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Jueves, 24 de enero de 2013
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House of Cards, una serie exclusiva por Netflix

Política, ese nido de víboras

Con nombres de peso como Kevin Spacey en el protagónico y David Fincher en la producción y dirección, el programa que se ofrece por Internet marca una nueva forma de consumo... y una vieja manera de confabular en las altas esferas estadounidenses.

Por Leonardo Ferri
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Spacey es Francis Underwood, un político despechado que aspira a derrocar al mismísimo presidente.

El ya clásico slogan “No es televisión, es HBO” desnudó una realidad que hoy parece obvia, pero que hace diez años no lo era: la televisión –como medio y formato de generación de contenidos– debía renovarse, ofrecer algo distinto. La afirmación, casi una provocación para el resto de las productoras y cadenas de televisión, exigía que las series fueran algo más que caras nuevas, decorados de madera y buenos libretos. Aquella bocanada de oxígeno que llegó con Los Soprano y Six Feet Under obligó a cambiar el paradigma de la serie o el telefilm (productos hechos con pocos recursos que rendían muy bien) para introducir un lenguaje más ligado al cine comercial, cuya mayor expresión popular fue Lost, una historia que revolucionó la industria tanto por su realización como por la manera en que fue consumida por el espectador. Aun con estos antecedentes, la primera sorpresa que genera House of Cards, la nueva serie que estará disponible en la plataforma de Netflix a partir del 1º de febrero en todo el mundo, surge de los nombres involucrados en el proyecto, inusuales para una serie que en principio está pensada sólo para ser vista en Internet (y más aún en un sitio que es pago). David Fincher (El club de la pelea, Red Social) y Kevin Spacey (Belleza Americana, Los sospechosos de siempre) trabajaron juntos en 7even - Pecados capitales y tienen un currículum bastante interesante como para que sus nombres generen expectativa por sí solos, más todavía en lo que se supone pertenece al universo televisivo.

House of Cards es, de manera superficial, un thriller político centrado en los manejos de Francis Underwood (Spacey), el líder del partido mayoritario de la Cámara de Representantes, que luego de ser descartado para ocupar el puesto de secretario de Estado comienza a operar para derrocar al recientemente electo presidente de los Estados Unidos. Underwood es un habilidoso maestro de la política, cautivador y carismático, pero también implacable y calculador (y tal vez demasiado perfecto), dispuesto a permanecer despierto durante varias noches para pensar cómo alcanzar su objetivo, y que no duda a la hora de tomar decisiones con ese fin. “Así es como se devora una ballena: de un mordisco a la vez”, concluye mirando a cámara (tal como hiciera Tyler Durden en El club de la pelea), en uno de los sellos distintivos de la realización de Fincher.

Como en toda buena historia, además de la principal hay otras que funcionan como coro y que hacen más rico el relato, en el que los personajes secundarios son los que otorgan nuevos y diferentes matices. Es difícil imaginar al personaje de Spacey sin su socia marital, la hermosa Claire (Robin Wright), que no sólo se encarga de desarmar su trabajo de diez años en una fundación, sino también de mandar a su marido a ponerse en condiciones físicas para que pueda sobrellevar lo que les espera. También hay lugar para Zoe Barnes (Kate Mara), una novata y ambiciosa periodista, que incorpora una de las mayores incógnitas de la historia. Si bien está claro el papel que juegan los medios de comunicación en este entretejido, ¿hasta dónde estará dispuesta a llegar esta joven para conseguir información?

House of Cards es una oportunidad para tener un buen panorama del funcionamiento del entramado político de los Estados Unidos (al menos ese entramado que la ficción elige mostrar), donde las corporaciones y los medios toman partido por uno o por otro y, muchas veces, las mismísimas decisiones. Ahí, donde todo se vuelve oscuro e intrincado, Fincher demuestra su habilidad como realizador (aunque dirige sólo los dos primeros episodios, es productor ejecutivo de toda la serie), con escenas que muestran mucho más que lo evidente, y esos metamensajes que apuntan a exhibir (una vez más) la doble moral estadounidense, como cuando se ve al político que va a misa o a la dama de beneficencia que no duda en echar a sus diez empleados y a su mano derecha. Traiciones y cinismo sin grises, pura ficción. ¿O no?

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