Desde BerlÃn
La pelÃcula fue filmada en Montevideo con un presupuesto mÃnimo; su historia no podrÃa ser más simple y tiene apenas dos personajes, que casi no hablan entre sÃ. Pero se titula Gigante y es la primera producción uruguaya que entra en competencia oficial en uno de los tres festivales mayores del circuito cinematográfico internacional. La Berlinale les sacó ventaja esta vez a Cannes y Venecia al asegurarse esta pequeña gran pelÃcula que viene a ocupar un lugar entre los 18 tÃtulos que compiten este año por el Oso de Oro. Su director es Adrián Biniez, un porteño de 35 años radicado desde hace un lustro en Montevideo y a quien no dejan de preguntarle –en Uruguay, pero también en Alemania– cómo es que hizo el camino inverso y dejó Buenos Aires por las calles tranquilas de la Ciudad Vieja. Quizá la mejor respuesta esté en la pelÃcula misma, de una rara serenidad, que no es frecuente en el cine argentino.
Lo que hay para contar, en términos estrictamente narrativos, es tan poco que se puede resumir en apenas un par de lÃneas. El bueno de Jara (un estupendo Horacio Camandule) trabaja como empleado de seguridad de un supermercado y cumple con el horario nocturno, el más tranquilo, que lo único que le exige, entre mates y bostezos, es apenas montar guardia frente a los monitores de video que controlan las góndolas, mientras hace su ronda el personal de limpieza. La abulia de Jara se sacude cuando Julia (Leonor Svarcas) entra en su campo de visión, empujando un carro con un balde de detergente y un lampazo. A partir de allÃ, Jara –con una timidez tan grande como su propio cuerpo– no hará sino fijar sus ojos en ella, seguirla a través de cámaras y monitores, pero también por la calle, en la parada del bus, en el cine, sin atreverse a dirigirle la palabra.
La parquedad de los personajes, la austeridad de lo que se ve en cuadro, la empatÃa con el mundo del trabajo y los desplazados del sistema, pueden recordar al cine de Aki Kaurismäki (con el que también se asoció a Whisky, la otra pelÃcula uruguaya de proyección internacional). Pero en Gigante hay una dosis mayor de humor, un humor eminentemente visual, pero muy tenue, delicado, como si Jara fuera una improbable reencarnación de Buster Keaton, un personaje siempre dispuesto a resolver las situaciones más sencillas a través de los caminos más recónditos. Jara es esencialmente un voyeur y la pelÃcula no hace sino seguir rigurosamente esa lógica.
Producida en Uruguay por Fernando Epstein para su compañÃa Control Zeta (la misma que estuvo detrás de 25 Watts, Whisky y Acné), Gigante tiene –además de Biniez, que dice haber integrado en los ’90 la banda de rock porteña Reverb– coproducción argentina, a través de Hernán Musaluppi y su compañÃa Rizoma. Pero por sus locaciones, sus personajes, su humor –muy festejado en una competencia sobrecargada de dramas– y sobre todo por su sensibilidad no podrÃa sino ser un film uruguayo.
También en competencia oficial pasó estos dÃas por la Berlinale la nueva pelÃcula del director francés Bertrand Tavernier, la segunda que rueda Ãntegramente en inglés después de La muerte en directo (1980). Viejo fanático de la novela negra (en su momento habÃa adaptado una de los textos más brutales de la série noir, 1280 almas, de Jim Thompson, que en Argentina se llamó Más allá de la justicia), Tavernier ataca ahora otro de sus autores preferidos, James Lee Burke, creador de la serie dedicada al detective sureño Dave Robicheaux. La pelÃcula se titula In The Electric Mist, gira alrededor de unos asesinatos seriales, tiene en Tommy Lee Jones un estupendo protagonista, cuenta con un reparto de primera lÃnea integrado por John Goodman, Ned Beatty y Mary Steenburgen, hay cameos del blusero Buddy Guy y del director indie John Sayles, y las locaciones no podrÃan ser mejores: los brumosos, inquietantes pantanos de Louisiana. Todo parece a pedir de boca y, sin embargo, hay algo decepcionante en In The Electric Mist: quizás la falta de pulso narrativo, un montaje que deja demasiados cabos sueltos y una serie de visiones que tiene Robicheaux del glorioso pasado sureño que no están plasmadas de una manera feliz.
Por el contrario, podrÃa decirse que Bellamy, la nueva pelÃcula de Claude Chabrol –que acaba de celebrar medio siglo de cine, desde que debutó en 1958 con El bello Sergio– es una de las mejores que ha hecho en los últimos años, lo que no es decir poco considerando que en la última década entregó tÃtulos como Gracias por el chocolate, La flor del mal, La dama de honor y La comedia del poder. Aquà en Bellamy –exhibida fuera de concurso, en la sección Berlinale Special– Chabrol se dio el gusto de escribir un guión a la medida de un actor con quien siempre habÃa querido trabajar y que sin embargo, hasta ahora, le habÃa sido esquivo: el gran Gérard Depardieu.
Tal como está hoy Depardieu –grueso, inmenso como un oso, con los hombros caÃdos, el paso lento y la mirada cansada pero tierna–, Chabrol no pudo sino inspirarse en el personaje más célebre de uno de sus autores predilectos y más afines, Georges Simenon. Pero en lugar de adaptar una de las muchas novelas del inefable Inspector Maigret, Chabrol armó su propio policial, que transcurre irónicamente en pantuflas, de entrecasa. Sucede que el inspector Bellamy está de vacaciones con su mujer (la estupenda Marie Bunuel) en una vieja casona familiar de una ciudad de provincia, a la que le llega un caso, que por supuesto no puede dejar de ignorar. El propio acusado, prófugo de la Justicia por un crimen misterioso y esquivo, es quien se acerca para pedirle su ayuda, y Bellamy pondrá manos a la obra con la sabia colaboración de su esposa, que es su centro emocional y moral.
En el camino aparece toda una serie de personajes arquetÃpicamente chabrolianos –la pequeña burguesÃa de provincia atravesada por su filoso bisturÖ y también, por supuesto, considerando la naturaleza gourmet tanto del director como del protagonista, algunas memorables escenas alrededor de la mesa, particularmente una en la que Depardieu aprovecha para dar cuenta de dos platos seguidos de ostras, acompañados generosamente por una botella de Viognier a la temperatura justa. Se nota que Chabrol y Depardieu la pasaron bien trabajando juntos y ese placer –que incluye un curioso homenaje a la música de Georges Brassens– se transmite también al espectador.
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