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Sábado, 31 de mayo de 2008
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Staatskapelle Berlín, dirigida por Daniel Barenboim, en el Teatro Coliseo

Las iluminaciones del espíritu

El ciclo que comenzó el jueves y culminará el lunes incluye piezas de Schönberg, Bruckner, Mahler y Wagner, concebidas casi como una monografía. La interpretación de Barenboim es magistral.

Por Diego Fischerman
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Barenboim, flamante ciudadano ilustre de la ciudad, se luce junto con la orquesta berlinesa.

La orquesta de la Capilla Estatal de Berlín, que hasta la caída del Muro estaba del lado Este de la ciudad, conserva una especie de maravilloso arcaísmo. Como si la era de la Fórmula 1 orquestal, que del lado Oeste cristalizó Von Karajan, no le hubiera llegado. Empezando por su ubicación espacial a la vieja usanza, con los primeros y segundos violines enfrentados y las cuerdas graves colocadas entre ellos, lo que, en detrimento de la potencia y homogeneidad, permite mucho mayor detalle en el contrapunto, hay en esta orquesta algo de artesanal que resulta potenciado por la dirección de Daniel Barenboim y su asombrosa capacidad de concentración.

El ciclo que comenzó el jueves y culminará el próximo lunes, incluyendo las que tal vez sean las obras orquestales más importantes de Arnold Schönberg y las tres últimas sinfonías de Anton Bruckner, más un interludio con la Sexta de Mahler y dos extraordinarios fragmentos sinfónicos de Wagner, se plantea casi como una monografía. Y es que Barenboim, que trabaja meticulosamente la unidad de cada movimiento, la manera en que todos ellos configuran un relato y en que las distintas obras arman, en sus propias palabras, “una dramaturgia”, lleva ese principio a sus últimas consecuencias haciendo que cada concierto sea, a su vez, parte de un universo más amplio. Y, en ese sentido, las sinfonías de Bruckner –“gigantescas serpientes”, las llamó Johannes Brahms– son una metáfora perfecta. Porque allí nada se percibe, salvo que se tenga enfrente la extensión total –o su memoria y su anticipación–. Si la mayoría de los directores fracasan frente a este autor es, precisamente, porque intentan unir los fecuentes saltos y disrupciones del discurso cuando, en realidad, lo único que puede unirlos es la totalidad. El primer tema de la Sinfonía Nº 7, por ejemplo, sólo se realiza de manera completa cuando reaparece, transformado, en el final de la sinfonía. Y sólo un director capaz de mantener su propia tensión, la de la orquesta y la del oyente durante todo ese trayecto, sin perder de vista nunca lo que ya sonó y lo que está por sonar, logra que esta sinfonía funcione.

La interpretación de Barenboim de esta sinfonía fue sencillamente magistral. El turbulento laberinto del segundo movimiento y el fenomenal silencio antes de la explosión final fueron, eventualmente, la prueba de que su Bruckner comparte el limitado Parnaso habitado por Eugen Jochum, Gunther Wand y quien, en este caso, aparece como referencia inevitable, Sergiu Celibidache. Y si el orden interno es lo que mantiene a estas obras tan aparentemente caóticas es el gesto romántico, el impulso expresivo y hasta ese temblor terrorífico à la Murnau lo que convierte a las Cinco piezas Op. 16 de Schönberg en obras maestras. Primera obra orquestal totalmente atonal, esta composición que ya casi tiene un siglo en sus espaldas –fue escrita en 1909– tiene aún un poder revulsivo, una fuerza y una poesía conmovedoras. También en este caso la lectura de Barenboim –que la había grabado en disco en 1994, junto a la Sinfónica de Chicago– y la respuesta de la orquesta berlinesa fueron superlativas. Podría pensarse que Schönberg, en estas piezas, lucha contra los problemas de la forma –cómo organizar un material situado por afuera de las funcionalidades armónicas que habían regido la música en los últimos siglos–. Pero hay también otra lucha, la que tiene que ver con la posibilidad de una música abstracta y “antirromántica”. El autor escribía, unos años después, en relación con la Sinfonía Nº 9 de Mahler, que “comunica una belleza casi desapasionada y perceptible sólo para aquellos que puedan renunciar al calor animal y sentirse a gusto en la frialdad del espíritu”. Puede suponerse que ésa era la clase de belleza que reclamaba también para sus obras. Y, sin embargo, éstas están llenas de calor animal. El acierto de Barenboim es lograr iluminar esas contradicciones: la frialdad del espíritu en Bruckner; la calidez del cuerpo en Schönberg.

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