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Desde Río de Janeiro
Del rey de la música popular brasileña, Gilberto Gil, se ha dicho siempre que era “divino como músico” y “humano como político”. Cuando, en 2002, el presidente Lula lo nombró ministro de Cultura, sus devotos ya advirtieron que el ministro nunca superaría al artista. Lula lo sabía, pero consiguió retenerlo durante cinco años, a pesar de que Gil pidió irse repetidas veces. La salida definitiva se debió en buena parte a un consejo del famoso cirujano Jacob Kligerman, que meses atrás, tras operarlo de las cuerdas vocales, le aconsejó que no continuara en el cargo porque como ministro tenía que hablar continuamente en público. “Reserve su voz para su arte, tan apreciado en el mundo”, le aconsejó. Y el miércoles pasado, Lula se rindió a la nueva petición del músico, que, a partir de ahora, se dedicará a lo suyo.
Nacido en una familia muy pobre del interior del estado de Bahía, el pequeño genio de la música tuvo que seguir los estudios elementales en su casa. Después consiguió trasladarse con su hermano a Salvador de Bahía y llegar a la universidad. Quien lo lanzó a la música en los sesenta fue Maria Bethânia, la hermana de Caetano Veloso, hasta que terminó convirtiéndose en uno de los líderes del tropicalismo, movimiento que trajo grandes innovaciones estéticas. Pero su periplo político fue complicado. Detenido durante la dictadura militar en 1968, se exilió después en Londres hasta 1972. De vuelta en Brasil, cuatro años después fue de nuevo detenido, junto con el baterista Chiquinho Azevedo, porque la policía les encontró marihuana en el bolsillo durante una gira en Florianópolis. Tras dos días en la cárcel, la Justicia brasileña decidió encerrarlos en el manicomio de San José.
Como ministro acumuló aciertos y errores, muchos de ellos debidos más al engranaje del sistema que a su voluntad. Entre sus aciertos figuran el impulso que dio al cine y también los famosos Puntos Culturales, centros de cultura popular en las favelas, en las comunidades indígenas y en los quilombos, o comunidades de descendientes de los esclavos africanos. Logró que fueran considerados Patrimonio de la Humanidad productos típicamente brasileños, como el samba y la capoeira, la danza de defensa camuflada de los esclavos, que acabó convertida en una de las manifestaciones culturales populares de mayor prestigio.
Entre los errores figuran un cierto descuido por el teatro clásico, ya que a Gil le interesaba el arte puramente popular; también se le achaca el olvido de los museos nacionales, así como el haber intentado imponer la ley del gobierno llamada “Ancinav”, que pretendía ser una especie de mordaza para toda obra cultural que no tuviera finalidades sociales, lo que a muchos sonó a censura. El mismo terminó retirando la propuesta.
Que Gil no es hombre de censuras fáciles lo demuestra su reproche al Centro Cultural Banco de Brasil por retirar la obra de Márcia X, de carácter erótico, titulada Los sentidos del arte, dos penes hechos con las cuentas de un rosario. El ministro alegó que se trataba de una censura al arte. Gil deja el Ministerio de Cultura criticando, con la sinceridad que lo caracteriza, no haber conseguido para su departamento un uno por ciento del gasto de todos los ministerios. Se quedó en un pobre 0,6 por ciento, lo que no le impidió aplaudir el trabajo de Lula, de quien dijo que fue capaz en estos años de “llevar a cabo un proceso de transformación de la vida brasileña”.
* De El País de Madrid. Especial para PáginaI12.
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