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Domingo, 17 de junio de 2012
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LA VIDA EN LAS CARCELES, A TRAVES DE TRES REVISTAS

De los pabellones se sale escribiendo

ELBA, Atrapamuros y La Resistencia. Son nombres de publicaciones realizadas por presos de la 31 de Ezeiza, la 18 de Gorina y el CUD de Devoto, respectivamente. Surgen de talleres brindados por voluntarios y permiten difundir voces habitualmente silenciadas.

Por María Daniela Yaccar
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Para los detenidos, estos talleres, así como también el proceso de escritura, es un momento de libertad.

Silvina está enojada. Va por la mitad de “El idioma analítico de John Wilkins” y no entendió nada. Tiene ganas de compartir su molestia, pero se aguanta hasta que sus compañeras finalicen la lectura. “Borges no me gusta”, afirma. Debe saber que no querer a Borges tiene algo de rebeldía –luego se notará que Silvina es la rebelde del grupo–. “Es un escritor de la clase alta. Siento que no me habla a mí, que pone palabras difíciles, que hace alarde de todo lo que sabe.” Isabel, la uruguaya, la mira incrédula. Ella es toda una fanática del autor en cuestión. “Lo único que hizo Borges en su vida fue ser escritor”, insiste Silvina. “Pero no es poco”, le retruca el profesor. “Después de todo, estamos acá, leyéndolo.” Ese adverbio de lugar es mucho más importante de lo que parece. Porque la escena no transcurre en una universidad o en un centro cultural independiente. Ocurre en la unidad 31 de la cárcel de Ezeiza, la que alberga a mujeres con hijos, inaugurada a mediados de los ’90 cuando la población carcelaria femenina comenzaba a crecer. En fin, si Silvina sugiere una separación entre la escritura y la vida es porque, para ella, la vida es otra cosa. Dice que está en cana porque lo eligió, aunque sea tan difícil de creer, como lo es para Isabel que no le guste Borges. “Es que la calle es más peligrosa que la vida acá adentro.” Ninguna de sus compañeras lo objeta.

Es jueves, temprano. En el patio cubierto que está al lado del SUM donde se discute a Borges se desarrolla un espectacular partido de fútbol femenino. Están mezcladas mujeres menudas con otras inmensas. El profesor de este taller “de pensamiento y expresión”, llamado ELBA (es la sigla de En Los Bordes Andando), es Luis “El Chino” Sanjurjo, un muchacho de unos 30 años, músico y docente universitario, fanático de Foucault, que combina a la perfección buzo, zapatillas y cordones de sus lentes de sol para las gastadas de sus alumnas carcelarias. “¡Cómo se vino, profe, hoy! ¡Usted sí que es un cheto!”, le gritan por los pasillos. ELBA es, también, la revista que resulta de este taller y de otro que Sanjurjo da en la unidad 26 de Marcos Paz, dirigido a hombres.

“El sexo para mí es algo indispensable, importante y necesario, pero desgraciadamente aquí, en este lugar, no lo tenemos y muchas veces tenemos que recurrir a muchas cosas, porque aquí nos ponen mucha represión, porque dentro de este ámbito penitenciario la hipocresía está a la orden del día (Ruth Cortés).” Cosas como ésta se pueden leer en las páginas de ELBA, que demuestra que la palabra carcelaria suele componerse de dos dimensiones que se retroalimentan: la afectiva y la intelectual, en muchos casos recientemente aprehendida. “Nuestra corta ‘Historia’ como país cuenta con una larga lista de contradicciones. Estas se fueron generando en diferentes épocas y gobiernos que también protagonizaron un papel importante en los grandes cambios sociales, económicos y políticos”, escribe Frost. Cada revista se estructura a partir de una batería de temas sobre los cuales los detenidos escriben lo que les pinta. Historia, memoria, verdad y poder son algunos ejemplos.

“Descubrí mi vocación adentro de un penal”, dice Liliana Cabrera, la responsable de todo esto. Ella ya publicó un libro, Obligado Tic Tac, y fundó la primera editorial cartonera dentro de un penal de mujeres, Bancame y punto. Es una de las protagonistas de la reciente película Lunas cautivas, de Marcia Paradiso, que retrata el desa-rrollo de otro taller que tiene lugar en la misma unidad, a cargo de la poeta María Medrano. Liliana, detenida desde hace un tiempo largo, trabajaba como bibliotecaria y veía que sus compañeras sólo revisaban los estantes de libros de autoayuda o novelas light. Entonces, elevó un pedido a las autoridades del Servicio Penitenciario Federal para que se armara una actividad ligada a la lectura dentro de la unidad. “Lo que iba a ser un taller de tres meses (desde agosto de 2008) se fue deformando tanto en tiempo como temáticamente”, cuenta El Chino. “Y esos encuentros pronto demandaron una cristalización.”

