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Martes, 12 de mayo de 2009
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Balance de la 35ª edición, que terminó ayer

Un espacio para lectores, voyeurs y exhibicionistas

La visitaron 1.100.000 personas, un siete por ciento menos que el año pasado. Pero la adrenalina fue similar. Henning Mankell, Annie Proulx, Junot Díaz y Juan José Millás fueron algunas de las visitas que se mezclaron con los autores locales y con los “lectores golondrina”.

Por Silvina Friera
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Al parecer, el “hay que estar en la Feria” atrae más de lo que espanta.

Las puertas de la Rural se cerraron y el mundo sigue andando. La 35ª edición de la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires terminó ayer gambeteando con esfuerzo el temido fantasma de la crisis financiera internacional. En ese escenario donde conviven editores grandes, medianos y pequeños; por donde transitaron Henning Mankell, Annie Proulx, Junot Díaz y Juan José Millás, entre otros, además de la diva Mirtha Legrand, sucede año tras año un fenómeno que no deja de sorprender a la hora de efectuar un balance que no reduzca el análisis a la dicotomía ganadores y perdedores: un siete por ciento menos de público circuló por los pabellones –se estima que pasaron por la Rural 1.100.000 personas–; las ventas, depende de a qué expositor se consulta, se inflan o desinflan, siempre comparando con la Feria del año pasado, record en visitas y en ventas (ver aparte). En este terreno de arenas movedizas, hay quienes vendieron más ejemplares y facturaron más, quienes vendieron más ejemplares pero facturaron menos (la gente compró más, pero más ofertas), quienes vendieron menos pero facturaron más (los libros están más caros), quienes vendieron menos y facturaron menos y quienes después de mucho sudar y preocuparse llegaron al empate técnico: vendieron y facturaron, calculan, lo mismo que el año pasado. Esta disparidad no da cuenta ni se aproxima a lo que sigue generando asombro. Los libros, para muchos “extranjeros” lejanos que viven en templos que nunca se atreverían a visitar, se vuelven familiares, pierden su condición de objetos raros, investidos de un poder que instaura murallas, visibles o invisibles, reales o imaginarias.

Golondrinas en otoño

Durante los diecinueve días que duró esta edición, cuyo lema fue “Pensar con libros”, las distancias se acortaron o redujeron. Esas murallas se desplomaron, aunque después se vuelvan a levantar porque el mundo sigue andando. Se sabe y se repite casi hasta el hartazgo que a la Rural asisten personas que no suelen frecuentar las librerías. Para muchos es una de las pocas oportunidades que tienen de encontrarse con los libros. En Francia les llaman “faibles lecteurs”, “poco lectores” o lectores débiles; también se puede acuñar un término más apropiado para estas pampas: “lectores golondrina”. Un paréntesis sobre el comportamiento de estas aves viene a cuento de este balance que se inclina, por un par de líneas, a cuestiones zoológicas. Muy adaptadas al medio urbano, las golondrinas llegan en la primavera y pasan el verano en nuestra región; hasta que a fines de febrero o marzo emigran hacia el Norte en busca de lugares cálidos y de insectos voladores, la base de su alimentación. Los refranes suelen aportar un humus de sentido común al que no hay que temerle, más si proviene de ese gran libro que nadie se animaría a objetar: el Quijote. Hay una sentencia usada para dar a entender que un caso no es significativo y que no puede tenerse como regla: “Una golondrina no hace un verano”. Pero es posible acomodar la frase a la lógica de esos lectores que asisten a la Rural. Nuestros “lectores golondrina” hacen un otoño; son el caso que se puede tener como regla para la Feria del Libro. Después, porque el mundo sigue andando, y ellos tienen que alimentarse, emigran. ¿Hacia dónde? Quizás hacia las películas o hacia los programas de televisión. ¿Por qué no pensar que ahora que el excelente programa Ver para leer se distribuirá en dos DVD en las escuelas y bibliotecas populares de todo el país, habrá nuevos amarres imprevisibles para que los “lectores golondrina” continúen teniendo una alimentación en la que el libro no se quede afuera del menú, hasta la próxima Feria del Libro?

“Pensar con libros”, el lema de esta edición, hay que aclararlo, no excluye que también se pueda pensar con una película, una obra de teatro, un programa de televisión, una canción, un cuadro, una feria artesanal en la calle o algún otro tipo de intervención artística en espacios cerrados o abiertos. Algunos libros son buenas armas, quizá las mejores, para reflexionar y autoconocerse. No todos, claro. La antropóloga y socióloga francesa Michèle Petit ha sugerido en la entrevista con Página/12 que lanzarse en una cruzada para difundir la lectura bajo el imperativo “hay que leer” puede terminar siendo la mejor manera de ahuyentar a muchos. “Nunca es cuestión de encerrar a un lector en un casillero, sino más bien de lanzarle pasarelas, o mejor aún de darle ocasión de fabricar sus propias pasarelas, sus propias metáforas”, señala Petit en Lecturas: del espacio íntimo al espacio público. Si aún la lectura conserva una módica cuota de transgresión, recorrer la Rural incita a preguntarse si la feria es un ámbito de pequeñas transgresiones “institucionalizadas”, de gestos y ritos que saltan de la intimidad de los hogares a la pantalla de la Rural, para consumarse a la vista de multitudes.

