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Lunes, 17 de noviembre de 2008
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En nombre del folclore, una biografía de Don Ata a cargo de Sergio Pujol

Yupanqui, más allá de la leyenda

Con tacto y paciencia, el historiador y crítico musical elaboró un relato que, a través de 350 páginas, no toma partido. Lo muestra como era: brillante, malhumorado, solitario y contradictorio.

Por Cristian Vitale
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Yupanqui, objeto de múltiples miradas a cien años de su nacimiento.

Encarar una biografía integral, tratándose de una figura tan tempestuosa como la de Yupanqui, resulta cuanto menos complejo. Estarán aquellos, absolutos incondicionales, que lo endiosen sin bemoles; estarán los otros, que le caigan duro por un sinfín de motivos. Analizarla, vivenciarla, también: su vida, su obra, su decir a veces sublime, a veces “mal llevao”, provocarán una sensación similar. Cada quien lo pasará por su lente, lo meterá en su subjetividad y sacará un Yupanqui a medida, limando su pata molesta. Ante tal a priori, el logro de Sergio Pujol fue salir airoso de la patriada. Con tacto y paciencia, el historiador y crítico musical elaboró un relato que, durante 350 páginas, no se excede en arbitrios: En nombre del folclore se llama la –y no “su”– biografía de Atahualpa Yupanqui (Emecé). El desarrollo de esta larga y transitada vida es revelador. Y el autor llega a una síntesis que tal vez ubique al peregrino y su ruta en su justa medida: con miles de admiradores y unos cuantos detractores.

El campo está abierto, entonces, para crearse un Yupanqui a medida precisamente porque el autor les abre la puerta a todos. Los datos, empíricos, basados en testimonios, cartas, entrevistas y archivo de la propia pluma yupanquiana fluyen como tales, sin filtros ni intencionalidades editoriales. Invirtiendo la fórmula “detractores”, habrá –también– un Yupanqui para peronistas que, pese a su gorilismo temprano, reconoció el trabajo del gobierno aquel que instaló al folklore como un género importante en una ciudad, hasta ese momento, privativa del tango. Habrá un Yupanqui para comunistas que, pese a la ruptura del ’52, cuando el inflexible PC de la época lo expulsó por indisciplina partidaria, emergió como su cuadro argentino más importante a base de cárcel, maltrato y denuncias; una gira que paseó pampas y montañas por buena parte de la Europa del Este (1949) y una canción al Che (“Nada Más”); y habrá un Yupanqui para conservadores, como ése que se hizo amigo, en París, de Julio Alzogaray –el militar que sacó a Illia a los empujones de la Casa Rosada–, o el que festejó, ingenuo, el golpe militar de 1976, desde Francia con una carta increíble a su (tercera) mujer Nenette. “En buena hora llegan los hombres del Ejército. Los criollos volveremos a respirar el aire antiguo y sagrado de sentirnos en paz, trabajando, y las familias con niños en las escuelas y tranquilidad en el corazón.”

Así fue, de contradictorio y mandado, el hombre que este año cumpliría cien, si una complicación coronaria no hubiera acabado con su vida el 23 de mayo de 1992 en una habitación de un hotel de Nimes. La biografía no lo deja ni bien ni mal parado ante los ojos del mundo, lo deja tal como era: brillante, malhumorado, solitario, polígamo, hosco, asceta, fumador, reservado. Un donjuán trotamundos que tuvo hijos con tres de sus mujeres (María Alicia, Lía y Nenette) y que acabó muy mal con las dos primeras, al punto de abandonar a sus hijos, pelearse con su madre Higinia y acumular penas para sus canciones. Una especie de “Woody Guthrie criollo” (Pujol dixit) que renegaba siempre de lo nuevo. Un doctor en soledades, admirador de Gardel, para quien Los Beatles eran el símbolo de una juventud extraviada; la Misa Criolla, de Ariel Ramírez, una aberración; los jóvenes del mayo del ’68, protagonistas de un desastre; y Mercedes Sosa, una buena folklorista que no vivía de acuerdo con el ideario comunista que decía abrazar. Un frontal enemigo del boom del folklore de los años sesenta.

Pocas son las ideas, a mirada fina, que Yupanqui pudo sostener con absoluta coherencia. Una, innegable, su compromiso con los pueblos originarios del sur de América. Pese a que admiraba profundamente a Sarmiento, sobran pruebas de su hacer como exegeta de los sin voz. “En buena parte de su cancionero, la vida se cargaba de pesadumbre. Y esa pesadumbre era inamovible, estaba más allá de la voluntad humana. De tal manera que cuando emergía algún motivo para celebrar la vida, este debía ser guardado como un tesoro”, escribe Pujol. Esta biografía, en suma, lo expone en toda su dimensión: ni impoluto ni detestable. Solo siendo, con su divina guitarra, sus alpargatas negras y bombachas de bambú, y con sus bellas milongas, zambas y vidalas que no se borrarán jamás del imaginario popular argentino.

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