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Lunes, 19 de diciembre de 2011
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Jacobo Siruela, aristócrata y editor exquisito

“Por mi carácter, me siento extranjero en todos lados”

El fundador del prestigioso sello Siruela –ahora al frente de una nueva editorial, Atalanta– defiende a los clásicos universales y sostiene que hoy se necesita “una ecología libresca”. Provoca: “Uno de los problemas mayores es que hay demasiados libros”.

Por Silvina Friera
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En el Malba, el mismo lugar donde hoy a las 18.30 dialogará de su pasión bibliófila y su tarea como editor.

Nadie daba un duro por él –como dicen en España– cuando vendió la exitosa editorial Siruela para empezar de nuevo con otro sello, Atalanta. Nadie daba un duro por él mucho antes, a principios de la década del ’80, cuando un jovenzuelo atrevido, hasta entonces un convidado de piedra en la edición, decidió lanzar una insólita colección de libros artúricos. No es que pertenezca a la clase social aguijoneada por la incertidumbre de sobrevivir con un mínimo de dignidad. Jacobo Fitz-James Stuart Martínez de Irujo, conde de Siruela, de la casa de Alba, podría haber sucumbido ante esas capas geológicas de aristocracia que carga –a su manera– desde su nacimiento. Raro es un sustantivo que, antes de silabearlo, lo experimentó en carne propia. De niño se sentía un extranjero. La sensación de extranjería es más amable en palacios majestuosos que a la intemperie. Era –acaso lo siga siendo– el raro de esa familia encabezada por la duquesa de Alba, distinguida dama cuyas monstruosas facciones espantan a niños y adultos del mundo entero. Jacobo Siruela, el extranjero que se siente como “en casa” en Buenos Aires, el editor que se ha codeado con Borges, Calvino, Cioran y Paul Bowles, parece un hombre tímido a quien le gusta la soledad. Estira el mentón, encoge sus piernas infinitas, esboza una sonrisa levemente insolente que le confiere al marco de su rostro un aire de infante travieso, y suelta una frase de pronto y sin previo aviso: “Voy a agarrar un dulce”, dice, tentado por unos bombones que acompañan el café. En el Malba, el mismo lugar donde hoy a las 18.30 dialogará de su pasión bibliófila y su tarea como editor, confiesa a Página/12 que en España “nunca me he encontrado demasiado cómodo”.

–¿Cómo explica esa incomodidad?

–Creo que es por mi carácter, me siento extranjero en todos los lugares. Pero la mirada del extranjero me parece también más interesante porque observa las cosas como si pertenecieran a otro mundo. “Carácter es destino”, decía Heráclito. Yo aquí me puedo encontrar en casa, o en Italia, a veces también en Inglaterra... Pero en España, no.

–¿Será por el peso de lo familiar?

–Yo asumo lo familiar. Nací en un palacio, una cosa muy rara, ¿no?; también en el palacio me sentía distinto a mi familia. Yo me independicé a los 23 años, y sin embargo asumo a mi manera esa historia. Cuanto más libre sos, mejor te llevás con tu familia (risas).

Por el corazón y el cuerpo de Jacobo se extendió una paz que tal vez no había sentido en casi medio siglo de vida, cuando en 2000 se instaló junto a Inka Martí, su segunda mujer, en una casa en el campo, en el paraje del Ampurdán, a poco más de una hora de Barcelona, cerca de la frontera con Francia. Ahí tiene caballos, perros, gallinas, plantas, libros y computadoras. No necesita mucho más. Quizás intuía que el intenso hastío es el prólogo anunciado de una gran felicidad. Pactó la venta de Siruela con Germán Sánchez Ruipérez, aunque por un tiempo siguió dirigiendo la editorial que había creado en 1982, a los 26 años. El muchacho que estuvo un tiempo en Tánger frecuentó la casa de Paul Bowles. La jungla de invitados imponía tener los ojos bien abiertos. “Nos daba té marroquí, y solía poner una música extraña, entre chinesca y vanguardista, compuesta por él”, revela Siruela. Otro espacio que evoca –ahora la memoria lo transporta a París–, como quien no quiere la cosa, es el pequeño ático donde vivía Cioran, cerca del cementerio de Montparnasse. Todos los desesperados del mundo parecían necesitar un consejo del maestro sobre cómo suicidarse. “Cioran les recomendaba que bajaran al cementerio y se sentaran allí durante una hora. Lo curioso, me contaba, es que después nadie quería suicidarse. Al principio se interesó por mí, me lo dijo más tarde, porque le encantaba charlar con gente de la aristocracia.” De repente otra vez regresa a su casa en Ampurdán. Ahí tomó la “gran” decisión. Justo cuando Siruela había ganado el Premio Nacional de Edición en 2004 barajó que era el mejor momento para cerrar una etapa. Un año después, en el campo, nacía Atalanta.