A escritores, editores, libreros, docentes, funcionarios, políticos y periodistas, algo se nos escapa de la lectura. Se la suele encorsetar con paradigmas y teorías, pero el señor azar, con sus muecas burlonas, siempre instaura la incertidumbre, en un ámbito donde no hay manuales ni recetas sino un permanente devenir entre la prueba y el error. Los lectores poco asiduos, “los lectores golondrina” que son los grandes protagonistas de la Feria, confían en que en esos libros que compraron, encontrarán algo: una frase, una imagen, una escena, la punta del ovillo de un sentido o varios de los que tirarán cuando los lean. Pero los libros no son mágicos, como lo subrayó Angélica Gorodischer en la accidentada inauguración de esta Feria, cuando docentes del CEIP (Cooperativa de Educadores e Investigadores Populares) escracharon al jefe de Gobierno de la ciudad, Mauricio Macri. “Ni Baruch Spinoza ni Jorge Luis Borges ni Balzac ni Fray Mocho ni Clarice Lispector ni Richmal Crompton ni Proust ni Saki ni Shakespeare ni Murakami ni Alfonsina Storni ni Racine ni Cervantes hacen pases mágicos ni producen milagros, aunque a veces parezca que sí –afirmó la escritora–. Lo que sucede es que la cosa viene de a dos. Así como la mano y el libro hacen un par perfecto, quien escribe y quienes leen producen entre los dos la concreción, la comprensión del entendimiento.”

Un matrimonio excepcional

Excepción de la regla, la Feria es un matrimonio que funciona mejor con los años. El público fue aumentando exponencialmente, la casa tuvo que agrandarse para acoger a los nuevos hijos, del Predio Municipal de Exposiciones se mudó a la Rural; los expositores se han multiplicado, las propuestas, charlas, debates, coloquios, encuentros, también. La pasión, ese fuego que dicen que se apaga con los años, la Feria lo enciende, con más o menos fortuna, en cada edición. La que concluyó ayer fue tal vez un tanto discreta, pero no menos intensa. Si como advierte el psicoanalista André Green leer es una actividad que tiene mucho de voyeurismo, la Feria recibe a miles y cientos de vouyeristas. Es el lugar donde se practica el voyeurismo en masa. No es una enfermedad ni una patología, es simplemente esa curiosidad natural por observar qué pasa en esa vidriera de la que no es conveniente quedarse afuera. Hay que estar, pasear, recorrer, caminar, pispear. Curiosamente, mientras el imperativo “hay que leer” ahuyenta más de lo que suma, el “hay que estar en la Feria” atrae más de lo que espanta. Y atrae mucho. Libros y autores de acá y de un allá ancho y elástico (como José Pablo Feinmann, Horacio Verbitsky, Benjamín Prado, Fernando Savater, Julia Franck, Judit Butler y Ariel Dorfman, entre otros que también participaron de esta edición) se ofrecen a las miradas que están en busca de algún misterio o secreto. Muchos necesitan “echarles el ojo” a las páginas de un libro, a la fisonomía del escritor, a su modo de hablar, a lo que dice y hace cuando presenta un libro o participa de una charla, acaso para completar o contrastar ese mapa imaginario que trazaron antes de llegar a la Rural. Puede haber aprobación o rechazo, pero eso que se digiere después del contacto cara a cara con los libros y sus autores queda en un cono de sombras al que no es fácil acceder.

En la Feria se impone la imagen del cazador furtivo, de libros, de escritores y autógrafos, pero también es un espacio donde hay que mostrarse. Y si no que alguien traduzca de mejor modo, si puede, un epifenómeno desopilante. Para ingresar hay cuatro entradas. El que va con auto accede a través del estacionamiento; los ciudadanos de a pie tienen una entrada por Plaza Italia, otra por Sarmiento y otra por Cerviño. Las colas extensas que se formaron este fin de semana por la avenida Santa Fe superaban las tres cuadras y llegaban casi hasta Godoy Cruz. Empleados de la Feria se acercaron para informar de los otros dos ingresos –Cerviño y Sarmiento, donde no hay que hacer cola–, pero nadie se movía de su lugar. La primera traducción posible: un sábado o domingo no hay apuro, nadie se mosquea si tiene que esperar. La segunda, acaso la que mejor cuaja: queda bien mostrarse sobre la avenida más transitada, que la gente desde los colectivos vea cómo esperan para ingresar en la pasarela de la Feria. El visitante, también, se expone a la mirada de los otros.

El bicho de librería

Un acápite de este balance está destinado al protagonista de reparto, el “bicho de librería” o el nerd, esa “raza” como la definió Junot Díaz en su conferencia, donde por cierto había nerds a rabiar. “El bicho de librería” asoma el hocico por la Rural, no sea cosa que se pierda una oferta. No es tan difícil hallarlo. Aunque cuando se lo reconozca hurgando en el stand de ofertas de Fondo de Cultura Económica (FCE), en el de Urano (que parece de autoayuda, “qué herejía que me confundan”, pensará, pero que tiene los libros de El Acantilado, para “saquear” a cuatro manos), en Riverside (que distribuye Anagrama), en Tusquets o en el stand que compartieron Bajo la Luna, Entropía y Mármol Izquierdo, entre otros, sienta un escozor similar a la vergüenza. El o ella están muy seguros de que no necesitan de toda esa parafernalia mediática para encontrarse con los libros. Lo hacen cada semana en las librerías que frecuentan, nuevas o de viejos, de saldos o de usados. Ellos también van, y se llevan bolsas y bolsas del stand de ofertas de FCE. Pero el placer o alegría de la caza efectiva no les impide el gesto arrogante y aristocrático de silbar bajito contra la Feria. Intuyen que no queda bien despotricar en voz alta contra un acontecimiento donde los “lectores golondrina” son los protagonistas; sospechan, con razón, que queda mal nadar contra la corriente.

La Feria deja la sensación amarga de lo que no se puede apresar. Como Coyotes detrás del Correcaminos, así se vive respecto de la Feria. En YouTube circula un video donde el Coyote atrapa, finalmente, al Correcaminos. Pero un letrero que alza el supuesto ganador clava la puñalada: “¿Y ahora qué?”, se pregunta.

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