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Viernes, 20 de noviembre de 2015
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PABLO BERNASCONI PRESENTA LA MUESTRA FINALES EN LA BIBLIOTECA NACIONAL

“Sin el compromiso de la ternura, esto sería imposible”

El ilustrador, escritor y diseñador dice que su intención fue acercarse a los clásicos “desde lo visual y la metáfora”.

Por Karina Micheletto
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“Lo hice para ver qué pasa cuando la obra se separa del libro como soporte”, señala Bernasconi.

Comenzar los libros por el final. Exactamente, por el último párrafo; leerlos prolijamente, desde el último punto y aparte. De esa atávica “patología personal”, según define, dice Pablo Bernasconi que surgió su muestra Finales, que antes fue un libro, y que luego de girar durante más de dos años por el país, ahora puede verse en la Biblioteca Nacional, hasta el 20 de diciembre. En ese estilo que es ya una marca de autor reconocible y reconocida, que recurre al collage, superponiendo elementos en desuso de la vida cotidiana para dotarlos de otros sentidos, y abriendo metáforas plásticas cargadas de contenido –en obras que son para un público sin edad–, el ilustrador, escritor y diseñador gráfico releyó a Joyce, a Kafka, a Bioy Casares y a Osvaldo Soriano; Moby Dick, el Martín Fierro, el Quijote y la Biblia, entre muchos clásicos. Comenzando por el final –y citando ese último párrafo en el que todo empezó–, lo que hace es arribar a un nuevo y sugerente principio.

Finales fue primero un hermoso libro editado por Edhasa, dentro de una colección que abarca otros títulos como Retratos y Bifocal, y que saca a la luz una “anomalía” que seguramente Bernasconi comparte con muchos: leer primero el final de los libros. “Es así desde chico: lo primero que leo es el último párrafo. A veces es una o dos líneas; a veces, cuatro páginas. Pensé que generar una especie de ensayo editorial experimental sobre esta patología podía ser interesante”, cuenta en diálogo con Página/12. “Me gustó acercarme a estos clásicos desde lo visual y la metáfora, lograr una especie de gancho para que otras tomasen esta posta e incursionasen en La Divina Comedia, el Ulises de Joyce, El perfume u otros menos conocidos. Y así hice un libro donde incluyo el párrafo final con una interpretación que abre la lectura, para poder reprogramarla desde el principio. Lo que hace el libro es prometernos futuros principios posibles”, define.

Pronto el libro se transformó en una muestra, “como una forma de testear un soporte que para mí era desconocido: la imagen sin el acompañamiento de un libro que la sostenga. Así me zambullí en una jungla que desconozco, la de los museos, las salas de exposición, la del espectador sin contexto”, sigue contando Bernasconi. Yo estaba acostumbrado a trabajar con códigos que tienen que ver con los tiempos del libro, páginas impresas, tinta, y acá expandí y redimensioné todas estas obras. Lo hice también como un experimento: para ver qué pasa cuando la obra se separa del libro como soporte. Lo que me pareció más divertido fue tematizar la muestra: diseñé también las cajas que contienen las obras e hice como un manual de normas, para que la muestra sea autónoma. Así puedo mandarla a un museo, sala, centro cultural, de cualquier lugar, y siguiendo ese manual pueden abrir las cajas, montar y ya saben de qué forma las tienen que volver a colocar para luego mandarlas a otro lado. La muestra se defiende sola, no me necesita. A lo sumo voy, estoy en la presentación y vuelvo, pero después ella puede viajar sola por el país. Lo pensé así con toda intención. De hecho me resistí tres años a que llegue a Buenos Aires.

–¿Por qué?

–Porque me parecía que no tenía sentido llevarla allá, donde en general la oferta cultural sobreabunda. Porque vivo en Bariloche sé cuánto más significativo es llegar a lugares donde no suelen llegar muestras, ciudades chiquitas, grandes, del norte, del sur. La muestra va sola, yo no voy a tocar puertas, la ven en un lado, la invitan a otro, y así ella sola va buscando su próximo destino. Así fue en este caso, Horacio González y Ezequiel Grimson se interesaron y a mí me honró esa invitación. Si había un lugar perfecto que albergase esta muestra en Buenos Aires, ese lugar es sin dudas la Biblioteca Nacional. Por la concurrencia, por la apertura que tiene a su público, por la variedad de sus propuestas, y por supuesto por la coherencia temática, tratándose de una muestra que interpreta o reinterpreta una serie de clásicos de la literatura.

