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Martes, 1 de marzo de 2011
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Opinión

El ocaso de un modelo cultural para la ciudad

Por Rodolfo Hamawi *

La gestión de Hernán Lombardi al frente del Ministerio de Cultura porteño marca el agotamiento definitivo de un modelo de concebir la gestión cultural en Buenos Aires. Dicha matriz tiene su origen allá por 1996, cuando la ciudad daba sus primeros pasos de autonomía gobernada por un De la Rúa que aún (para algunos) era una promesa.

La experiencia política que derivó en la Alianza (frustrada sólo cinco años más tarde) quiso ser la cara prolija y moderada del menemismo sin cuestionar los aspectos estructurales que moldearon los ’90. En esa sintonía, administrando lo público al compás de los latidos del mercado, Darío Lopérfido, como secretario de Cultura y numen de la vanguardia sushi, trazó los lineamientos gruesos de una política que, en su base conceptual, no se modificó en los últimos 15 años. Y que, como un círculo vicioso, encuentra su opaco desenlace en el retorno del propio Lopérfido como director del FIBA para colaborar con Lombardi desde agosto pasado.

Grandes recitales al aire libre, festivales de perfil alto, una estrecha sociedad con los pulpos mediáticos y un abordaje estilizado y gourmet configuraron un sello que caló hondo en los circuitos de la cultura y el arte porteño. Lopérfido canonizó el “evento”, ese término equívoco que hoy es de consumo masivo y que subvierte en su esencia el significado de lo planificado para volverlo efímero. Esa filosofía en la que sutilmente predomina lo espontáneo como virtud, y que linkea con ese discurso del poder concentrado que prefiere el cacerolazo repentino antes que el movimiento obrero organizado.

En esas coordenadas donde prima lo fugaz se asienta el modelo de la cultura-espectáculo, que alcanza su máxima expresión en la actual administración macrista. Un modelo indiferente a cualquier lógica territorial y siempre atento a no perjudicar los intereses del sector privado. Nada nuevo: la vieja teoría en la que al Estado le toca cuidar el patrimonio y ocuparse de las artes, mientras el mercado se queda con la parte del león: las industrias culturales y los medios de comunicación.

Las administraciones de pretendido corte progresista que gobernaron la ciudad hasta diciembre de 2007 dotaron a la gestión cultural de objetivos encomiables como el respeto por la diversidad y los derechos humanos y la universalización del acceso a la cultura. Sin embargo, no rompieron jamás con esa matriz donde lo mediático y lo eventual prevalecen frente a lo comunitario y lo permanente. Donde el interés general sucumbe ante las apetencias sectoriales. Donde gobernar se reduce a administrar lo existente dentro de los límites de lo posible.

Los cambios abismales sucedidos entre la recesión de los últimos ’90, el estallido y la represión de 2001, la salida de la convertibilidad de 2002 y la fuerte recuperación política, social y económica acontecida desde 2003 modificaron profundamente el escenario de la ciudad y dejaron en evidente orsai las mencionadas premisas y herramientas de la gestión cultural porteña.

En 2011, Buenos Aires necesita un proyecto político en el ámbito de la cultura, que se haga cargo de una ciudad descentralizada en comunas, atravesada por conflictos sociales producto de la segregación espacial y la fragmentación social y política. Donde el Estado marque agenda e intervenga proactivamente en áreas relegadas hasta la asfixia, como la enseñanza artística, la generación de nuevos talentos y la promoción cultural en los barrios. Donde los museos no sean noticia una sola noche al año. Donde las bibliotecas, que perdieron el 50 por ciento de sus lectores en los últimos 15 años, se transformen en verdaderos enclaves de movilización cultural territorial. Donde el Estado abra el juego a los vecinos con recursos concretos para retejer y fortalecer los vínculos y las relaciones de la comunidad, allí donde se cuecen los valores y las costumbres que nos constituyen en el día a día.

Una política cultural no puede circunscribirse al suministro burocrático de espectáculos y festivales cuya eficacia se mide por el centimetraje obtenido en los medios gráficos. Buenos Aires necesita un proyecto político para la cultura que desarrolle los instrumentos idóneos para operar sobre la dimensión cultural de la sociedad, aquella en la que se juegan buena parte de sus conflictos y de sus oportunidades. ¿Cuánto tiene para decir un ministro de Cultura cuando su jefe de Gobierno realiza una apología de la xenofobia, como la explicitada por Macri cuando la toma del Indoamericano? ¿Qué políticas efectivas de gestión cultural se han desplegado en los últimos años para reducir los niveles de discriminación social, racial y/o cultural en nuestra ciudad? En ambos casos, la respuesta es la misma: cero.

Buenos Aires necesita una propuesta cultural integral que se haga cargo de sus asimetrías y de sus exclusiones. Que se haga cargo de una ciudad en la que sólo el 15 por ciento de sus más de 700 librerías y sólo seis de sus 65 cines están al sur del eje de la avenida Rivadavia. Que se haga cargo de recuperar para el área de Cultura la potestad sobre las políticas hacia las industrias culturales, hoy en la órbita del Ministerio de Desarrollo Económico. Que no se subordine ni se excluya a la hora de debatir sobre las pautas y consignas culturales que disparan los medios masivos de comunicación. Que se haga cargo de potenciar la trama de más de 500 organizaciones de la sociedad civil que en silencio se dedican a la cultura en la ciudad. Y que también se haga cargo del Teatro Colón, un escenario único en el que, sin embargo, ni empieza ni termina la cultura de Buenos Aires, y cuya recuperación sólo será posible en el marco de un proyecto integral para la ciudad.

Tal vez la diferencia colosal evidenciada entre la multitudinaria fiesta colectiva y democrática del Bicentenario y la combinación de elitismo y frivolidad que nutrió la reapertura del Colón en esas mismas fechas constituya el ejemplo más ostensible entre dos modelos de pensar la cultura de la ciudad de Buenos Aires. Uno que despunta, el otro que agoniza.

* Director nacional de Industrias Culturales.

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