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Martes, 27 de mayo de 2008
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La conmemoración de los 100 años del Teatro Colón no tuvo el brillo que se merecía

Una celebración puertas adentro

Un acto en el Salón Dorado y una supuesta “gala lírica” en el teatro Opera dieron cuenta de un centenario muy descolorido.

Por Diego Fischerman
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Por el escenario del Opera desfilaron cantantes que interpretaron un aria cada uno.

Un programa de fútbol dominical, dedicado a resumir lo sucedido ese día, no sería lo mismo que, por ejemplo, uno bautizado Alma racinguista. Ambos estarían destinados a gente interesada en el fútbol, desde ya, pero los códigos y los sobreentendidos serían otros. La repetición incansable del gol de Cárdenas al Celtic, festejada sin duda por el público de uno de ellos, sería una insensatez para gran parte del que mirara el otro. El mundo de la llamada música clásica no es tan distinto. La Asociación de amantes de “Una furtiva lágrima” en la versión cantada por Fabrizio Toscone y registrada en disco pirata el 3 de junio de 1934 podría, en ese sentido, permitirse cosas que, realizadas por un teatro de ópera sostenido con fondos públicos, serían errores crasos.

La sala del Teatro Colón cumplió 100 años el domingo. Podía pensarse en festejos hacia afuera, donde el teatro, al homenajearse, homenajeara a la ciudad que lo hace posible. Y podía pensarse en algo hacia adentro. Esa fue la elección de la dirección del Colón. Y, para peor, se hizo mal, empezando por el desatino de un acto privado, en el Salón Dorado del Colón, para el que se contrató, junto con Luis Lima y al excelente pianista Enrique Ricci, a Ana María González, una cantante con gravísimos problemas de afinación desde hace años. Pero lo imperdonable sucedió entre las 17 y las 21 en el teatro Opera. Allí, en una supuesta “gala lírica”, desfilaron cantantes, a manera de festival escolar, interpretando un aria cada uno, sin una sola pieza de conjunto, sin la preparación de un solo acto o escena completa, sin la mínima ilación entre una y otra y con espantosos baches entre ellas. Pudieron haberse hecho cosas mucho más interesantes. Pero también podría haberse hecho un buen concierto.

Los errores pueden haber sido fruto de una elección desacertada o de la simple impericia. Varios hechos, reveladores de la falta de familiaridad de las actuales autoridades con lo que es la producción de un espectáculo y el manejo de una sala teatral, permiten pensar en la segunda hipótesis. No es un dato menor que la “gala” se desarrollara sin campana acústica, con una bandera argentina con el escudo nacional sobreimpreso como escenografía y con orquesta y coro arrinconados contra espesas cortinas, con la consiguiente pésima acústica. Tampoco lo es que no hubiera un micrófono para que los numerosos cambios de programa, gritados voluntariosa e infructuosamente desde el escenario por el jefe de Prensa del teatro, pudieran ser leídos desde bambalinas, como es habitual (y, de paso, ser oídos por los asistentes). O que no hubiera personal de sala especializado, ocupado de cuidar el silencio en las inmediaciones de las puertas de la sala.

No era una fecha más. El teatro porteño de mayor peso simbólico cumplía un siglo. La sala está cerrada, ya se sabe, pero quienes aceptaron la responsabilidad de dirigirlo aceptaron también el desafío de estar a la altura de las circunstancias a pesar de ello. No es tan difícil. La dirección artística anterior logró, por ejemplo, hacer unos cuantos espectáculos memorables en condiciones de restricción extrema (Wozzeck y Elektra, sin ir más lejos). La ciudad se merecía otra cosa que un festival pensado para satisfacer sólo a los cantantes y, encima, mal hecho. No se trata, desde ya, de la calidad de sus actuaciones, que en la mayoría de los casos fue inimputable y en algunos de ellos –Graciela Oddone, Víctor Torres, Cecilia Díaz, María José Siri y Paula Almerares– tuvieron gran altura. Tampoco fueron responsables de la pobreza del conjunto una sólida Orquesta Estable, dirigida alternativamente por su titular, Carlos Veu, por Carlos Calleja, Guillermo Brizzio, Bruno D’Astoli, Fernando Alvarez, Guillermo Scarabino y Mario Perusso, y un potente Coro Estable. El problema fue la idea en sí.

Si se quería hacer algo a la manera de las galas del Met o de algún gran teatro europeo, habría que haber reparado en que ni siquiera los grandes monstruos del mercado operístico pueden hacer un concierto de esa naturaleza sin recurrir a estrellas extranjeras. Y debería, también, haberse tenido en cuenta los modelos existentes como para elaborar con ello un espectáculo que tuviera sentido para el público. Pero claro, el público nunca estuvo entre las preocupaciones. Salvo una adaptación para niños de El barbero de Sevilla, representada a la mañana, el resto de las actividades del oscuro centenario fueron restringidas, total o parcialmente, para invitados. Y es posible que algo de esto haya sido percibido por quienes deberían haber ocupado las primeras filas. Tal vez como señal anticipada de las lecturas que se hacen en las alturas sobre la gestión del Colón, ni el jefe de Gobierno ni el ministro de Cultura estuvieron en ninguna de las pretendidas celebraciones. El pasado escolar de Horacio Sanguinetti, actual director del Colón, lo llevó a contentarse con un acto de fin de curso. Pero quedaron demasiadas materias previas.

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