–¿Por qué suele cuestionar la cantidad de libros que se publica en España?

–Yo creo que se necesita una ecología libresca porque uno de los problemas mayores es que hay demasiados libros. Esto en principio no es malo: es mejor que haya demasiados libros a que haya escasos libros. Pero al haber tantos libros, el librero ya no sabe lo que tiene. El librero tradicional sí sabía lo que tenía. En fin, está todo el mundo muy abrumado por la cantidad y me parece que hay que apostar por la calidad. Nosotros hacemos solamente diez libros al año, con lo cual escogemos muy bien lo que publicamos.

–Pero los libros de Atalanta se parecen a los de Siruela...

–De alguna manera sí, pero yo me tuve que reinventar una vez que vendí Siruela. El proyecto Atalanta está más aquilatado; hemos hecho grandes esfuerzos que en Siruela quizá no me hubiera atrevido, como fue publicar por primera vez la versión completa de las memorias de Casanova, que tiene casi 4000 páginas. El catálogo de Atalanta es muy diverso, pero en el fondo muy coherente. La fuga de Atalanta es un libro de alquimia, pero también es uno de los libros más bellos que jamás se hayan hecho. Es el primer libro multimedia de la historia porque está concebido en tres niveles: la imagen, que va dirigida a la imaginación del lector; el texto, que va dirigido al intelecto; y unas partituras musicales que van dirigidas a los sentimientos. Se puede leer, escuchar y contemplar.

–¿El trabajo del editor es medio detectivesco?

–Sí, y lo disfruto mucho. Una de las razones por las que empecé a editar es porque me gusta leer, pero dejé de editar porque ya no podía leer lo que quería. La maquinaria de Siruela me había absorbido y tenía que leer manuscritos que ya no me interesaban. Ahora cada libro lo estudiamos; casi se podría decir que me hago especialista de cada libro. La historia de Genji es la primera novela del mundo. La escribió una mujer, Murasaki Shikibu, en el siglo XI, gracias a una prohibición que tenían las mujeres de escribir. Ella inventó esta novela refinadísima de 2000 páginas, donde narra lo que es la vida en la corte.

–Asumido el problema de la cantidad de libros que se publican, el interrogante que queda dando vueltas es si todas las editoriales podrían publicar tan sólo diez libros por año, como hace usted con Atalanta. ¿Los grandes grupos, Planeta, Mondadori, pueden disminuir lo que editan?

–No, evidentemente no; pero se debería publicar menos. Insisto: se publica demasiado, es una especie de huida hacia adelante. El editor hace un cálculo de probabilidades, por ejemplo cien libros, supongamos. Sabe que de repente de esos cien, con suerte, diez le van a salvar. El resto se hunde en el olvido. Yo estoy en contra de esto; creo que tienes que creer que cada libro es necesario, que tiene una vida larga. Realmente se trata de acertar más que de publicar mucho. ¿Cómo se acierta? Es como el que va al casino y trata de ganar. Ahí está la habilidad del editor y del tahúr –que se parecen– de llevar sus proyectos adelante. Por otro lado, hay muchas pequeñas editoriales que cuidan sus libros y los hacen con más esmero; mientras que las grandes editoriales hacen los libros desde un criterio puramente comercial. Si analizamos lo que es una editorial como empresa, es mejor dejarla porque es un sistema aleatorio donde cada producto es diferente; y estás adelantando dinero continuamente. Si tú se lo explicas a un financiero, te diría: “¡Oye, abandona ese negocio y dedícate a otra cosa!”.

–Cuando decidió dejar Siruela, muchos habrán pensado que estaba loco, ¿no?

