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Sábado, 21 de marzo de 2009
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Arturo Peña Lillo murió ayer, a los 91 años

El adiós para el último Quijote de los editores

Con fervor militante, se encargó de sistematizar el pensamiento nacional y popular a través de los 400 títulos que publicó. El sello que lleva su nombre difundió la obra de Jauretche, Scalabrini Ortiz, José María Rosa, Hernández Arregui y Norberto Galasso, entre otros.

Por Silvina Friera
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A Peña Lillo, durante la dictadura, le quemaron cientos de libros; los libreros, asustados, le devolvían esos textos “peligrosos”.

El legendario Arturo Peña Lillo murió ayer, a los 91 años. El último de los mohicanos hizo tan bien su trabajo que llegó a ser casi un hombre invisible. Aunque no le gustaba ostentar su pedigrí, fue un auténtico editor de raza que puso toda la carne en el asador de su catálogo. Con un fervor militante personal pocas veces visto, se encargó de sistematizar el pensamiento nacional y popular a través de los 400 títulos que publicó entre mediados de los años ’50 y principios de los ’80 en ese sello que lleva su nombre y que supo ser una suerte de polea de transmisión para las obras de Arturo Jauretche, Raúl Scalabrini Ortiz, José María Rosa, Jorge Abelardo Ramos, Juan José Hernández Arregui y Norberto Galasso (ver aparte), entre otros; textos que consideraba esenciales para comprender la historia argentina. Siempre supo domesticar su ego y mantener a raya la alegría que le generaba el hecho de haber sido el mentor del campo intelectual argentino de la segunda mitad del siglo XX. Don Arturo nunca cayó en la tentación de la pedantería de la “voz autorizada”.

La historia se escribe con sangre

Su vida es un manantial de circunstancias y anécdotas que estarían llamadas a figurar en el libro de los records. Había nacido el 30 de agosto de 1917 en Valparaíso, Chile, pero a los 2 años se mudó con su familia a la Argentina. La infancia de Peña Lillo fue dura. Su padre, un proletario español admirador de José Antonio Primo de Rivera y la España reaccionaria, enloqueció cuando él tenía 12 años. La escuela se acabó para el niño Peña Lillo sin haber llegado a sexto grado. Desde chico aprendió a conjugar dos verbos propios del mundo de los adultos: sobrevivir y trabajar. El único bálsamo para conjurar ese horizonte hostil se lo proporcionaban las librerías de viejo que frecuentaba en los años ’30, donde revolvía los libros de Alejandro Dumas, Víctor Hugo y Roberto Arlt. Para ganarse el pan trabajó de lavacopas y de zapateador americano hasta que consiguió un puesto en una imprenta.

Un día en 1939 el joven Peña Lillo se vistió con carteles “llenos de pensamientos”, como le gustaba recordar, frente al diario Crítica. Aprovechó que era una época de escritores muy petardistas que gustaban de la frase “la historia se escribe con sangre” de Nietzsche. Logró, claro, llamar la atención de los periodistas. Al día siguiente se publicaron un montón de crónicas sobre su actitud y consiguió un trabajo en los talleres de la revista Radiolandia, donde llegó a ser delegado. Como trabajaba en el turno noche, aprovechaba para imprimir y pegar volantes. “Recuerdo que una vez me agarró el patrón, Rosso, y me dijo: ‘Si no le alcanza el sueldo deje de ir al cine o apriétese más el cinturón’. Y aunque se ganó la huelga, a mí me echaron. No me quedó otra que comprar La Prensa y buscar trabajo en los avisos.” La editorial francesa Hachette pedía un vendedor. Como a Peña Lillo le gustaba mucho leer, se presentó y lo tomaron. Estuvo siete años trabajando en la misma editorial en la que se fogueó un joven llamado Rodolfo Walsh.

El gran salto

La historia se precipitaba ante los ojos de un Peña Lillo que se esforzaba por comprender los hechos que empezaron con la revolución de junio de 1943 y desembocaron en el 17 de octubre de 1945. “No puedo decir que fui militante comunista, pero como había sido obrero y delegado gráfico y ya estaba trabajando en la Editorial Hachette, cuando se producían algunos movimientos populares el partido se acercaba a uno no porque fuera militante, sino porque uno estaba en la causa. Era proletario, un hombre de trabajo, por lo que lo veía con mayor simpatía que al radicalismo, que expresaba a la clase media”, justificaba el editor su simpatía inicial por el PC. Excepto porque nunca estuvo afiliado ni militó activamente, aunque haya simpatizado, el itinerario político-ideológico de Peña Lillo se asemejó al de Rodolfo Puiggrós: del PC saltó al peronismo, cuando comenzó a vincularse con el pensamiento de los hombres de Forja.

