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Domingo, 2 de febrero de 2014
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CRONICA DE UN VIAJE POR MARRAKECH, CASABLANCA Y TANGER

Bajo el cielo protector de Marruecos

El mito de la película Casablanca, un increíble festival de cine en Marrakech y la búsqueda de los fantasmas de Paul Bowles son apenas tres de los itinerarios posibles en el país del norte africano, donde todo puede ser posible.

Por Fernando D´addario
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De pronto, el embrujo de la enorme plaza Jemaa el Fna de la ciudad de Marrakech cambia de tonalidad o, mejor dicho, se sumerge en otro plano. Los miles de vendedores ambulantes, adivinadores, místicos y encantadores de serpientes que la pueblan desde hace siglos salen de escena y le ceden el foco de atención a la pantalla gigante instalada a su entrada. Otras miles de personas acuden a la plaza como quien va a una distendida profesión de fe popular, pero la convocatoria tiene que ver con la transmisión en vivo de la inauguración del glamoroso e inclasificable Festival Internacional de Cine de Marrakech. Se trata, también, del inesperado comienzo de un periplo marroquí a tres bandas.

La multitud vitorea a los artistas de cine como si fueran estrellas de rock. ¡Mirá a Scorsese!, grita Rosana sobreponiéndose a los fuegos artificiales que anuncian la presentación del presidente del jurado. A través de la pantalla gigante se ve cómo, en el Palais des Congrès, el lugar donde se realiza la ceremonia de inauguración y buena parte de la muestra, un puñado de mujeres con la cabeza cubierta con el velo ganan terreno a los codazos entre la multitud y se abalanzan contra el vallado que las separa de la alfombra roja. El locutor acaba de anunciar el ingreso de Sharon Stone. El cronista y su novia temen lo peor. Todo indica que estas mujeres son fanáticas musulmanas que están allí para maldecir a la actriz por haber ofendido a Dios y confundido a sus hombres en Bajos instintos. Pero no: aplauden y aúllan como si Sharon fuese la encarnación de todas sus fantasías postergadas. En la Plaza Jemaa el Fna decenas de miles de personas festejan cada aparición rutilante, ya sea marroquí, de Hollywood o de Japón. Los encantadores de serpientes observan a distancia prudencial y los llamadores de los comederos circundantes invitan a comer tajine (un guiso servido en cazuela de barro) y a tomar té de menta. Extraño sincretismo cultural.

Terminada la fiesta inaugural, la conclusión para el turista –esa curiosa caricatura posmoderna del viajero– es inequívoca: hay que ir a ver una película de este festival que se coló inesperadamente en el itinerario marroquí. Vistazo al programa: una de Kiarostami, más tarde otra con Marion Cotillard, a las 20... Tangos, l’exil de Gardel. ¡Pino Solanas en Marrakech! Un afiche enorme agrega información: “El gran director argentino Fernando Solanas homenajeado en el Festival de Cine de Marrakech, donde recibirá L’Etoile D’Or”. Comparte ese privilegio con Juliette Binoche, Kore-Eda Hirokazu y Sharon Stone.