–El libro de firmas de la muestra se ve muy activo. ¿Recibió alguna devolución especial?

–La gente deja un montón de cosas, eso es muy lindo. Lo que me sorprendió fue la amplitud de las edades de la gente que vista la muestra. La gente va en familia, no está muy claro si es para chicos, grandes, medianos, lo que sí se entiende es que hay una transferencia de conocimiento hacia los hijos y viceversa, en cuanto a lo que pueden entender de las obras y lo que queda por descubrir, esa es la parte que por lo general queda en los chicos. Valoro mucho ese tiempo en familia, ese vínculo compartido con las obras.

–¿Y cuál es la diferencia, si es que la hay, entre trabajar para un público adulto y hacerlo para los chicos?

–No lo sé, las que podría enumerar no son las que pongo yo: las pone otro, una editorial, un editor, o el mismo público. Cuando yo trabajo no pienso: esto va para los chicos, esto para los grandes. La mejor forma que encontré es hacer las cosas para mí. Porque sé que si logro lo que a mí me gusta, le va a gustar a otro montón de personas. Por supuesto, cuando escribo libros como Hipo no nada o Cuero negro, vaca blanca, ahí sí hay un enfoque para un chico más chico. Pero después, sé que hay muchos guiños que son para adultos, aunque por otro lado me ocupo de que sean disfrutables por los chicos: se encuentran con un zapato con una vela, y empiezan a entender que eso habla de una aventura, de un recorrido, de un viaje. Y el adulto podrá entender que la vela es un mapa de Dublín, y que ahí está el Ulises de Joyce.

–En la presentación, Horacio González observó la importancia de la dimensión de la ternura en su trabajo. ¿Usted también la nota?

–Cuando lo escuché lo sentí muy cercano como reflexión. No es algo sobre lo que esté acostumbrado a hablar, pero es lo que me pasa cuando hago un libro: sin el compromiso de la ternura, sería imposible concretar este tipo de proyectos, de tan largo aliento, e incluso disfrutarlos. Yo confío ciegamente en ese lugar de la ternura, quiero que le vaya bien al libro porque me gusta, me gusta lo que hago y la paso bien. Si estos trabajos me fueran impuestos, o si me demandaran un sacrificio, si no estuviese convencido, capaz que salen, pero no se verían igual; no se reflejaría ese brillo que sólo proporciona la ternura. Por eso un libro se convierte en un ser querido y suele hacerse ese paralelo con un hijo: uno los quiere, los trata de educar, a veces los sufre, no sabe cómo manejarlos, pero jamás los abandonaría, sería imposible, desgarrador.

–¿Cómo elige los objetos que se transforman después en ilustraciones?

–Todo lo que incorporo tiene que ver con la mirada que escudriña, que busca historias por detrás de esos objetos. Por eso nunca uso objetos nuevos, nunca jamás, porque lo que busco no es tanto lo formal sino la historia que tiene detrás cada objeto: si está rayado, o despintado, si pasó por tales familias, tales personas, todo eso ya le da su propia impronta. Salvo, claro, en el caso de la comida, si uso una banana o un morrón es difícil decir si es nuevo o viejo, lo que es seguro es que es algo orgánico. Es como si los objetos se comportaran como si tuviesen vida; cuando no, se la doy uniéndolos con otras cosas que tenga vida. Y eso es algo que prescinde del talento, de la búsqueda artística o el virtuosismo. Lo que yo hago es mirar las cosas de una forma muy especial, pero no es que tengo un talento para el dibujo. Por eso no uso la línea, tomo los objetos, voy jugando con ellos, es un juego largo y de experimentación continua, que me lleva mis tiempos.

–¿Y es muy cachivachero, junta cosas?

–Más o menos. Es algo que estoy tratando de abandonar, lo que hago ahora es documentar todo lo que puedo con la fotografía. Gracias a lo digital es muy fácil hoy hacerse de un archivo y encontrar texturas, objetos, piecitas, porciones de cosas, rápidamente uno se va armando su archivo. Porque además una cosa es la parte artística, donde uno tiene tiempos infinitos, y otra el trabajo en medios, que tiene un día, más bien una hora, de entrega. Así es en La Nación, donde desde hace seis años hago la página 2 de los domingos. Es una opinión visual, un lugar que tomé porque me pareció muy importante para nuestra profesión de artistas, ilustradores. Ahí yo soy responsable absoluto de esos centímetros cuadrados, y es una responsabilidad muy grande.

