VHS, no es menos cierto que hoy –aunque hayan subsistido algunas salas– se perdió el encanto que distinguía a los viejos proyectoristas. Ya no son únicos: cualquiera aprieta “play” y los emparda. Y si los sobrevivientes nombran al clásico de Tornatore no lo hacen como cinéfilos, sino como quien ha quedado prisionero, atado a los climas de aquel film. De hecho, Moura está en el Lorca, pero a la segunda pregunta se traslada a principios de los setenta, cuando llevaba el cine a la paisanada en los campos de Bolívar, provincia de Buenos Aires. “Ahí lo conocí a mi maestro Donato Genovese, del Cine Selec (sic). El era operador desde 1939”, evoca. Fotogramas invisibles echan a andar ante sus ojos.

Moura describe aromas, colores y sonidos que se esfumaron. “Pasábamos las semanas con esa marchita especial que hacía la película al pasar, más el típico olor de la acetona, combinado con el humo de los carbones que se escapaba de las linternas”, sintetiza. Circulaban tan pocas cintas que a veces había que llevarlas de un cine para el otro en taxi, colectivo o bicicleta. Si uno vivía en el interior, para colmo, los rollos llegaban luego de haberse usado en Buenos Aires y el conurbano. “O sea que te los daban en cualquier condición, repletos de cortes y empalmes. Dos por tres se armaba un nudo imposible y metías mano a ver cómo resolverlo, con el griterío y los silbidos aturdiéndote. Había que tener nervios de acero, ¿eh?”, se agranda el entrevistado. “Y ni qué contar cuando venían mal ordenados los rollos”, añade. “De pronto un chabón que en la escena anterior se había muerto resucitaba, bailando y contando chistes. ¡Era el caos!”

“Eso era típico”, se acopla al rato Juan Luna, con un pie apoyado en la escalera del Cine Monumental Lavalle, también por el centro. “En el ’73 se murió Bruce Lee. No sabés. Como los pibes querían ver sus películas y no habían llegado las ‘reediciones’, se rescataron unos rollos hechos puré. Nos querían linchar, porque de repente estaba el chino peleando todo ensangrentado, venía un corte y lo veías vestido de traje y tomando el té, sin explicación de nada.” Ultimamente los aparatos resguardan mejor el material fílmico y liberan al proyectorista de tener que estar tan atento. Por eso en lugar de encargarles una sola sala les encajan dos, tres y hasta cuatro. Es más, cuando este diario intentó conversar con empleados de las grandes cadenas, los supervisores no lo autorizaron porque –según palabras del antipoético mandamás del Cinemark Puerto Madero– “iba a ser una distracción en horario laboral”.

¿Van al cine los proyectoristas? “Jamás. Te da la impresión de que seguís laburando. Así que escuchás radio, mirás fútbol, qué sé yo...”. ¿Y la señal de que una película gusta en la platea? “El silencio”, responde Luna. La expectación del recinto es un canto de sirena que conquista incluso a los más duchos: “Actualmente no hay problemas con los rollos. Pero si había que usar varios, las películas buenas eran un peligro. Te enganchabas con la historia y te olvidabas de hacer el cambio, hasta que veías el cuadrado blanco y arrancaban las puteadas”.

En Buenos Aires es común que la gente se muera en los cines. No de aburrimiento, aunque también (¡oh, veranos de cine iraní!). “A veces hay uno que estira la pata, sí. En otra sala me pasó. Empecé a escuchar gritos, y salimos corriendo a buscar la ambulancia. Como ese caso hay muchos”, confirma Luna. Otra fija es la de las parejas hot. Las más osadas no son –como podría dictar el prejuicio– las más jóvenes. Tampoco se restringen a los cines porno. Por el circuito Corrientes-Lavalle andan un señor y una señora que Moura, Luna y muchos acomodadores, chocolatineros y vigilantes identifican perfectamente. Los enamorados entran a ver, por ejemplo, El Avispón Verde. A los cinco minutos ya están desnudos. Luna: “Tienen unos setenta y cinco años, se sacan la ropa y no los frena nada. El otro día directamente les prendí la luz y les dije que acá no se podía”.

Los andariegos

La ventana en la cabina de proyección permite ser testigo de dos espectáculos: la película propiamente dicha y el lento ajedrez corporal de los que la miran. Eso, por supuesto, en los cines de ciudad. A más de mil quinientos kilómetros de la Capital, el Cine Móvil de Jujuy lleva films nacionales a los pueblitos más aislados de esa provincia y su anecdotario es bien distinto. Funciones al aire libre, senderos de barro y coplas que cantan los vecinos para festejar el arribo de la “visita” cruzan la charla con Martín Alfaro, que ya lleva una década por el camino. “Mirá si no será otra experiencia la nuestra: llegamos en camioneta y por lo común dormimos en las escuelas rurales. Como son áreas donde no suele haber tendido eléctrico, es indispensable llevar un generador”, detalla.

El Altiplano y la zona de las yungas tienen sus gustos. “Hace años que Manuelita encabeza la lista de las más pedidas. Es un verdadero fenómeno”, opina el técnico. “Para ellos es una novedad. Es que hasta hace muy poco ni siquiera les llegaba decentemente un canal de aire”, completa. Alfaro dice que, de vez en cuando, el que tiene más plata en esos parajes paga la cuota de la tele satelital y deja que los vecinos se le enganchen. “¡Pero como todos los cables salen de su casa, el pueblo entero tiene que ver lo que esté mirando el que contrató el servicio!”, agrega. En la silla contigua está Roberto Angel Martínez, el otro operador. “A diferencia de lo que pasa en los centros urbanos, acá encontrás públicos muy variables. Cada grupo de ranchitos en la montaña mantiene su particularidad. Si vas a los más aislados, la gente mira la pantalla gigante y te pregunta: ¿Y cómo han hecho para cargar un televisor tan grande?’.”

El cinemóvil jujeño también va a la cárcel. Alfaro está pasmado con los efectos del Séptimo Arte en los detenidos. “Las primeras veces se confundían, porque no estaban acostumbrados al lenguaje audiovisual”, admite. “Con el tiempo le fueron agarrando la mano. Pasamos Conversaciones con mamá (Santiago Carlos Oves, 2004), y tendría que haber visto las caras que pusieron cuando se moría la madre que interpreta China Zorrilla. Uno de los guardiacárceles vino y me confesó que estaba sorprendido. ‘Es increíble –soltó–. Pasan el día haciéndose los duros, ven una película y después se esconden a llorar por los rincones’.”

* El domingo pasado Página/12 reeditó el DVD de Cinema Paradiso. Se puede conseguir en los quioscos de revistas o en el local de ejemplares atrasados (San José 210).

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