Un insólito apretujamiento, con discusiones, idas y vueltas, precede al ingreso de poco más de un centenar de entusiastas a la fastuosa Salle des Ambassadeurs, protegida –como todo en Marruecos– por la figura de su majestad el rey Mohamed VI. Tangos, el exilio de Gardel se proyecta en su idioma original, con subtítulos en francés (segunda lengua del país) y hasta en alemán, pero no en árabe, desliz logístico que acaso no sea tan logístico y encierre una definición ideológica más profunda. El cine de Solanas no es, digamos, pochoclero. Tangos..., en particular, es una obra con pretensiones de complejidad metafísica: la “tanguedia argentina” (la suma de tango + tragedia + comedia) discurre sobre la identidad en el exilio, aborda poéticamente el tema de los desaparecidos durante la dictadura, trae al presente a Gardel, a San Martín y a Discépolo. La cara de estupefacción de la mayoría de los asistentes marroquíes parece asumir la imposibilidad absoluta de entender qué nos pasa a los argentinos. La estupefacción dura diez minutos. Le siguen un par de sonoras flatulencias, tres o cuatro eructos sincopados y un murmullo creciente que logra tapar, incluso, los fervores dramáticos de Miguel Angel Solá. Muy pronto tres o cuatro cinéfilos fundamentalistas se levantan para increpar a los cinéfilos de baja intensidad. En medio de la película se están por agarrar a piñas dentro de la sala, batahola que impiden los empleados de seguridad llevándose a los más gritones. Los neutrales empiezan a retirarse. Tras dos horas de cine de autor en Marrakech sólo quedan 32 espectadores (incluidos este cronista y su novia) de los 134 que ingresaron a los empujones a la Salle des Ambassadeurs. Pero esos 32 estoicos acompañan el final de la película con un aplauso cerrado, que pulveriza todo atisbo de prescindencia crítica y pone la piel de gallina. A la salida, por un ratito, se extraña un poco Buenos Aires.

El café de Bogart

El tren a Casablanca dura unas tres horas y atraviesa un terreno pedregoso y semidesértico (al menos para los parámetros de fertilidad de un tipo criado en Buenos Aires). Se deja atrás el tradicionalismo hipnótico de Marrakech, la atmósfera de Las mil y una noches que irradia Ouarzazate (en una escala anterior, ahí sí, a las puertas del Sahara) y se impone el pragmatismo de la capital económica de Marruecos. Casablanca es una típica metrópolis del Tercer mundo, con el plus de los particularismos magrebíes: no se advierten, a simple vista, fundamentalistas religiosos al acecho del incauto occidental y cristiano. Pero hay automovilistas, un riesgo no contemplado en las resoluciones de la ONU. La decisión de cruzar una avenida es una auténtica prueba de fe. Los bedawas (gentilicio que proviene de la traducción árabe de Casa Blanca: ad-Dar al-Baida) son optimistas del volante: esquivan con naturalidad a decenas de peatones que participan activamente del tránsito e ignoran los cambios de colores de los semáforos, que parecen haber sido instalados en las esquinas por algún francés afiebrado, ignorante de la espontaneidad magrebí. A veces parece que éste y aquél se están peleando, ventanilla de por medio, pero Ahmed, encargado de un bar que está frente a la Plaza Mohamed V, lo desmiente: “Acá todos nos entendemos así”.

El bar en cuestión, típico exponente de la arquitectura art déco, está dispuesto de tal manera que los parroquianos (todos hombres, por supuesto) tienen su ubicación orientada hacia la calle. La contemplación del caos urbano quizá funcione como complemento de la paz interior que transmiten, uno al lado del otro, sin hablarse, tomando su té o fumando sus pipas de agua. Entra un lustrador de botas, recorre con la mirada a la potencial clientela. A cambio de unas monedas hace su trabajo con un cliente que juega al backgammon. Pasa olímpicamente de largo a Rosana, que también tiene botas y podría pagar el doble por el sólo hecho de ser turista. Pero es mujer.

El paso furtivo por Casablanca tiene como objeto la certificación de un fraude histórico aceptado por todos. El aura, el mito, el romanticismo cinematográfico que invoca la sola mención de esta ciudad no alcanzan para torcer la realidad: ni una sola escena de la película protagonizada por Humphrey Bogart e Ingrid Bergman fue filmada en Marruecos. El film de Michael Curtiz fue rodado íntegramente en escenarios de Hollywood, pero la leyenda se instaló en el norte de Africa. Los folletos turísticos convocan al encuentro con el mito, y miles de extranjeros acuden a la cita como embobados por una ficción (la del cine y la de la visita turística) que se proyecta indefinidamente.

