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Sábado, 27 de septiembre de 2014
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TRISTEZA, DE FEDERICO REGGIANI Y ANGEL MOSQUITO

Fin del mundo a la argentina

Publicado originalmente en Fierro entre 2011 y 2012, este trabajo narra un final de la civilización en el que la gente queda sin ganas de vivir y luego “pirada”. De eso se valen los autores para abordar el consumo, la relación con el exterior y los conflictos sociales.

Por Andrés Valenzuela
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¿Y si en vez de estallar, el mundo se desinfla? Eso sucede en Tristeza, de Federico Reggiani y Angel Mosquito, publicado originalmente entre 2011 y 2012 en la revista Fierro y recopilado recientemente por la editorial cordobesa Llantodemudo. En estas páginas, la civilización no terminó por un cataclismo nuclear ni una invasión alienígena. Tampoco por un brote zombie. Nomás, se presume, un virus que primero le sacaba las ganas de vivir a la gente y luego la dejaba “pirada”. Tristeza es todo lo argentino que podría ser un fin del mundo: con una cuota de melancolía y otro poco de optimismo. Con cinismo y esperanza en partes inestablemente parejas, con diálogos inmejorablemente conurbanenses y las ganas de sobrevivir en un mundo donde –ahora– es inevitable atarlo todo con alambre.

La historia se divide en dos partes. La primera presenta a un grupo de sobrevivientes que han construido una comunidad a distancia prudente de la ciudad. Tienen gallinas, plantan alguna cosa, educan a un puñado de chicos. Una suerte de siglo XVIII con la añoranza del smartphone. Aunque todo el relato sirve para que el guionista Reggiani deslice reflexiones sobre la vida en la sociedad contemporánea, en esta primera parte –y recurriendo con frecuencia al uso de flash- backs– el autor platense hace foco en dos aspectos: en la relación actual con el consumo y en las limitaciones de cualquier grupo para relacionarse con el exterior.

Aquí esa relación se manifiesta en “los chicos que bailan”, un grupo de muchachos presuntamente salvajes que vandalizan a los protagonistas y tienen prácticas de las que abjura la pequeña comunidad. Todo este proceso sirve a los autores para articular la primera con la segunda parte. La primera concluye cuando los sobrevivientes aceptan que no pueden manejar por sí solos todos los aspectos de la supervivencia, en particular el de la seguridad. La segunda avanza cuando los protagonistas se encuentran con un comunidad rígidamente organizada, pero que ha conseguido reconstruir algunas de las comodidades y adelantos técnicos de la vida anterior al desastre. Es la ocasión para que los autores ahonden en los conflictos sociales, en particular los derivados de la organización social y la política, de la construcción de un imaginario colectivo que mantenga cierta semblanza de orden entre los ciudadanos.

Entre ambas partes hay un cambio sutil en la administración de los recursos humorísticos. Mientras la primera se sostiene más en los diálogos y el contraste entre lo coloquial y el fin del mundo, en la segunda las humoradas son más sibilinas y giran en torno de lo simbólico: la sociedad se reparte entre los seguidores de un ex reguetonero y de los devotos de “la Santita”. No hace falta ser un experto en música popular para encontrar en la segunda la figura de Gilda.

Como compañero de aventuras, Reggiani tiene a Mosquito. El dibujante tiene holgada experiencia en esto de retratar el conurbano en situaciones fantásticas y delirantes. Desde su Morón suburbio, cuando los fanzines eran ley, hasta La calambre (publicado en el portal Historietas Reales y por La Cúpula, en España), pasando por los más realistas El granjero de Jesú y Morón Morón. En lo gráfico, el estilo de Mosquito es ideal para una historia de este tipo, con su trazo suelto, el uso generoso y crudo de la tinta, una cuota de caricatura agria y tramas para completar las sombras donde los colores planos no alcanzan para expresar las luces y contradicciones de la civilización. Esta, o la que vendrá cuando los supermercados no abran más.

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