En 1954, al publicar por consejo de Diego Abad Santillán la Historia de la Argentina, de Ernesto Palacio (libro que agotó quince ediciones), se contactó con Jauretche y adhirió a la causa nacional, poco antes de la caída del peronismo. El éxito con el libro de Palacio lo acercó a otros autores que venían de distintas vertientes del nacionalismo y la izquierda, como Scalabrini Ortiz y Puiggrós, a quienes el editor definía como “polemistas con una pluma de gran calidad”. El peronismo no tenía una bibliografía que expresara sus ideas independentistas. “Todo se vivía de una manera muy espontánea, sentimental y mediante discursos oficiales. Pero intelectualmente era necesario analizar un fenómeno como ése fuera de los esquemas liberales y de los discursos. Es una tarea que inician Spilimbergo, Abelardo Ramos, Jauretche. Los análisis que hace la izquierda nacional son reveladores y apabullantes... son nuevas ideas que a uno lo apasionan y por eso las apoyé desde mi lugar”, contaba el editor a Página/12.

Nunca persiguió el éxito económico. Su satisfacción consistía en tener una idea y concretarla. Por su cuenta había editado un libro de Nietzsche para darse el gusto, aunque jamás vio un peso. Su actividad como editor arrancó en 1947, cuando se juntó con un amigo estudiante de medicina, Vicente Federico del Giúdice, para compartir un proyecto editorial. El primer libro publicado fue Los días del hombre, de Besançon, que Hachette no quiso editar. Besançon era uno de esos médicos que hablaban a calzón quitado de todos los temas tabú, como el sexo. El libro resultó un “golazo”. Pronto aparecería Instrucciones del Estanciero, de José Hernández. Cuando editó El idioma de los argentinos, de Jorge Luis Borges, Peña Lillo le fue a pagar los derechos de autor. Borges se sorprendió y le dijo que era la primera vez que recibía dinero por un libro.

Militancia editorial

A comienzos de 1960, Jauretche, convertido en best seller, vendía más de cien mil ejemplares de su Manual de zonceras argentinas. Del mismo autor publicó El medio pelo en la sociedad argentina y Los profetas del odio y la yapa, entre otros títulos, a los que habría que agregar en una apretadísima síntesis La historia de la nación latinoamericana, de Jorge Abelardo Ramos; y Baring Brothers y la historia política argentina, de Rodolfo Ortega Peña y Eduardo Duhalde. “Yo sentí la necesidad que tenía el país de esclarecer la situación nacional de un momento –fines de la década del ’50– en el que los medios de comunicación se burlaban de los trabajadores, mientras la policía perseguía y encarcelaba. Y los militares fusilaban. Buena parte de Argentina había sido silenciada, mientras un grupo exquisito de formadores de opinión dividía al país y callaba a los descamisados, que habían luchado contra el sistema liberal burgués”, explicaba Arturo al repasar su vida. “Nunca fui afiliado a ningún partido y, sin embargo, siempre me sentí militante. Expresaba mi militancia a través de la editorial. Muy poco sé de administración de empresas... mi único objetivo era sacar todos los días un libro, costara lo que costara.”

La dictadura militar fue el principio del fin de la editorial. Le quemaron cientos de libros; los libreros, asustados, le devolvían esos textos “peligrosos”. El editor de raza se retiró por un tiempo y dejó el destino de la editorial en manos de sus empleados, que la terminaron fundiendo. Además de la vasta tarea desplegada en el mundo editorial, fue coeditor de algunas revistas injustamente olvidadas como Quehacer nacional (1982) o frecuentemente citadas, como Cuestionario (1973), que dirigió Rodolfo Terragno. También escribió dos libros autobiográficos, Encantador de serpientes y Memorias de papel, donde narra sus encuentros con los intelectuales que conoció y frecuentó. Pero como un Ave Fénix, volvió a reimprimir el resto de su fondo editorial en colaboración con Ediciones Continente en los años ’90. Apoyó a Carlos Menem en 1989, hasta confesó que le editó La revolución productiva, pero la adhesión se quebró con la aparición de Alvaro Alsogaray y el abrazo con el almirante Rojas. Hasta tiene una anécdota con el ex presidente. “Yo me lo encontré en una oportunidad, cuando ya era presidente, en una reunión pública. Se me acercó y me dijo: ‘¿Qué tal, cómo le va?’. Le contesté: ‘¿Cómo quiere que me vaya?, tengo una editorial nacional y popular y usted me trae el neoliberalismo’. ‘Y no se podía hacer otra cosa’, me contestó. Así nomás. Nunca más tuvimos trato.”

Se emocionaba cuando el público lo reconocía por su trabajo. “Con mi baja autoestima tengo pocos fundamentos personales para sentirme importante. Lo veo y no lo creo.” A los lectores de ayer y de hoy nunca les alcanzarán las palabras para agradecer a ese viejo y entrañable editor que en cada libro dejó una parte de su alma.

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