Nació, entonces, la revista. “La idea es construir un cuadrilátero y subirnos a él –grafica El Chino–, hacer una gimnasia que implique pensar, dudar y hablar poéticamente del dolor y de la felicidad. Y volver a sentir el aire fresco en la cara.” Sanjurjo comenzó a dar los talleres de modo completamente independiente. Pone la plata de su bolsillo para que las revistas existan. Sabe por qué lo hace. “El taller representa la posibilidad de que el mundo sea un poquito menos injusto.” Y sabe también que, desde el punto de vista cualitativo, hay más ganancias que pérdidas. Cada tanto, cuando las chicas son autorizadas a presentar la revista al mundo exterior, pueden bajar del camión del SPF sin esposas. Hay una batalla que es simbólica, como la que Silvina tuvo con Borges. Se trata de bancarla, y punto.

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Para llegar al Centro Universitario de Devoto (CUD) hay que atravesar media docena de rejas y abrir bien el bolso. Antes, en la puerta de la cárcel ubicada en el barrio porteño de Villa Devoto –la única de la ciudad de Buenos Aires–, se es testigo de la larga espera de familiares cargados con bolsas repletas de comida, frazadas y ropa de invierno, que se comunican con el personal policial a través de una ventanilla minúscula. Si no fuera por todo esto, el CUD tendría la pinta de una universidad cualquiera. No por nada algunos detenidos la llaman “Devotolandia”. Una definición tragicómica.

La sede que la UBA tiene en esta cárcel de hombres es, para los estudiantes, un espacio de resistencia y libertad, que defienden con uñas y dientes. Funciona desde hace 27 años y les permite cursar cinco carreras –la más elegida es derecho, por la quizás obvia razón de querer conocer los que les corresponde–. Permanecen allí de 9 a 18, de lunes a viernes, sin ser custodiados por uniformados. “Acá adentro hay mucha ideología”, recalca Maikel, uno de los alumnos. Si se piensa en Gramsci hay que estar de acuerdo. Porque en las paredes hay mapas, pero también afiches de agrupaciones de izquierda y fotos del Che Guevara. “Si esta cárcel sigue así, todo preso es político”, se lee al lado de un pizarrón. Si el mito de Patricio Rey cobra vida en algún lado, es en la cárcel de Devoto.

Un penal en el que los propios internos confeccionan proyectos de ley –Cacho, que se acaba de recibir de sociólogo, es el autor de uno que apunta al cuidado de derechos en el cumplimiento de la pena, recientemente presentado por Victoria Donda– no podría no tener su medio gráfico. En una de las aulas se fabrica La Resistencia, una publicación de contenidos tirabomba, presentados con títulos de tapa bien heavies –como “No hay pena de muerte, hay pena de por vida”– e ilustraciones que muestran lo trágico del encierro. En el medio hay también recetas de cocina, cuentos, poemas y humor. Pero la naturaleza de la mayoría de los escritos refleja el hecho de que muchos hacedores de la revista son estudiantes universitarios (y “revolucionarios” que buscan “cambiar un paradigma”, dice Juan Carlos). Sin embargo, el objetivo del taller que coordinan Tomás Manoukian y Alejandro Schmied es incluir a los no incluidos.

El de edición, de donde sale la revista, es un taller extracurricular de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA. No está enmarcado en ninguna carrera. Por este motivo, siempre se espera –aunque ocurre a medias– la llegada de los internos que no están alojados en los pabellones de universitarios, que son los que viven más apretados y tienen dificultades para acceder al plato de carne y puré que los estudiantes saborean mientras conversan con Página/12. Este diario recibe en Devoto un trato excepcional. Cada vez que esta cronista ingresa a un aula, hay dos estudiantes parándose para darle el asiento y colgarle el abrigo de un perchero. Y, contrariamente a los pronósticos sugeridos por el mundo exterior, el elogio más zarpado que recibe en una cárcel de hombres es “qué lindos ojos que tenés”.

En ese capítulo de la charla sobre la inclusión de los que no son universitarios, uno de los internos sugiere una premisa del CUD: “De la reja para acá, donde empieza el centro, somos todos iguales. Las diferencias quedan en el pabellón. El preso que tiene buen corazón es el ladrón”. Durante la clase de edición queda muy claro quiénes son los enemigos de, por lo menos, los que hacen La Resistencia: Grassi o Menem, por ejemplo, según algunos poemas leídos en voz alta.