–(Se ríe) Mucha gente no lo comprendió; con la venta de Siruela me he capitalizado, con lo cual en Atalanta no hago libros para ganar dinero sino para no perder. En cambio, antes, con Siruela, tenía que sustentar una maquinaria. Me había hastiado y muchos no entienden que el éxito a veces es una forma de fracaso que te lleva a meterte en un mundo que no quieres. Empezar de nuevo a los 50 años es un ejercicio de humildad. Tienes que pagar a las papeleras al contado y luego les mandas un contrato de Atalanta a algunos agentes y nadie la conoce.

–Pero a Jacobo Siruela sí lo conocen.

–Sí, pero me dicen: “¡Hombre, me encanta Siruela!”. Y ya no tengo nada que ver desde hace años con Siruela. Hay que hacer que el sello Atalanta se haga conocido y esto me rejuvenece. Al principio la gente no creía en este proyecto, pero en cinco años hemos logrado ser muy conocidos en España. Y aquí, en Argentina, estoy empezando a tratar de sacar de la clandestinidad mi nueva editorial.

Jacobo cuenta que para vivir en el campo se necesita tener en claro el quehacer cotidiano, porque “el río de las horas puede ser muy lento”, advierte. “Yo estoy muy ocupado: tengo una editorial, también escribo y me dedico a mi jardín –enumera con parsimonia sus obligaciones–. Cada vez que vengo a una ciudad como Buenos Aires la disfruto mucho. La vida del siglo XXI en gran parte se va a desplazar al campo porque vivir en una ciudad es carísimo. El campo ya no es lo que era con el ordenador y con internet. El campo ya no es el aislamiento del anacoreta; estamos a una hora y cuarto de Barcelona y tenemos todo lo que queremos de la ciudad. Para mí Madrid ya no tiene misterio, entonces prefiero el misterio de la naturaleza.”

–¿Cuál es la primera escena de lectura que recuerda, que suele contar o evocar?

–Quizá lo más mítico sea la biblioteca de mi abuelo materno, que fue un bibliófilo. Esa biblioteca era como un espacio sagrado, casi que me intimidaba. A los 15 años leí a Borges y cambié absolutamente. Comprendo que decir Borges acá es como una losa que cae en el aire, como Lorca en España. Pero luego lo conocí y publiqué La biblioteca de Babel. Borges fue un maestro para mí, el escritor que me abrió a la literatura universal. El primer libro que leí de Borges fue Historia universal de la infamia. Para mí no hay edad en la literatura y no hay límites en el espacio y en el tiempo. Esto me lo dio Borges. Para el buen lector toda la literatura es contemporánea. Ahora es trágico que no se lea a los clásicos; vivimos una época muy manierista porque los referentes son contemporáneos. La estructura de la Odisea es la más moderna y posmoderna que existe, nunca se ha hecho una estructura tan rompedora. Para hacer algo nuevo hay que irse al pasado y dejar la maldición del manierismo. Joyce se refirió precisamente a la Odisea y a Ulises; ahora estaba viendo que las lecturas de Flaubert eran antiguas, aprendió griego para leer a Homero, inglés para leer a Shakespeare. Y Flaubert fue la persona más moderna de su época. Borges es la tradición universal, y sin embargo creó algo absolutamente nuevo.

–¿Qué recuerda del Borges que conoció?

–Cuando era un jovenzuelo de 28 años, hice un curso de literatura fantástica para la Universidad Menéndez Pelayo de Sevilla, en 1984. Y con esa osadía de la juventud maravillosa, lo invité a Borges. Y vino. Recuerdo que estábamos caminando por el parque María Luisa, en Sevilla, con Borges y María Kodama. De repente se acercaron unas palomas. Borges dio un manotazo al aire y dijo: “Prefiero los vampiros”. Entonces recitó un verso en alemán. De eso me acuerdo muy bien. Era un personaje único, una persona que llevaba a cuestas toda la literatura.

–¿Se le cruzó por la cabeza escribir un libro de memorias?

–Aunque he conocido a mucha gente, no. La verdad es que no estoy interesado en mí mismo (risas).

* Jacobo Siruela dialogará con Rafael Cippolini en el Malba (Figueroa Alcorta 3414), a las 18.30 con entrada libre y gratuita.

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