Tras atravesar la antigua Medina, sorteando pasadizos anclados en una Edad Media que parece de juguete, se llega al Rick’s Café, una antigua mansión reciclada, con vista al mar, que se jacta de ser la réplica exacta del piano bar regenteado por el personaje de Bogart. El encargado del local cuenta que, hasta 2004, cuando Kathy Kriger (una millonaria norteamericana enamorada de la película) inauguró el Rick’s Café, cada guía turístico tenía “su” propio bar Casablanca para ofrecer. Este, el “oficial”, sabe mentir muy bien. Los decorados remiten inexorablemente al café donde se desarrolló la película, la canción “As Time Goes By” suena cada media hora y en el piso de arriba se produce un curioso efecto mimético: mientras todo lo que rodea es “Casablanca en estado de máxima pureza”, una pantalla gigante proyecta simultáneamente el film, para que, entonces sí, definitivamente, el visitante se sumerja en la más deliciosa de las irrealidades. Pero hay un detalle que decepciona: el Sam que ahora está tocando “Perfidia” en el piano Pleyel de los años ’30 no sólo no es aquel Sam, sino que ni siquiera es negro. Se trata de la afectación extrema de un malentendido: la famosa frase “Tócala de nuevo, Sam” es un invento. Bogart jamás la pronunció en la película, pero todos creen haberla oído.

Una nueva desmitificación apura la salida de la ciudad: ahora dicen que las intrigas narradas en la obra teatral Everybody Comes to Rick’s, inspiradora de la película Casablanca, no suceden aquí sino en Tánger, que sí era una ciudad abierta durante la Segunda Guerra Mundial. La historia señala que no hubo tropas alemanas uniformadas en Casablanca. ¿Por qué la película se llamó Casablanca y no Tanger? Por una razón de propaganda bélica, contesta Ahmed, en Les Carrefour des Livres: la ciudad de Tánger estaba bajo influencia española (país “neutral” durante la guerra, pero con simpatía por los nazis); Casablanca, en cambio, pertenecía a la órbita de Francia, y Estados Unidos quería destacar la heroica resistencia francesa al nazismo. Habrá que rumbear entonces hacia Tánger, que ya estaba contemplada en la hoja de ruta, aunque por otras razones.

Aquella ciudad libre

Punto de encuentro entre el Atlántico y el Mediterráneo, Tánger vigila las costas españolas desde lo alto de una colina. Un sol encantador recibe a los visitantes, pero muchos llegan hasta aquí en busca del fantasma de Paul Bowles. El autor de El cielo protector vivió y murió en Tánger, ciudad con la que mantuvo una relación de amor-odio o, más bien, de hechizo mutuo. Tánger construyó un Bowles de leyenda y Bowles edificó la ficción de una comunidad sumida en un sopor creativo, alimentada por contrabandistas, escritores, artistas plásticos, vendedores de drogas y taxi boys. El Petit Zoco (mercado), en la antigua Medina, ofrece una postal ligera de ese cuadro de ensoñación, disipado en parte desde que Tánger dejó de ser zona franca y puerto libre. El olor a menta y a pescado frito, no obstante, sigue impregnando las túnicas de algodón y las alfombras, se mezcla con los perfumes exóticos y las especias, y atrae a decenas de gatos que van y vienen por las callejuelas de este laberinto con el aire de suficiencia de quienes reinaron aquí durante siglos.

El imperativo categórico es la compra y el regateo, aunque no haya necesidad de comprar nada. En un puesto callejero le pregunto al vendedor si, por casualidad, tiene un CD de Nass el Guiwane o, en su defecto, de Abdelwahab Doukali. No tiene, pero tampoco nos deja ir. Al minuto aparece con quince discos truchos de Doukali, diez de Guiwane y, por las dudas, cinco de Najat Aatabou y tres de Hamid El Kasri, que consiguió quién sabe dónde. El precio es un acertijo que nadie devela de antemano. Se construye a partir de un juego dialéctico, que incluye semblanteos, falsos reproches y una síntesis final que aspira a dejar conformes a todos. El precio depende de muchos factores: la temporada, el día de la semana y la hora del día, la condición del cliente –si es marroquí, o extranjero pero de por ahí nomás, si es un turista que lleva semanas en la ciudad o un recién llegado– y la necesidad objetiva del vendedor. Nos vamos de allí con una bolsa de discos, a un precio razonable, convencidos de que la compra y la venta es, para esta gente, una de las bellas artes.