“Las publicaciones que hacemos buscan cambiar el imaginario social”, explica Cacho, el sociólogo. Habla en plural porque en Devoto también se elabora la revista Hablando de las cárceles, que depende de un proyecto llamado Ave Fénix. “A través de la escritura creemos en la posibilidad de que la gente tenga noción de la realidad, que no es la que muestra la televisión”, agrega Juan Carlos. “Las cárceles no son como dice el artículo 18 de la Constitución: no son sanas ni limpias. Y todos los que estamos acá no somos una lacra de la sociedad. Acá, si no hay sangre, motín o no jodemos a los vecinos, no somos noticia”, protesta el hombre, que está cursando tres carreras al mismo tiempo.

La Resistencia es claramente un producto universitario. “Descubrí que tenía una enfermedad cuando estudié qué era el consumismo”, grafica un interno. El nombre elegido dice mucho de la historia de esta cárcel y de esta publicación, que vio la luz en 2008 y se dejó de hacer hasta que una mala pasada volvió a hacerla necesaria. “La retomamos el año pasado, cuando decían que los universitarios estábamos metidos en secuestros virtuales. Fue una mentira para atacar al CUD. Empezaron a llevarse a la gente de extracurriculares. Bajábamos solamente los universitarios. Se nos ocurrió que teníamos que hacer algo y decidimos escribir más”, relata Gastón. “En medio de un requilombo, de un allanamiento al centro (los policías sólo pueden ingresar al CUD con una orden judicial), se puso en venta la revista. Seis pibes hicimos una huelga de hambre, estábamos hechos percha, reflaquitos, remal. Las cosas salen. Uno tiene que poner el corazón y el alma y ser guerrero.”

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Una vez, el más famoso poeta de la cárcel, Camilo Blajaquis –quien también tiene su revista, Todo Piola–, le dijo a este diario: “Es más peligroso un pibe que piensa que uno que roba”. Esa verdad está lejos de ser una percepción particular. En distintas cárceles, muchos detenidos sienten lo mismo. En la unidad 18 de Gorina (en las afueras de La Plata), un grupo de internos, hacedores de la revista Atrapamuros, aprovecha la presencia de un hombre de prensa del Servicio Penitenciario Bonaerense para plantear una larga lista de reclamos. Lo que sería una nota con Página/12 se transforma en una suerte de protesta improvisada y subterránea.

Que no hay móviles cuando tienen que trasladarse a la Universidad Nacional de La Plata para dar exámenes finales. Que tienen que rendir siempre libre, porque en esta unidad no se cursa. Que no tienen pabellones de universitarios para concentrarse y estudiar. “En Devoto pude rendir veinte materias, acá, una”, compara Beto. La voz de El Potro Rodrigo traspasa, a la tardecita, las ventanas enrejadas. “Yo no molesto al que está estudiando, porque sé lo que es. En cambio, el que no estudia te interrumpe y te pregunta cosas como ‘¿tenés yerba?’. O pone música o prende la televisión.” Ale cuenta algo más grave: “No puede haber estudiantes universitarios en un pabellón de población. Eso terminó en un quilombo bárbaro, porque se pelearon”. Para suerte de los detenidos, pareciera que cuando las cosas se tornan difíciles siempre hay alguien dispuesto a cambiar el panorama, al menos por un rato. En este caso se trata de un grupo de cuatro chicas –Sol Calandria, Inés Gasparín, Melina Capucho y Valeria Cohan–, integrantes de un colectivo numeroso llamado Atrapamuros, como la revista, que trabaja en diferentes penales brindando educación popular.

¿En qué consiste eso, concretamente?, pregunta Página/12. “Es una forma de entender la educación. Todos somos universitarios. Damos talleres pensando que el nuestro no es el saber hegemónico”, define Capucho. En esta unidad brindan uno de Historia, que sirve de apoyo a los que estudian esa carrera, pero está abierto también a los que quieran curiosear. “Incluimos a muchos chicos que no tienen idea –cuenta José–, que no tuvieron la posibilidad de conocer el mundo del saber, de la curiosidad. Me han preguntado, por ejemplo, si es verdad que tuvimos tantas dictaduras y por qué. Yo los invito al taller.”

Según la editorial del primer número de la revista, que es anual, ésta se creó en 2009 como “un puente, una abertura que permita encontrarse con los sueños que han encerrado”. Hay poemas, notas y cuentos de las distintas unidades en las que Atrapamuros hace su trabajo. En la 18 de Gorina, donde “hay pabellones de trabajadores, evangelistas y población pero no de universitarios” –remarca José– están aprendiendo sobre la Revolución Mexicana. Algunos, porque les sirve para su carrera. Otros, por el solo deseo de aprender. Parece que llega tarde o temprano, pero solamente si alguna vez se la conoce.

* ELBA se consigue en la librería del Centro Cultural de la Cooperación o puede pedirse vía mail a [email protected]. La Resistencia se puede ver en www.laresistenciacud.word press.com. Además, los estudiantes presentarán un anuario de la publicación mañana a las 17 en la sede de Puán de la UBA. La página web de Atrapamuros es www.atrapamuros.org.

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