–Su recorrido es particular: su formación primera es de diseñador gráfico, pero no siguió para el lado de la publicidad. ¿Fue un error vocacional, o a partir de esa carrera le surgió la inquietud de dibujar?

–Yo estoy muy conforme con la profesión y la carrera, el haberla cursado en la Universidad de Buenos Aires, y sobre todo el haber dado clases después seis años ahí, fue determinante. Es obvio que en el lugar que transito voy por la banquina de la carrera, no me puedo considerar diseñador gráfico, tengo el título pero entiendo que mi lugar es mucho más amplio. Esa es la virtud que tiene la formación de la UBA, que es proyectual. Es una carrera que enseña a proyectar: desde lo visual, lo escrito, los sonidos, la puerta en escena, lo metafórico, lo retórico, el hecho comunicacional, todo eso se incluye en lo proyectual. El diseño grafico nos entrena para que sea dirigido de una forma consciente. Cuando entendí eso, fue que me subí a la banquina y me largué a ilustrar, a escribir, ¡ahora hasta estoy escribiendo una obra de teatro!

–¿Y cuándo y por qué se largó a escribir?

–Cuando empecé a ilustrar libros de otras personas, empecé a familiarizarme con esa dupla que significa la imagen y la palabra. Y ahí encontré que la imagen, en los proyectos personales que quería llevar adelante, no me alcanzaba, que necesitaba añadir el socio perfecto, que es la palabra. Empecé con pequeños experimentos, fui probando y funcionó. El primero fue El zoo de Joaquín, que escribí cuando todavía vivía en Buenos Aires, en los viajes en subte al trabajo.

–Pero luego decidió radicarse en Bariloche. ¿Por qué?

–Estar lejos de donde sucede la mayoría de las cosas, a mí me permitió ver las cosas con un delay que es el que necesitaba para poder transferirlo a la interpretación, a la observación y al razonamiento. Soy lento: necesito 2000 kilómetros en el medio para ampliar en el panorama. No me servía estar en el medio de la tormenta, me aturdía, no llegaba a tener contacto con lo que estaba pensando. Esta distancia me da muchas más herramientas para generar una reflexión con más profundidad.

–¿Qué es lo que le interesa lograr con un dibujo suyo, qué lo hace sentir realizado?

–Me gusta que alguien se detenga frente a una obra mía. Este es un mundo muy veloz, rápido y efímero, y es muy difícil que una persona se detenga ante algo: un libro, una imagen, una película. Me parece que si hago que alguien le regale ese tiempo a mi trabajo, es un logro enorme. Que considere, que reflexione, que se de su tiempo, que cambie de opinión, que se sorprenda. Pero sobre todo, que se detenga, que logre esa digestión.

–Hace poco hizo un mural en el ECuNHi, el espacio que las Madres de Plaza de Mayo llevan adelante en la ex ESMA. ¿Qué significa para usted plantear su obra en ese espacio?

–Fui convocado para continuar un programa que ya se había iniciado, Soles y flores, con la impronta que tuvieron las Madres cuando ingresaron, lo que ellas llamaron El desembarco, en la ex ESMA. Cuando me contaron el proyecto me pareció muy inteligente, y es la misma forma que yo encuentro de incursionar en experiencias que han sido sórdidas: no se puede ser sórdido con lo sórdido. Yo he trabajado mucho también con Abuelas, y es siempre desde ese mismo lugar. En ese mural hablo de la memoria transformada, o del recuerdo transmutado en algo feliz. Sin borrar lo que pasó, pero tomándolo como una transformación posible, hacia un lugar muy superador. Por eso convoco a un elefante violeta inmenso –el violeta es el color de transformación– para acercarme a la memoria. Hay chicos, porque está planteado en un espacio para chicos, una biblioteca, y un montón de guiños, más o menos importantes, que tienen que ver con la historia. Es fundamental que el arte y la belleza se acerquen a la interpretación de los momentos trágicos, es la manera más inteligente de poder contarlos. Uno puede hacer una crónica de esos momentos, y está bien, pero eso deja mucha gente de lado. El arte nunca deja mucha gente de lado: es integrador ciento por ciento. Por eso digo que es inteligente.

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