Hay un paso fugaz por el hotel el Muniria, donde se dice que William Burroughs escribió El almuerzo desnudo. La gira por los bares incluye el histórico Hafa, desde cuya terraza Bowles contemplaba, durante días y noches enteros, el Estrecho de Gibraltar. ¿Qué demonios interiores acosarían al escritor norteamericano para que la belleza sobrecogedora de ese paisaje se tradujera luego en novelas de alienación y muerte? También los Rolling Stones, alentados por el relato alucinado de Brian Jones, se echaron en estas terrazas, atiborrados de kif (una modalidad del cannabis que se fuma en una pipa llamada sebsi) sólo para contemplar la Nada apabullante del océano.

Bajando al Grand Zoco nos recibe el Dean’s Bar, perdido en la rue d’Amerique du Sud. Se trata de otro antro, regenteado en sus buenos tiempos por un gigoló y ex convicto. El dueño actual es menos heavy: muestra las fotos de Hemingway y de Tennessee Williams pegadas en la pared, sirve cerveza barata y un tajine. Pone música de Julio Iglesias, muy seguro de haber completado el círculo de placer de la pareja que habla español. Se hace de noche. En la plaza 9 de Abril, otro barcito acogedor invita a tomar un trago. Todos los parroquianos miran hacia la calle, a la usanza árabe, aunque se interponga un televisor que está pasando un partido del Barcelona. El mozo saluda como si nos conociera de toda la vida, porque ya nos vio a la mañana, en el desayuno. No venden alcohol. Dice que se acabó el café. Y que tampoco queda té. Gaseosas, no, se terminaron. No hay nada para comer. Movidos por el mínimo de realismo que sugiere la situación, nos levantamos; el mozo, sorprendido, no entiende por qué queremos irnos, si podemos quedarnos todo el tiempo que queramos. A la salida, un hombre mayor nos intercepta en la plaza y, en perfecto español, nos cuenta la historia de Tánger en el último siglo, hasta llegar a lo que realmente le interesa: vender un poco de kif. Demora el precio y aclara que no es un vulgar vendedor de drogas, sino un sobreviviente del flower power. Asegura haber sido compañero de andanzas de Jimi Hendrix. Cultiva en su casa hierbas psicoactivas como vehículos de hermandad espiritual entre los pueblos. Finalmente dice el precio del kif (200 dirhams, 20 euros) y antes de despedirse con bendiciones revela su verdadera debilidad, que le baja un poco la cotización a sus credenciales contraculturales. De su billetera saca una foto de Messi junto a su hijo Thiago, la besa y sentencia como si le rezara al mundo un versículo del Corán: “¡Messi, mejor futbolista del mundo. Argentina, mejor equipo del mundo: Kempes, Maradona, Batistuta...!”.

Un cous cous de pollo servido en la misma plaza del Gran Zoco ayuda a reponer las energías. La porción es abundante. La felicidad parece completa. Pero no es para todos. Ni para siempre. Un joven marroquí vestido con harapos irrumpe en la escena: sin decir una palabra se tira encima del plato, agarra la presa de pollo con la mano y se va corriendo. Muerde la presa mientras corre. En diez segundos desaparece. “Es un bereber”, nos dirá después el mozo, asociando la disculpa por el incidente con la identificación étnica del indigente. Acaso la pechuga de pollo y la desesperación de ese hombre hambriento hayan sido lo único realmente existente de este viaje plagado de fantasmas y leyendas.

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